Haber ganado en un mismo año los premios Nadal y Mariano de Cavia, en España, y en la Argentina la Pluma de Honor de la Academia Nacional de Periodismo, no es una mera casualidad. Es, sí, la confirmación de que Jorge Fernández Díaz ha alcanzado su consagración como periodista y escritor y ha consolidado una obra que combina hondura con originalidad, elegancia con impacto y calidad con coraje.
Los premios constituyen una trilogía que simboliza, de algún modo, un talento multifacético: el Nadal —que han recibido, en el último siglo, escritores de la talla de Francisco Umbral, Manuel Vicent, Juan José Millás y Juan José Saer— es un reconocimiento al novelista exquisito, versátil, innovador. El Cavia —en el que lo preceden figuras descollantes como Julián Marías, Camilo José Cela, Mario Vargas Llosa, Arturo Pérez-Reverte, Javier Cercas y Fernando Savater— premia la valentía de un periodista capaz de navegar contra la corriente y de analizar e interpretar los hechos de su tiempo desde una perspectiva única. La Pluma de Honor de la Academia distingue, además de esos valores, un estilo depurado, singular, inconfundible. Son premios que iluminan, entonces, las distintas aristas de una trayectoria periodística y literaria que ha trascendido las fronteras.
Trazar un perfil de Jorge Fernández Díaz exige una exploración por mundos diversos. Representa al cronista cabal, al profesional de curiosidad rigurosa e insaciable, al buscador de datos y al lector amplio y voraz. Pero también pertenece a esa estirpe singular de los intelectuales que se han forjado a sí mismos, no en los circuitos tradicionales de la academia, sino en la búsqueda ecléctica y arriesgada de una manera propia de mirar el mundo, sin renunciar por eso al estudio metódico y sistemático de los temas fundamentales de hoy y de siempre.
La obra de Fernández Díaz es un territorio en el que la política se encuentra con la historia, la literatura y el cine para proponer una mirada más amplia, más honda y de mayor espesor. Su producción periodística, que tiene la puntualidad del artículo semanal, pero que también vibra con la noticia imprevista y el hecho conmovedor, es una especie de gran ensayo sobre la turbulenta peripecia argentina. En él se combinan la interpretación y el análisis con un fuerte compromiso con los valores esenciales del republicanismo democrático.
La firmeza en esa posición lo ha llevado en las últimas décadas a pararse en lugares incómodos. Lo ha hecho con valentía, pero también con entereza, sin hacerse el distraído, pero a la vez sin victimizarse. Ha enfrentado con dignidad el insulto y la descalificación del poder. Y ha pagado costos personales y profesionales por no plegarse a los coros acomodaticios que se forman al amparo de los oficialismos de turno. En su carrera ha recorrido todos los peldaños del oficio periodístico, desde cronista raso hasta director de medios, pero lo más valioso quizá no haya sido ese escalafón sino el espíritu innovador con el que ha transitado distintos géneros profesionales. Es, hoy, uno de los articulistas políticos más influyentes de la escena nacional, como lo confirmó, en enero pasado, la encuesta anual de Poliarquía que lo ubicó entre los cinco periodistas más destacados del país. Pero es, además, una de las voces más originales de la radio, donde lleva más de diez años al frente de Pensándolo bien, un programa que ha rescatado el espíritu de la tertulia y ha consolidado un espacio de reflexión y debate desacartonado con figuras de las letras, el cine y la academia. En el periodismo gráfico, es capaz de escribir una columna certera, punzante y provocadora, como lo hace cada domingo, o un relato conmovedor sobre un excombatiente de Malvinas, un ensayo sobre el género policial en la literatura argentina o un texto de colección para despedir a una figura como Mario Vargas Llosa, por citar solo algunas referencias al azar de su trabajo más reciente. Fernández Díaz vive, si se quiere, en dos mundos paralelos. Uno está guiado por el pulso vibrante y por momentos frenético de la coyuntura argentina: lee los diarios en profundidad, pero hace a la vez un seguimiento exhaustivo de las redes sociales, no se pierde ningún discurso relevante y navega también por medios alternativos y por los márgenes del debate político, siempre interesado en detectar síntomas o indicios de giros anticipatorios o movimientos subterráneos. Hace todo eso con el espíritu y la amplitud del que se formó leyendo las dos mitades de la biblioteca: sigue con la misma atención a columnistas locales y extranjeros con los que suele coincidir que a aquellos con los que generalmente disiente. Cultiva una interlocución permanente con colegas, analistas, escritores, historiadores y economistas para enriquecer y nutrir su propia perspectiva sobre la agenda de cada semana. Pero al mismo tiempo vive en “otro mundo”: el del refugio creativo en el que se desarrolla su producción literaria, que lo ha llevado a ocupar un sitial de honor —el sillón Juan Bautista Alberdi— en la Academia Argentina de Letras.
De ese espacio más reposado y solitario, si se quiere, ha surgido en los últimos treinta años una obra tan rica como diversa. La trilogía de Remil (El puñal, La herida y La traición) lo encumbró como novelista después de aquel libro conmovedor que retrata la vida de Carmina y que se llama, simplemente, Mamá. En el medio hubo desde cuentos de amor y relatos de aventuras hasta un volumen de mil páginas que se tituló Una historia argentina en tiempo real. Pero lo que lo llevó a ganar este año el prestigioso premio Nadal fue una novela sobre su padre que, de algún modo, es también una historia sobre nosotros y sobre el país: habla de Marcial, pero a través de él habla de aquellos inmigrantes que llegaron sin nada, que progresaron con honradez y con esfuerzo, que lidiaron con el dolor y la nostalgia, y que nos legaron una cultura del trabajo, el mérito y la tenacidad que el populismo pondría en tela de juicio. Lo cuenta con sensibilidad y con talento, pero sin ingenuidad ni idealizaciones.
El secreto de Marcial abre, desde una crónica íntima y familiar, una ventana para ver, entender y homenajear a nuestros padres y nuestros abuelos. Explora, también, ese vínculo fundamental y complejo que define las relaciones filiales, atravesadas siempre por el amor, pero muchas veces por los desencuentros, los silencios y la incomprensión.
Con esta novela Fernández Díaz completa, si se quiere, un amplio arco narrativo que lo ha consagrado como un escritor capaz de reinventar su propia obra. Aquí vuelve a sus orígenes, tanto familiares como literarios. Vuelve a la historia íntima y a la “no ficción”, pero con la orfebrería y el arte depurados del eximio novelista.
Ese fecundo recorrido se completó, en “el año de Fernández Díaz”, con una casualidad que parece surgida de la imaginación literaria. Quiso el destino que fuera el 8 de julio, el día del cumpleaños de Fernández Díaz, la fecha en la que el rey Felipe VI de España le entregara este año el Mariano de Cavia. Con su vozarrón y su halo majestuoso, el monarca español evocó a Carmina y a Marcial, aquellos inmigrantes asturianos que hoy hubieran sentido, con orgullo y emoción, que su viaje valió la pena. Su hijo volvía a su tierra para ser reconocido como uno de los grandes periodistas y escritores de esta Argentina tumultuosa. Podría parecer el final de una película, pero es un hito en una trayectoria intelectual que, seguramente, nos seguirá iluminando para entender el país, para discutirnos a nosotros mismos, para bucear en las profundidades de la política y la sociología argentinas y para deleitarnos con nuevas novelas exquisitas y originales.
No pueden pensarse la literatura y el periodismo argentinos de 2025 sin poner en primera fila a Jorge Fernández Díaz.


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