Supongo que igual que sucede en España con Lorca o Cervantes, ocurrirá lo mismo en Italia con Petrarca o Boccaccio. Cientos de institutos, teatros y bibliotecas llevarán el nombre de estos ilustrísimos escritores. Merecidamente, claro, pero un poco aburrido también. Yo no pierdo la esperanza de matricular algún día a mi hijo mayor en el IES Sansón Carrasco o mandar al menor a cruzar el charco para estudiar un postgrado de literatura en la Myrna Minkoff University.
Edgardo toma prestada de Honoré la figura de Johann Ernst Biren, personaje de carne y hueso y azarosa vida, y nos la cuenta usando Dios sabe qué fuentes y prodigios de su imaginación. Biren, como explica Balzac, es hijo de un platero y «ha sido regente a la muerte de Catalina I, ha dominado a la emperatriz Ana y ha querido ser el Richelieu de Rusia». Mucho antes de eso, el joven Biren, descrito como un abúlico escribano de mirada mansa y belleza casi muerta, va labrándose un futuro prometedor hasta que se revela el vicio que lo conducirá a la total abyección y a una condena a muerte. Biren es incapaz de resistirse a la atracción del papel, material de trabajo que le da de comer para convertirse directamente en alimento literal. Una adicción que no vio venir ni el mismísimo Antonio Escohotado.
A partir de la —tranquila— caída a los infiernos de nuestro personaje por sucumbir a la ingestión de la celulosa prohibida, Franzosini entremezcla hitos biográficos, referencias históricas y curiosidades increíbles que bien podrían desembocar en nuevas obras de su inclasificable autor. Biren va devorando misivas, tratados y documentos de papel verjurado, de seda o estucado indistintamente, sin el más mínimo deseo de oponerse a su obsesión. Del mismo modo, el lector se entrega a la prosa danzarina e irresistible de Franzosini, llenándose también el buche con su inteligencia y sus juegos formales, sus saltos en el tiempo, sus encuentros con Balzac. Indolente hacia su destino, el lector hace suya la divisa vital del escribano Biren y se deja llevar.
La fijación de Johann Ernst por el consumo de papel, aunque estrambótica y agradecida para sacarnos una sonrisa, constituye a su vez su atributo más humano. Qué somos si no la suma de nuestras obsesiones. Con cada deglución de un documento por parte de su protagonista, Franzosini nos anima a ver con más cariño nuestras debilidades, a asomar, aunque sea, medio pie al abismo, a vivir la vida saltándonos lo que se espera de nosotros. El devorador de papel hace justo eso, traza meandros en contra de la inclinación del terreno, desafía lo previsible. Franzosini, un mago del spin off, libra su guerra contra el algoritmo de los temas estudiados y manoseados y nos alista para su causa.
Escribe Balzac sobre Biren: «Ninguna noticia precisa se conserva de su infancia ni de su adolescencia, como si no se tratase de un personaje histórico sino de un personaje del todo imaginario». Ni falta que hace esa información perdida, pensaría Franzosini. Nosotros, como Biren, nos parecemos un poco a las almas muertas de Gógol. Estamos cosidos con carne que se muere y se pudre, pero gozamos de una fertilidad torrencial al alcance de un escritor que quiera manipular e inventar con nuestras vidas. En esas ranuras rayanas entre la realidad y la ficción brota el arte de Franzosini, su obsesión por lo extraño, por lo que se nos oculta a simple vista. Un canto a la libertad, a comernos todo el papel impreso y ya leído. Se trata de buscar y seguir buscando, de mirar el cuadro desde un ángulo inexplorado, de obsesionarnos con lo que nos hace felices a pesar de que se indigeste o nos miren raro. Después de terminar El devorador de papel, me creo capaz de leer de otra forma. Y por tanto, de vivir de otra forma.
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Autor: Edgardo Franzosini. Título: El devorador de papel. Traducción: Natalia Zarco. Editorial: Minúscula. Venta: Todos tus libros.


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