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¿Una sociedad enferma?

Una de las paradojas más notables de esto que llamamos sociedad o estado del bienestar es que cada vez produce un malestar más acusado y extendido. Hasta tal punto que el concepto antedicho —ese pretendido bienestar— debe coexistir con una situación que muchos han descrito como “cultura o sociedad de la queja”, sin que se haya reparado lo suficiente en la patente contradicción entre esta última, cuando se convierte en estructural, y la supuesta satisfacción que debía dispensarnos teóricamente el medio social en el que vivimos.

Cada vez más colectivos o sectores concretos alzan su voz para denunciar como intolerable tal o cual estado de cosas. La propia crisis de las democracias de un confín a otro del globo es la expresión última de ese malestar, que va acompañado, no por casualidad, por una creciente desconfianza en las élites rectoras tradicionales. La demagogia, el populismo y hasta las mismas tentaciones autocráticas no son más que la expresión de una desconfianza generalizada que se traduce en anomia y anarquía.

Si seguimos con las paradojas, no me resisto a mencionar que esta sociedad petulante y narcisista, que cree estar de vuelta de todo, necesita que le canten algunas verdades. Pero verdades básicas, como de alumno de primaria, esas que da hasta un poco de pudor mencionar, como que los derechos no se sostienen sin los correspondientes deberes o que la libertad se convierte en caos si no va seguida de responsabilidad. Debido a ello, ensayos o planteamientos que hasta hace bien poco hubieran pasado por elementales, se hacen en este contexto más necesarios que nunca. De ahí la avalancha editorial sobre estas cuestiones, de la que quiero dar una brevísima muestra para los interesados en el tema.

"¿Cómo hacerse oír en tono moderado cuando todo el mundo grita? ¿Qué posibilidad de prosperar tiene una argumentación meditada en un medio dominado por los arrebatos sectarios y viscerales?"

Victoria Camps, una ensayista de larga trayectoria, acaba de publicar La sociedad de la desconfianza: Cómo recuperar la confianza en un mundo sin dimensión moral de la política y la vida cotidiana (Arpa). Desde el propio título se transparenta su talante constructivo, optimista incluso. Lo explicita la propia autora: «Me he propuesto no escribir un libro pesimista sino confiado». Invocar principios éticos está bien, pero desde Kant sabemos que «ser» y «deber ser» son tan distintos que a menudo devienen antitéticos, por no decir incompatibles en el terreno social.

Nos encontramos, por tanto, ante la típica aporía que debe afrontar un ensayista que se preste al mencionado empeño sin renunciar a sus principios y valores, y sin caer en aquello que pretende denunciar. ¿Cómo hacerse oír en tono moderado cuando todo el mundo grita? ¿Qué posibilidad de prosperar tiene una argumentación meditada en un medio dominado por los arrebatos sectarios y viscerales? ¿Qué papel desempeñan hoy día los planteamientos éticos y filosóficos clásicos frente a los algoritmos y las redes sociales?

En última instancia, ¿se puede ser moderado en un mundo cada vez más polarizado? Ya que aludo a ese concepto de moderación, aprovecho también para mencionar que acaba de salir un opúsculo de Diego S. Garrocho que se puede leer como reflexión complementaria al libro de Camps: Moderaditos: Una defensa de la valentía política (Debate). El extremismo y la polarización, leemos aquí, han «construido refugios identitarios en los que sentirnos a salvo». Lo que algunos analistas señalan como desconfianza es, para Garrocho, dando un paso más, «un pánico inconfeso con el que además se intenta impugnar la realidad». Por eso precisamente la moderación, lejos de ser simple equidistancia, es «valentía política».

"Se preguntarán qué medidas concretas propugna Camps para salir de la crisis actual o en qué bases se sustenta su contumaz esperanza. Me temo que si es eso lo que buscan, no lo encontrarán en estas páginas"

Volviendo al ensayo de Victoria Camps, encontramos que esa moderación en forma y fondo se encarna de modo recurrente en el concepto de esperanza, auténtica piedra de toque de su reflexión. Esperanza en primer lugar en el ser humano, tanto a nivel individual como colectivo. Esperanza en la capacidad y los recursos del ser racional para orientar o, en las presentes circunstancias, para reorientar su vida de acuerdo con unos valores como libertad, respeto, tolerancia, cooperación o solidaridad. Valores estos que se impondrán, no como resultado de proclamas buenistas, sino por convencimiento y por su virtualidad para una vida mejor. Aunque el pesimista sonría y mantenga que no hay motivos para la esperanza, la autora se reafirma: «Sin esperanza tampoco se avanza ni en la reflexión ni en el progreso moral».

Llegados a este punto, se preguntarán qué medidas concretas propugna Camps para salir de la crisis actual o en qué bases se sustenta su contumaz esperanza. Me temo que si es eso lo que buscan, no lo encontrarán en estas páginas, porque no es el propósito de la autora entrar en ese terreno. Nos hallamos ante una reflexión ética, no ante un programa político. La pregunta entonces sería: ¿estamos aún a tiempo de que nuestro modelo de convivencia y disfrute de libertades, esto es, lo que llamamos democracia y estado de derecho, no pierda los principios éticos que han sido su razón de ser y que constituyen en último término la razón de su superioridad sobre otros sistemas?

"A su manera, no ya los ensayos, sino las obras de ficción también reflejan el profundo malestar que genera este mundo enloquecido que habitamos"

La respuesta es rotunda: sí, sin duda. Así se ha manifestado en la historia: «La humanidad ha progresado moralmente». Y esa misma convicción mantiene activa, aunque sea débilmente, «la conciencia de que hay todavía un montón de situaciones que no deberían tolerarse desde un punto de vista moral». No finjamos ser más ignorantes de lo que somos: «Sabemos de sobra qué falla en nuestro mundo. Y sabemos también que lo que falla se corrige agregando voluntades, cuantas más mejor». Ese es el propósito, el objetivo. A partir de ahí queda todo lo demás. Cabe, pues, la esperanza, claro está. Pero, tal como están las cosas, también la cautela.

A su manera, no ya los ensayos, sino las obras de ficción también reflejan el profundo malestar que genera este mundo enloquecido que habitamos. Me limitaré a dos muestras muy recientes. En Mil cosas (Anagrama), Juan Tallón realiza un certero retrato de las urgencias que se acumulan en la vida en cualquier ciudadano de clase media urbana en los tiempos que corren. Las exigencias del trabajo, el tráfico, las citas, los horarios, las obligaciones familiares, el cuidado de los hijos, la comunicación con la pareja, las compras, las comidas, los vecinos, las relaciones laborales, el móvil que no para de sonar o dejar mensajes, Internet, las pantallas omnipresentes y hasta el calor sofocante de un día de verano se concitan en una mezcla explosiva que puede producir una tragedia absurda. Después, cuando ya nada tiene remedio, nos preguntamos cómo ha sido posible…

"Lo peor, con todo, no es que tantos estén tan mal, sino que nos afanemos en tratarlo como dolencias individuales en vez de considerarlo como lo que es, un inmenso fracaso social"

En Las buenas noches (Seix Barral), Isaac Rosa aborda el problema de las malas noches, esas noches horrendas en las que es imposible conciliar el sueño, porque uno es joven, porque uno es viejo, porque uno está en la mediana edad, por el estrés, por la abulia, por la emoción, por el trabajo, por las vacaciones, porque hace calor, porque hace frío… El insomnio, como es sabido, es uno de los síntomas más recurrentes del malestar social, la expresión por antonomasia del desasosiego que carcome nuestra vida. La ficción de una pareja unida por el insomnio esconde, como sospechamos, la base real de ese trastorno social. «Cuando no puedes dormir, te sientes solo en la noche, te parece que todo el mundo duerme menos tú. Pero no es así». En efecto, es un problema individual, pero en el fondo no lo es. Parece una enfermedad pero es otra cosa. Lo peor, con todo, no es que tantos estén tan mal, sino que nos afanemos en tratarlo como dolencias individuales en vez de considerarlo como lo que es, un inmenso fracaso social.

Quizá tanto insistir en las comparaciones sanitarias, en la similitud con trastornos particulares o en patologías conocidas, nos despiste en vez de ayudarnos. No hay tantos enfermos mentales como seres aislados, desprotegidos, marginados, sometidos, humillados, perseguidos… No tenemos tanta necesidad de medicamentos cuanto de luchar por un cambio en las condiciones sociales. Si el malestar es político, lo que se impone es una politización del malestar, con todas sus consecuencias.

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