Si alguna vez el cine tuvo una misión, no se me ocurre mejor momento que el presente para que esa misión se ponga en marcha. Vivimos un momento tan acelerado de transformación que difícilmente encontramos un lenguaje para todo lo que aparece ante nuestros ojos cada día. En una situación así, podemos reaccionar con pasividad o rechazo, o con una combinación más productiva, como la que se puede obtener si uno transforma su vida en un cócktail de experiencia y curiosidad. Es lógico que a esta velocidad la gente mayor se niegue a aceptar el ritmo y caiga en la nostalgia y el conservadurismo. También es lógico que los más jóvenes caigan en el extremismo ideológico, porque con él el 50% de la realidad siempre está bajo sospecha y es rechazado, por aburrido, incomprensible o diferente.
Pero el capitalismo no lo es la única lacra de nuestra sociedad, ni siquiera la más importante; la verdadera lacra es saber de dónde procede mayormente ese modelo y aceptar sus reglas pese a ser conscientes de que —como dirían los Talking Heads— «we are on the road to nowhere». Es curioso que el modelo capitalista desaforado en el que vivimos provenga de una sociedad, la estadounidense, que le dio forma a imagen y semejanza del que nosotros estábamos a punto de tener en Europa, cuando las crisis, las guerras mundiales, el sectarismo nacionalista y la barbarie genocida, nos obligó a frenar y reflexionar. Por desgracia, durante muy poco tiempo. Frenamos y reflexionamos hasta que las películas y las series estadounidenses propusieron un modelo de vida que también queríamos nosotros, aunque su precio —como acabamos de descubrir— fuese desproporcionado. Vimos esas películas y esas series durante décadas, décadas de borrado y negación de los valores que imperaban en nuestras sociedades europeas (sociedades sacrificadas en bien del monstruo de Frankenstein comunitario, que al menos impedirá alguna que otra guerra civil). Esas películas y series nos hicieron vestir y actuar como yanquis, viendo hasta las tonterías más solemnes que se hacen en Estados Unidos, solo porque son estadounidenses y porque las corporaciones estadounidenses pueden controlar la distribución y exhibición del cine existente (del que solo nos hemos podido defender con tibias medidas proteccionistas) y ahora pueden incluso determinar cómo vamos a verlo todo (que será en casa, en vista de que ellos no pueden quedarse con la pasta que dejamos en las taquillas de los cines, pero sí se pueden quedar con un buen porcentaje de la pasta que pagamos por suscripciones a Netflix, Amazon Prime, HBO, Disney+, Apple TV, YouTube y vaya usted a saber).
Desde hace ya un tiempo, y viendo todo esto (que, por supuesto, puede discutirse), yo he tomado la decisión de apagar el televisor cuando aparece Donald Trump, de saltarme las noticias relacionadas con Estados Unidos cuando leo las páginas de actualidad internacional en los periódicos, y de restringir mi ingesta de producción audiovisual yanqui, con lo cual he dejado prácticamente de ver películas sobre súperhéroes, secuelas de La guerra de las galaxias, sitcoms y otras series medio en coña medio en serio, ambientas en Kentucky o en el Medio Oeste. Eso, lejos de traer perniciosas consecuencias en mi vida, me ha liberado de la apatía y la semidepresión reinantes, de discutir con mis compañeros de trabajo si el fin del mundo dará comienzo por iniciativa estadounidense o rusa; además me ha ayudado a recuperar mi fe en el cine, que este año me ha parecido el mejor que he visto en mucho tiempo, porque he intentado ver el menor cine estadounidense posible. Jack Nicholson lo dijo inmejorablemente en El resplandor: «tanta americanada no le hace bien a Jack Torrance ni a nadie, solo lo convierte en un tipo más aburrido y autoritario, y muy pronto en un psicópata». Y El resplandor, vaya por delante, se rodó en casi un 90% en Europa y la dirigió un cineasta estadounidense que no puso sus pies en Estados Unidos desde 1968 hasta su muerte en 1999 (y digo yo que por algo sería).
Pero a lo que vamos: los cánones siempre han sido incómodos. Se originaron en el seno de la iglesia, como códigos, leyes o juicios normalmente basados en las Sagradas Escrituras, y se trasladaron al terreno del arte en el siglo XVIII, durante el relevo entre la Ilustración y el Romanticismo. Santo Tomás creía que ordenaban la razón, y unos siglos más tarde Matthew Arnold se convirtió en su cómplice solo que intentando proporcionar al arte el sesgo que antes había tenido la religión: otorgándole a éste la capacidad de ordenar y mejorar nuestras vidas. Entre el canon religioso y el canon secular, la distancia siempre ha sido estrecha en cuanto a intenciones; lo que los distinguió hasta el siglo XIX fue el papel que jugaba en ellos la ciencia.
Las listas de las mejores películas del año o de la historia no duran demasiado tiempo. El tiempo hace que nuestra perspectiva sobre las cosas cambie y se enriquezca, que añadamos capítulos a la particular historia de la cultura que vamos haciendo mentalmente, a medida que vemos películas. ¿Quién habría incluido una película de Chantal Akerman, sin ir más lejos, entre sus favoritas en los años ochenta? Sin embargo, ahora Jeanne Dielman, 23 quai du Comerse, 1080 Bruxelles (1975) ocupa, según la lista de Sight and Sound de 2022, el primer puesto de las 100 mejores, después de décadas de monopolio americano, con Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940, Orson Welles) o El Padrino (The Godfather, 1972, Francis Ford Coppola) en cabeza o tocando las narices entre las diez primeras.
Cambiamos nuestros gustos y con ellos cambia nuestro canon. Al mismo tiempo, cambian también los motivos por los cuales apreciamos las cosas. Si antes nos gustaba el formalismo de los cineastas rusos, de Alfred Hitchcock o Fritz Lang, luego comenzamos a apreciar más a gente intuitiva, como Luis Buñuel, Pier Paolo Pasolini o Philippe Garrel. De las disciplinas interpretativas pasamos a las disciplinas descriptivas, y de pronto las películas nos fueron gustando por motivos en los que rara vez habíamos pensado. Incluso los contextos han ido modificando nuestros gustos. Un viaje a Tailandia hizo que las obras de Lino Brocka y Apichatpong Weerasethakul cobrasen una importancia mayor para mí. Acontecimientos como el confinamiento de 2020 me obligó a ver el cine de manera diferente, lejos de la tiranía de las salas multiplex, que ponen casi siempre lo mismo en casi todas partes, con un elevadísimo porcentaje de americanadas. Las listas dejan claras nuestras experiencias, también la amplitud de nuestros conocimientos y la profundidad de nuestra percepción. Gracias a ellas es fácil hacerse una idea sobre quiénes las elaboramos, sobre nuestras relaciones con el presente y con el pasado, sobre nuestra posición con respecto a nuestra propia cultura. Son algo parecido a un retrato robot, donde quedan insinuados los rasgos suficientes para identificar a alguien.
He de reconocer que yo, cuando hago mis propios juicios, tiendo a despreocuparme sobre su criterio de verdad o falsedad, y les otorgo a las obras de arte esa autonomía que les supuso David Hume al asumir que, cualquiera que sea nuestra actitud con respecto a ellas, encontrarán su camino hacia el futuro aunque en el pasado fueran menospreciadas y en el presente vivan en el olvido. Sé que tengo caprichosas nociones sobre la belleza, el equilibrio o la proporción, por eso me gusta tanto Peter Strickland y comienza a interesarme Lucile Hadzihalilovic. En ausencia de un dios al que obedecer, una academia a la que servir o una publicación a la que deba proporcionar simplemente contenido, yo diría que las veinte mejores películas que vi este año pasado fueron:
- REFLET DANS UN DIAMANT MORT (2025, Hélène Cattet y Bruno Forzani)
- RESURRECTION (2025, Bi Gan)
- EL DOSIER MALDOROR (Maldoror, 2024, Fabrice Du Welz)
- ON FALLING (2024, Laura Carriera)
- RECIÉN NACIDAS (Jéunes meres, 2025, Luc y Jean-Pierre Dardenne)
- CAJA DE RESISTENCIA (2024, Concha Barquero y Alejandro Alvarado)
- UN SIMPLE ACCIDENTE (یک تصادف ساده, Yafar Panahi, 2025)
- UNA ALEGORÍA URBANA (Allégorie citadine, 2024, Alice Rohrwatcher y JR)
- LO QUE ENCONTRARON (What They Found, 2025, Sam Mendes)
- MIROIRS NO. 3 (2025, Christian Petzold)
- VALOR SENTIMENTAL (Sentimental Value, 2025, Joachim Trier)
- LOS SUDARIOS (The Shrouds, 2024, David Cronenberg)
- ON BECOMING A GUINEA FOWL (2024, Rungano Nyoni)
- EL AGENTE SECRETO (O agente secreto, 2025, Kleber Mendonça Filho)
- DIE MY LOVE (2025, Lynne Ramsay)
- UNA CASA LLENA DE DINAMITA (A House Full of Dynamite, 2025, Kathryn Bigelow)
- LAS HABITACIONES ROJAS (Les chambres rouges, 2023, Pascal Plante)
- TIEMPO COMPARTIDO (Hors du temps, 2024, Olivier Assayas)
- EL IDIOMA UNIVERSAL (Una Langue Universelle, 2024, Mathew Rankin)
- EL HORIZONTE DESAPARECE (Yeni șafak solarken, 2024, Gürcan Keltek)
Este año he visto películas que han suscitado interés e incluso admiración entre mucha gente y que a mí, sin embargo, me han dicho poco o nada, de ahí que no aparezcan en mi lista, hablo de Los pecadores, Una batalla tras otra, The Mastermind, 28 años después, Confidencial (Black Bag), Nosferatu o Frankenstein. Otras no las incluí porque me puse un límite de veinte, por eso no están Tres amigas, La Tour de glace, Pepe, Cloud, Hamnet, April, Dry Leaf, Weapons, Adolescencia, Warfare, Tardes de soledad, The Brutalist, Misericordia, Sirat, Eddington, Alpha, La trama fenicia, Relay, La voz de Hind, Ciudadanos soberanos, Train Dreams, Aún estoy aquí o Blue Moon. Y hay otras que tengo pendientes y que seguramente habrían entrado en la lista si las hubiese visto, como Father Mother, Sister Brother (2025, Jim Jarmusch), Nouvelle Vague (2025, Richard Linklater), The Fishing Place (2025, Rob Treguenza), Pavements (2025, Alex Ross Perry), Marty Supreme (2025, Josh Safdie), No Other Choice (2025, Park Chang-Wook), Sorry, Baby (2025, Eva Víctor), Rose of Nevada (2025, Mark Jenkin), Remake (2025, Ross McElwee), Cover-Up (2025, Laura Poitras), Nuestra tierra (2025, Lucrecia Martel), The Annihilation of Fish (2025, Charles Burnett), Orwell 2 + 2 = 5 (Raoul Peck), Primera pessoa do plural (2025, Sandro Aguilar), Los domingos (2025, Alauda Ruiz de Azúa), Los tigres (2025, Alberto Rodríguez), La cronología del agua (2025, Kristen Stewart), Estrany riu (2025, Jaume Claret Muxart), Kontinental ’25 (2025, Radu Jude), The Testament of Ann Lee (2025, Mona Fastvold), El día de Peter Hujar (2025, Ira Sachs) o Flow (2024, Gints Zilbalodis). Como me interesan poco Hong Sang-soo, Yorgos Lanthimos, Carla Simón, Jaime Rosales, Lav Diaz o Lois Patiño, no los menciono y tendrán que ser otros quienes valoren sus trabajos. Yo he llegado hasta aquí y por este año no daré un paso más.
Una última observación: incluí una sola película estadounidense entre las 20 que más me gustaron este año y lo hice no solo porque es buenísima sino también porque trata sobre una posible guerra nuclear aguardándonos a la vuelta de la esquina. Bien, lo que más me gusto, además de los buena que es, fue el hecho de que la primera bomba atómica iba a caer en Estados Unidos. Me pareció una manera inmejorable de proponer un nuevo principio para el mundo desde un plano ficticio y, ya que nos ponemos, para la historia del cine.



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