Diciembre está siendo un mes raro. Esta semana el cielo se ha teñido de naranja y la luna, de rojo. Las autoridades han recomendado regresar a las mascarillas temporalmente mientras se disipa esta calima atípica de atisbos plateados y dorados bajo el sol de mediados de otoño. Hay horas del día en que esos destellos son como diminutos arcoíris o galaxias encerradas en minúsculos granos de arena. No se atreven a afirmar su procedencia. No es como otros años: no viene del desierto; el Sáhara ha decidido enviar sus vientos hacia otras latitudes menos septentrionales. El aire que se respira aquí llega de otro lugar, tal vez del mismo que todas esas criaturas que ya conviven con nosotros y de un tiempo a esta parte se han integrado con total normalidad, desempeñando los mismos puestos de trabajo que nosotros, comprando en los mismos supermercados, repostando en las mismas gasolineras, paseando o haciendo deporte en los mismos espacios, como un ciudadano más.
El jueves estuve en el Café Moi. Paco no estaba, se había ido de fin de semana con su pareja, un calamar risueño que no se gasta las malas pulgas del dueño de la cafetería y que, al parecer, lleva poco tiempo por la zona. «Llegó con la última oleada de sirenas», me comentó Lola con cierta complicidad mientras servía un par de cafés en la barra, fregaba unos vasos y los iba secando; todo al mismo tiempo. Estaba taciturna y melancólica. Lo había dejado con Raúl y ahora era ella la que tenía cara de acelga. No me explicó los motivos. Tampoco tenía por qué. Al fin y al cabo, solo soy un cliente más. Me sirvió el café y, antes de salir a tomar nota a las mesas de fuera, me advirtió que llevara cuidado con la arena en suspensión, que venía de dónde habían venido todos ellos y allí las cosas eran muy distintas. Creo que era la primera vez que uno de ellos confesaba algo así; me pregunté quiénes más lo sabrían. Quise pedirle explicaciones, que me diera más detalles. No lo hizo. Ya no volví a cruzar una palabra con ella esa mañana y, cuando fui a pagar, fue Manuel, el can, quien me cobró.
Duró tres días. Del jueves hasta hoy. El cielo ha recobrado su habitual azul y el sol lanza sus rayos sin nada que les impida rebotar contra la superficie terrestre. Ayer mismo era imposible. Al mirar hacia arriba apenas se veía una bola difuminada a la que se podía mirar directamente sin miedo a quemarse las retinas. La arena y la niebla, ambas espesas, se turnaban día y noche sin tregua. Hubiera sido fantástico que lo más destacable fuera ese inusual efecto climático. Sin embargo, no lo fue. Los sentidos. Eso sí es digno de mención. Como todo el mundo sabe, durante media semana hemos sufrido algunos percances difíciles de explicar. Incluso por aquellos que sabían que algo iba a suceder, aunque no supieran muy bien qué, cómo o dónde.
En mi caso perdí la capacidad del habla. Bueno, no se puede decir exactamente que la perdiera, sino que se intercambió por «algo» diferente. En otros casos fue la vista, el olfato, el tacto o, incluso, el gusto. La ceguera, en primera instancia, fue la pérdida que más heridos causó. Por suerte, ninguno de ellos acabó en muerte. Al perder uno de nuestros sentidos, otro se vio automáticamente incrementado. Como para compensar ese repentino desequilibrio. Yo no podía hablar, pero podía ver. Me refiero a ver de un modo distinto, más lejos, más allá de lo visible. Como yo, otros muchos vieron las figuras traslúcidas dibujadas en las nubes densas de niebla, también en la pantalla de las microtormentas de arena plateada que obligaban a entrecerrar los ojos y resguardarse pegado a la pared, en el interior del vehículo o en casa, el lugar más seguro de todos. Evan perdió el olfato y Zoe el gusto. Fue temporal. Entonces no lo sabíamos. No saber es, quizá, lo que provocó el estado de pánico masivo en la población. Eso y las visiones. El intercambio no fue tan sencillo.
Había quienes, al perder el gusto, empezaron a percibir en los poros una suerte de capacidad para definir con exactitud la composición del aire y detectar —hasta en el más leve aliento— rasgos biológicos propios de cada ser humano. No solo eran capaces de identificar enfermedades, sino que podían succionarlas con el vello de los brazos, las piernas o el resto del cuerpo, como cilios filtradores, purificadores. Bernard, un francés invidente que vive a la vuelta de la esquina, se quedó consternado cuando me encontré con él y lo saludé al modo habitual. «Te imaginaba de otro modo», me dijo. Estuvo tentado de tocarme la cara, como hacía a veces con quienes acababa de conocer, pero se contuvo. Sonrió y se fue a paso raudo con el bastón plegado bajo la axila. Un coche estuvo a punto de atropellarlo al cruzar la calle; se limitó a saludar con la mayor sonrisa que jamás le había visto y me gritó, ya desde el otro lado, que tenía mucha gente a la que ponerle rostro y muchos lugares que visitar, no fuera a perder —como sucedió días después— la vista de nuevo.
Yo veía siluetas y sombras chinescas sobre la nada espesa; otros veían incluso más. Se desarrolló en ellos una suerte de sexto sentido que les permitía ver todo al mismo tiempo con solo alargar los dedos y rozar la piel de cualquier persona. Su vida entera, de principio a fin, pasaba ante sus ojos. Tardamos en comprender que, en realidad, lo que se nos había arrebatado se justificaba apelando a la empatía. Nuestros sentidos escapaban de nosotros para ubicarse en esos recién llegados del mismo modo que algunos de los de ellos –sin nombre en nuestra ciencia– se asentaban en nuestros cuerpos con el único fin de mostrarnos, siquiera un ápice, cómo era vivir bajo la piel del monstruo. Los sentidos conectaban a su vez con las neuronas de nuestro cerebro y enviaban señales confusas que, en la mayoría de los casos, no supimos —o no pudimos— interpretar.
Algunos se volvieron locos y, al recuperar la cordura, el temor a encontrarse con aquello que les había prestado una parte de sí, les volvió huidizos y esquivos en el trato tanto con los humanos como con los otros. Igual debería preguntarle a Andrea Nusán, que ella sabe bastante de niebla y de cosas extrañas que suceden cuando se despliegan los hilos del tiempo y las calles se llenan de nubes espesas. Igual, pero no he visto ninguna publicación suya en redes en toda la semana y es algo que me escama: ella suele publicar con frecuencia; casi a diario. Espero, de corazón, que no le haya sucedido nada. Porque no puedo obviar los casos más extremos de este periodo de intercambio. Esos en los que hubo quien comenzó a excretar sustancias indescriptibles a través de los lugares más insólitos de su anatomía. Por no hablar de quienes se volvieron del revés o se llenaron de ojos. Mutaciones eventuales, tal vez, motivadas por nuevos sentidos para los que no hemos podido atribuir una definición que no atente contra nuestra cordura y nos arrastre a la demencia. Sí, espero que esté bien. Ella y todos. Como suele suceder en estos últimos tiempos, cada vez los sucesos son más globalizados. Si pasa aquí, pasa en todas partes. Es así.
Hoy parece que todo ha vuelto a la normalidad. Así y todo, a cada minuto, hora y día que pasa, sabemos (sentimos) que no somos los mismos, que algo se ha quedado dentro y que, tarde o temprano, puede que reaparezca para no irse jamás. Incluso Bernard, cuando lo he visto esta mañana agitando su bastón para guiarse, ha dado gracias al cielo por volver a perder la vista. «No puedes ni imaginar lo que llegué a ver. Ni de lejos. Ahora no puedo dejar de verlo. No puedo. ¿Lo entiendes? Está dentro. Detrás de mis ojos. En mi cabeza».
El cielo vuelve a ser azul. Un azul que puede cambiar en cualquier instante. Al más mínimo destello plateado, siento que me flaquearán las rodillas y no podré correr. Tampoco tendría mucho sentido. Tanto la niebla nocturna como la arena diurna son inevitables.


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