Parece mentira, pero han pasado casi tres décadas desde que Abierto hasta el amanecer irrumpió como un estallido de pólvora en la cultura popular, mezclando géneros con la despreocupación de quien no necesita pedir permiso. La película de Robert Rodriguez, escrita por Quentin Tarantino, nunca fue un simple ejercicio de estilo: era y sigue siendo una travesura hecha celuloide, una fuga continua hacia adelante que se permite lo que muchos filmes no se atreven a intentar. En un mismo plano, sin pestañear, caben el thriller fronterizo, la road movie desesperada, el western fronterizo y la fantasía sangrienta más excesiva. Aquel viaje de los hermanos Gecko, arrancado a golpe de violencia, deriva hacia un universo en el que la ley narrativa se derrumba para dar paso a otra distinta, tan inesperada como liberadora. Es una de las películas de vampiros más curiosa y divertida que se hayan rodado jamás, precisamente porque nadie, ni siquiera sus protagonistas, parece advertir el precipicio genérico que aguarda al otro lado de la puerta del bar.
El rodaje fue también un fragmento del folclore cinematográfico noventero, con George Clooney aún en el filo entre estrella televisiva y actor de cine llamado a otra liga. Clooney aceptó el papel de Seth Gecko porque necesitaba romper la imagen de buen chico que le había dado Urgencias. Aquella cicatriz en el cuello, tatuada como una serpiente que se enrosca en su figura, era casi un manifiesto de intenciones: había llegado la hora de ensuciarse. Quentin Tarantino se reservó para sí el papel del hermano menor, Richie, no tanto por narcisismo como por convicción de que nadie podía interpretar mejor a un psicópata silencioso con delirios recurrentes que él mismo. El contraste entre ambos —el criminal frío y el enfermo moralmente inestable— vertebra la primera mitad de la película, ese thriller que juega a ser contenido antes de incendiar su propia estructura.
El giro que parte la cinta en dos mitades irreconciliables fue muy discutido desde el principio. Los productores temían que el público no aceptara semejante ruptura, pero Rodriguez insistió en que la fuerza residía precisamente en ese salto de fe. De repente, todo lo que se había construido con un pulso casi realista se pulveriza al entrar en el bar «La Teta Enroscada». La aparición de Salma Hayek como Satanico Pandemonium es uno de esos momentos que condensan una época: la danza con la serpiente, la iluminación rojiza, el sudor como si la cámara fuera una sauna y la mirada hipnótica que desafía al espectador. Hayek confesó tiempo después que tuvo que beber varias copas de tequila antes de rodar la escena, porque su fobia a las serpientes la tenía paralizada. Rodriguez lo recordaba riendo, como una tarde de tensión y alcohol en la que todo salió mejor de lo esperado.
El universo que se abre tras la metamorfosis vampírica es puro Rodriguez: excesivo, juguetón, casi artesanal. Cada criatura está modelada a mano, cada explosión de sangre responde a una mezcla cuasi culinaria de jarabes y tintes, cada miembro cercenado tiene el tacto natural de los efectos prácticos previos al reinado digital. Ese encanto táctil de la película es quizá uno de los motivos por los que envejece con tanta dignidad. La violencia plástica, casi carnavalesca, tiene más que ver con el espíritu de la serie B clásica que con las superproducciones actuales. En ese contexto, detalles como el arma de Tom Savini —una pistola integrada en un suspensorio— parecen una broma interna dirigida a los amantes del cine de explotación. Nada es serio y, sin embargo, todo importa dentro del pacto ficcional.
La película, además, funciona como un pequeño archivo cultural del México imaginado por Hollywood: un territorio donde los fugitivos creen que podrán desaparecer, donde la noche es peligrosa pero liberadora, donde incluso los locales de carretera parecen diseñados para un videoclip de rock fronterizo. Tal vez por eso resulta tan curioso que hoy en día el nombre del filme aparezca a veces en listas sobre curiosidades turísticas, recomendaciones nocturnas e incluso artículos que comparan la vida nocturna con los juegos de casino en México, como si aquel bar imposible hubiese plantado una semilla en el imaginario del viajero. El exotismo inventado por Rodríguez terminó siendo una postal involuntaria que sigue circulando.
Treinta años después, la película conserva ese magnetismo que no se explica en los manuales. Sus defectos son parte de su identidad, igual que su mezcla imposible de tonos. Tiene el descaro de las obras que no buscan agradar a todos y que, por eso mismo, encuentran su público natural. La secuencia final, cuando la cámara revela el origen milenario del bar y los restos que se desmoronan bajo la fachada del local, deja una sombra de misterio que sigue creciendo con el tiempo. Quizá por eso la película continúa viva: no cierra nada, no ordena nada, no moraliza. Solo devuelve al espectador la experiencia pura del cine como aventura improbable, como salto sin red que se disfruta precisamente porque podría haber salido mal. En ese riesgo, en esa alegría del descontrol, sigue habitando su fulgor.


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