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Zanahoria y palo en el sistema económico del libro

Zanahoria y palo en el sistema económico del libro

Bien observado, las plataformas digitales parecen practicar la misma economía que el premio Planeta, pero a lo grande. Por supuesto, tienen que premiar algunos contenidos muy consumidos por muchas personas. En esos pocos concentran un gran capital, se diría que por encima de su valor económico real. No les liquidan cantidades según lo que “venden”, posiblemente les den incluso más, como las editoriales, que lo hacen por adelantado. Pero pueden hacerlo porque al resto de los que participan y aportan en las plataformas les liquidan muy poco o nada en absoluto, y tienen todo el poder necesario para decidir lo que reparten y lo que se quedan siempre que beneficien a los que más poder, por sus números, atesoran. Huelga decir que el poder del número de consumidores no es el poder del pueblo, aunque tanto las plataformas como la “literatura comercial” se han vendido como una magnífica “democratización”.

Lo llaman democratización (aunque se trata de un poder que nada tiene que ver con la democracia, sino con el sistema económico), y se trataría de una democratización que nos haría libres, pero la pasta es para los oligarcas, y los individuos que se “liberan” van entrando por un callejón sin salida. Es una trampa: a cada paso que dan en el interior de la democratización, de la liberación, se encuentran más cautivos y desarmados. El premio a unos poquitos es para mantener la ilusión (del trilero) y que sigan aportando y jadeando otros muchos navegantes, todos esos que mandan manuscrito al premio Planeta sin saber que no tienen la menor opción, por ejemplo. Las bases del premio para que la gente se presente, en realidad forman parte de la operación de marketing: son publicidad, como cuando dicen cuántos manuscritos se han presentado al premio. Eso sirve para decirle al mundo que el premio Planeta y las plataformas (“tenemos tantos usuarios”) son objeto del deseo de muchas personas, condición indispensable para vender. Para que te compren hay que ser deseados. En las plataformas basta con que participes —subiendo contenido, por ejemplo, o siguiendo a alguien— para que ya estés comprando su producto. El deseo de los otros les cotiza, del mismo modo que el deseo de los otros es lo que nos cotiza a nosotros. Pero si uno de nosotros se trabajase el deseo de los otros mediante trampas, sería sancionado, porque no es honesto.

"En primer lugar se dispone el deseo, que es el santo grial de los simples publicistas. Finalmente, he ahí un libro deseado por mucha gente"

Las trampas, sin embargo, se encuentran en la naturaleza misma del premio Planeta, pero además están a la orden del día en el mercado editorial. Esto es un secreto a voces entre los escritores desde hace mucho tiempo, y lo ha venido a poner negro sobre blanco el editor Enrique Murillo, tanto en su libro Personaje secundario como en su artículo —carta abierta— “Querido ministro de cultura”, en el que denuncia que la ley de propiedad intelectual de 1987, según la cual la editorial debe entregar al autor un certificado de impresión en el que conste el número de ejemplares impresos de su libro, nunca se ha cumplido por parte de las editoriales. Sí, los escritores no saben cuántos ejemplares se hacen de sus libros, y además tienen que fiarse del editor en cuanto a la cifra de ventas. Como señala Enrique Murillo, esto genera desconfianza. Como diría el sabio Pepe Esteban, editor y maestro de editores, además de escritor, los editores son todos unos piratas. Eso no quita que, en la desconfianza, escritores y editores nos necesitemos y nos queramos, a nuestra manera particular, solo que las oficiosas —en absoluto oficiales— reglas del juego no nos lo ponen fácil.

En el premio Planeta, que maneja el deseo de los consumidores como cualquier plataforma digital, tenemos un buen ejemplo de cómo es el sistema económico-cultural en el que vivimos. Presume de ser popular (vende de sí mismo que no es elitista), premia al que tiene más posibilidades de vender (no al mejor cualitativamente hablando), y prima el gusto de los más aunque no sea el suyo un criterio que se sustente en el conocimiento y en el bien común, sino todo lo contrario, un criterio desconocedor e inconsciente. El premio Planeta es “comercial” y “popular”, pero quiebra la idea de “bien común”, que es lo que realmente importa. Se sustituye lo que es en beneficio de todos (la voluntad de dar con una gran obra literaria, por ejemplo, lo que, en última instancia, constituiría un beneficio para la humanidad en su conjunto), por lo que una masa de gentes está dispuesta a consumir en un momento concreto. Se toma lo que es universal, y por lo tanto para todos, y se sustituye por lo que le interesa a una empresa para vender, es decir, la nada, tan solo lo “deseado” por el consumidor, un consumidor víctima de trampas, engañado, objeto de un fraude. En primer lugar se dispone el deseo, que es el santo grial de los simples publicistas. Finalmente, he ahí un libro deseado por mucha gente. Eso es lo único que se propicia, por interés de la empresa. Un producto deseado por muchos, aunque no valga. Se apela a una lógica averiada: si la gente lo compra, el libro sí vale.

"En el caso de las plataformas digitales, van a por los que no saben, van a por los que no conocen, van a por aquellos cuya ética es débil"

Para desenmarañar el asunto del premio Planeta o de las plataformas hay que “conocer”, pero tanto Planeta como los oligarcas tecnológicos fomentan la ignorancia para hacer caja. No son exactamente indiscriminados. En el caso de las plataformas digitales, van a por los que no saben, van a por los que no conocen, van a por aquellos cuya ética es débil y fácilmente quebrantable mediante una simple promesa de liberación (“no envíes tu manuscrito a una editorial convencional, libérate, auto publícate, sé el dueño de tu destino”), y en el caso del Premio Planeta (y algunos otros) esto mismo se hace mediante el brilli brilli de un premio bien cargado de euros (1.000.000) y de supuesto glamour: la fama prometida al inocente neófito que nada sabe de la realidad de dicho galardón.

No hay un solo escritor al que se le ocurra enviar un manuscrito de novela al premio Planeta, pues todos saben que eso no funciona así. Es conocido que importantes escritores han recibido la oferta de ganarlo por parte de la editorial y lo han rechazado, no han aceptado ni por el millón de euros que significa, pues a según qué escritor le puede resultar difícil reponerse del deshonor de participar en un amaño público de semejante magnitud. Pero vienen las nuevas generaciones, y en su ADN se encuentra ya el chip del irrespeto a todo aquello que no coseche una buena suma. Es tan probable que desprecien a los escritores que no hayan obtenido el Planeta como que respeten a los que sí, antes de saber si aquello que hay en el papel les merece la pena. Y cuando unos pocos de ellos se asomen a esos libros y resulte que no les merezca la pena, ¿se irán a no-leer, es decir, a cualquier otra cosa?

"A los lectores de este artículo les extrañará, supongo, que los escritores se dejen sustituir en el mundo editorial por famosos que no escriben"

Entre los argumentos que llevan años circulando en defensa del premio Planeta se encuentra aquel de que, gracias a la literatura comercial, las editoriales pueden publicar lo que no lo es. Lo más probable es que esto no sea cierto. Planeta, más bien, estaría haciendo lo mismo que las plataformas digitales, es decir, concentrando un gran capital entre muy poquitos y convirtiendo todo lo demás en una contribución onerosa a su gran negocio. De hecho, la literatura de hoy, en su amplia mayoría, la están publicando los sellos independientes surgidos en las últimas décadas, mientras una enorme cantidad de sellos de Planeta se dedican a replicar más o menos el modelo del Premio. Le hacen libros a los famosos. Confeccionan libros para algún nicho de mercado —nada que ver con la literatura— para que finalmente los firme no una “firma” conocida, sino una “cara” conocida. Se detecta ya, a estas alturas, que la gente considera realmente que los famosos con libro son escritores, cuando en el medio literario y de la industria del libro sabemos que las editoriales negocian los premios “comerciales” con el famoso que les interesa y, si es necesario, le ponen a alguien, bien a escribir el libro, bien a ayudarlo con su escritura.

A los lectores de este artículo les extrañará, supongo, que los escritores se dejen sustituir en el mundo editorial por famosos que no escriben o que lo hacen asistidos, como lleva sucediendo in crescendo ya desde hace unos cuantos lustros. Pero de los escritores no se puede esperar una acción colectiva, no seríamos escritores si actuáramos, por ejemplo, como guionistas de Hollywood, porque además ni siquiera así tendríamos el menor poder ante la industria. Esto es algo que la gente en general ni sabe ni puede entender. Una editorial como Planeta le dice al “público”, publicitariamente, que un famoso es autor de un libro, incluso que un famoso es escritor, y el común no se cosca de que pueda haber gato encerrado. Finalmente, se está produciendo la identificación famoso-libro, famoso-escritor, y nadie dice que el famoso, como escritor, se encuentra desnudo.

"La literatura también es memoria y a través de ella profundizamos en el tiempo"

De seguir así, previsiblemente, las consecuencias serán cada vez peores. La fama, hoy, es algo muy ordinario, no se requiere un gran valor en nada para ser famoso, y el famoso nunca se ha preparado para ser escritor, pero los libros que salen con su firma acaban por delante de todos en las librerías. Si la fama, esa ordinariez, es el valor que usan las principales empresas de la industria del libro para hacer negocio, da igual que haya muchos sellos independientes publicando literatura y ofreciendo lo mejor de los escritores de hoy: cada vez los escritores de hoy tendrán un valor menor, cada vez se encontrarán más igualados (por abajo) a cualquier advenedizo oportunista sin valor alguno, y en las alturas del sistema, allí donde se encontrarán únicamente los famosos en forma de élite del mercado del libro, solo restará el vacío de conocimiento, legitimado por el “éxito”.

Ese vacío de conocimiento es un verdadero peligro, me parece. Es un vacío ético. La buena literatura es, sobre todo, un matizado descubrimiento de la ética —no hace tanto que lo señalaba Fernando Savater—, una ética que se nos prende por medio de la emoción de los textos, una emoción que lo es ante la belleza o ante las vicisitudes y reflexiones de los personajes en una historia. La buena literatura, además, dispone lo disperso del mundo de un modo que lo podamos asir, que se nos revele y pueda ser comprendido por nosotros en profundidad. En esto la literatura no tiene competidor, no hay sustituto cabal a la literatura. Nada se puede comparar, por ejemplo, con la posibilidad de asistir en un texto a cómo Gonzalo Celorio revisa los ejemplares de la biblioteca de Julio Cortázar, Celorio avistando y reflexionando los subrayados de Cortázar, leyendo sus notas a lápiz o a bolígrafo de cualquier color en los márgenes de las páginas, Celorio dialogando con Cortázar, que a su vez dialoga con los autores de los libros que lee; ahí el mundo de Celorio, el de Cortázar y el de los libros que leía Cortázar, porque la literatura también es memoria y a través de ella profundizamos en el tiempo.

"En esto las plataformas digitales son aún peores: en las plataformas digitales todo lo que importa es número"

A la población, sin embargo, se le ha dicho que la literatura es para “entretenerse”, para “pasar el rato”, y claro, casi cualquier cosa puede servir para eso. ¿Por qué coger un libro para entretenerse si, antes que leer, hay cientos de cosas entretenidas, por las que me siento más atraído? De ese dislate de convertir la literatura en un producto de entretenimiento, la industria del libro ha pasado a producir ingentes cantidades de productos para gente que no lee, esas personas que apenas compran un libro al año y es el mismo que parece que está comprando todo el mundo. Comprar pero no leer. El libro convertido en simple producto de comercio, casi que de usar y tirar. Es lo que a la industria del libro le conviene. En esto las plataformas digitales son aún peores: en las plataformas digitales todo lo que importa es número.

Lo humanista —el bien común— no es el objeto libro en sí, sino lo que hace un escritor al tratar de escribir una obra que pudiera perdurar en el tiempo y ser importante tanto para lectores de ahora mismo como para lectores del futuro. Ello está en la ética del escritor. Lo humanista —bien común— es también lo que hace un editor que busca para publicar aquel libro que según su entrenado criterio es excepcional y será importante para los lectores en adelante. Ello se encuentra en la deontología del editor.

Pero ahora ser éticos, aferrarnos a la deontología profesional, nos hace muy mayores. El sistema económico del libro (trilero de zanahoria y palo) ha quebrado definitivamente nuestra ética.

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Pablo75
Pablo75
10 horas hace

Excelente artículo que debería leer Raúl Alonso, capaz de escribir en este mismo sitio que “los premios no reflejan la literatura, la crean”.