Hay libros que no necesitan gritar para hacerse oír. El abuelo Elo y la nube Lucinda, de Álvaro Colomer, ilustrado con dulzura por Eva Poyato, es uno de ellos. Sencillo en su apariencia, hondo en su corazón, este cuento esconde una lección de fondo: se puede hablar de lo más difícil sin alzar la voz.
El punto de partida es desarmante: Elo, un anciano solitario, encuentra en el monte una nube temblorosa a la que decide cuidar. La bautiza Lucinda. A partir de ahí, el cuento deja de ser solo una historia fantástica y se convierte en algo más raro: una parábola luminosa sobre el paso del tiempo, la ternura, el juego como forma de resistencia y la muerte como despedida suave.
Lucinda no es solo una nube. Es símbolo, presencia, espejo, consuelo. Con ella, Elo recupera la risa, la memoria, el impulso de hacer travesuras y mirar el mundo con ojos nuevos. Lucinda llovía sobre los vecinos que no recogían las cacas de los perros, y el abuelo Elo desinflaba los neumáticos de los coches aparcados en las zonas destinadas a los juegos infantiles. Pero no se queda ahí: su energía despierta también algo dormido en el pueblo. Los ancianos, hartos de ser tratados como objetos con calendario, se rebelan. Y lo hacen como solo los cuentos saben hacerlo: con gracia, con bastones, con desobediencia tierna.
Uno de los capítulos más audaces retrata esta revolución de la tercera edad: toman fuentes públicas, bloquean bancos, secuestran —sin violencia— un autobús sin rampa adaptada para personas mayores o con discapacidad. Todo con el objetivo de ser vistos, tenidos en cuenta, volver a jugar el mundo. Es un episodio divertido, pero también crítico, lleno de lucidez social y de ternura política. Como si Benedetti hubiera pasado por una escuela infantil.
Pero es en el capítulo final donde el libro revela su verdadera naturaleza. Elo sobrevuela los lugares de su vida acompañado de Lucinda: la casa donde nació, la piscina del primer beso, el banco donde declaró su amor, el cementerio donde yacen sus padres… y, por último, la ventana donde su nieta juega con un perrito, ajena a todo.
La escena evoca, de forma inevitable, Cuento de Navidad, de Charles Dickens, donde los espíritus de las Navidades pasadas y presentes guían al señor Scrooge desde las alturas por los escenarios de su propia vida, por los recuerdos que la han marcado. En el libro de Colomer no se menciona la palabra “muerte”. No hace falta.
«Durante el vuelo había comprendido que la nube había descendido del cielo para buscarlo a él, y solo a él, y a nadie más que a él, y que ahora había llegado el momento de empezar el viaje».
—¿Estoy preparado? —murmuró de pronto el abuelo Elo.
—Sí, vámonos.
Ese “vámonos” es el suspiro más hondo del cuento. No hay drama, ni lágrimas, ni cielos encapotados. Hay aceptación, belleza, un último juego: irse sin hacer ruido, pero dejando todo encendido.
La prosa de Colomer es contenida, limpia, sin afectación. No subestima al lector infantil, pero tampoco lo agobia con metáforas. Escribe con ritmo, con oído, con un respeto raro por lo que no se dice. Eva Poyato, por su parte, aporta ilustraciones que no solo adornan sino que acompañan, iluminan y sostienen. En sus trazos hay color, pero sobre todo tacto.
En casa, mi hijo Blas, de nueve años, ha leído este libro con una mezcla de entusiasmo y recogimiento. Algunas páginas le han hecho reír, otras lo han dejado en silencio. Le pedí que eligiera un fragmento para leer en voz alta, y lo grabé en el departamento de Lengua y Literatura de mi instituto, justo después de recogerlo de natación. Sale con el pelo aún mojado, concentrado en las palabras del segundo párrafo del primer capítulo: veinte segundos de voz infantil que se posa sobre una frase que quizá un día recuerde sin saber por qué. Ese vídeo acompaña esta reseña. Una nube que arropa no solo a Elo, sino también a quien se acerque al cuento sin prejuicios.
El abuelo Elo y la nube Lucinda no explica la muerte: la acompaña. No explica la vejez: la dignifica. Y no explica el juego: lo convierte en resistencia. Es un cuento y también un abrazo demorado a quienes nos trajeron hasta aquí.


¡Muy dulce TODO!
Me gusta la idea de lo lúdico como
resistencia.
Me gusta la idea de repensar qué hacemos con los viejos ; o sea , con nuestro futuro cercano.
Los viejos son tratados como objetos y las sociedades estupidizadas con la modernidad (sin un piso y sin recursos que permita el funcionamiento CORRECTO de lo TECNOLÓGICO)
los obliga a desarmarse y volver a armarse bajo otros códigos obligatorios.
Las sociedades progre- los vuelven dependientes; no independientes.
LOS slogans SON LLAMATIVAMENTE
VACÍOS.
La vejez es problemática:está rebalsada de tramiterío inútil.
Ellos, los viejos que vamos a ser todos, no creen en haditas, lámparas ni en ogros.
Llegar a la vejez es haber recolectado varios trozos de vidrio que cubrían las apariencias.
Sabrina, gracias por una lectura tan certera. Has puesto palabras a cosas que apenas se intuían entre líneas: lo lúdico como resistencia, la vejez como un territorio de dignidad aún por reconquistar. Me alegra mucho que un texto tan breve haya despertado una reflexión tan profunda.
Gracias! El concpto-eje es
D I G N I D A D .