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4321, una opinión

No escribo reseñas literarias. Creo que no se me da bien. Leo un libro y cuando lo termino suelo decir que me ha gustado o no me ha gustado porque está bien escrito o no está bien escrito, porque me ha hecho pensar o porque no me ha hecho pensar. Hace unos cuatro o cinco años escribí algunas —muy pocas— opiniones en Amazon sobre novelas de escritores independientes, por solidaridad o porque me lo pidieron, pero enseguida dejé de hacerlo. Me costaba horrores, y además no me sentía con la libertad de criticar con sinceridad. Uno se me cabreó cuando le respondí que no contara conmigo. Bueno, se le pasó, y yo aprendí una lección: como escritora, jamás pido una reseña o una opinión; si me la dan me la tomo como un regalo y los regalos no se piden; se agradecen, aunque no siempre sean de nuestro agrado.

Aparte de eso, solo en una ocasión —que recuerde— me animé, sin que nadie me lo pidiera, a criticar extensa y pasionalmente una novela. No citaré al autor a pesar de que ya murió y sus libros vendieron más de cien millones de ejemplares. Además, parece que la novela a la que me refiero ni siquiera la escribió él aunque era su nombre el que aparecía en la cubierta. Era uno de esos autores que publicaba al menos dos novelas de espionaje al año, muchas de las cuales se convirtieron además en películas de éxito. Nunca me interesaron, pero leí esta en cuestión porque la trama ocurría en España, mi país de origen, al que yo acababa de volver después de haber estudiado y trabajado cuatro años en Estados Unidos. Así pues, fue la curiosidad lo que me empujó a leerla.

"Ahí se terminó mi carrera como crítica literaria, aunque el autor del artículo en El País me citaba como si fuera una experta en el tema. Hoy hago otra excepción dando mi opinión sobre una novela que acabo de leer."

La novela era mala de cojones, pero lo que a mí me dio rabia fue la ignorancia con que se hablaba de la cultura, las costumbres y la realidad política de España de aquella época; era el año 1998. Redacté una extensa reseña en inglés —ya que la novela no se había publicado aún en español— y la envié a Amazon. Al día siguiente apareció en la red, con solo un par de párrafos eliminados por la censura. Una semana más tarde, cuál sería mi sorpresa al ver un artículo en la edición impresa de El País hablando de mi opinión de esa pésima novela en la que el autor no se había molestado siquiera en comprobar que las pocas frases que aparecían en español fueran mínimamente inteligibles y ridiculizaba al país hasta el punto que usaba los nombres verdaderos de los políticos españoles (pero no los estadounidenses o británicos) cuando eran todos igual de culpables y estúpidos, o al menos así los veía yo.

Estuve poco tiempo «en casa»; enseguida volví a irme para convertirme una vez más en lo que todavía soy: una expatriada. Fea la palabra, porque la única patria que yo tengo es una novela que lleva ese título y tengo intención de leer, picada por la curiosidad ante su éxito (y porque mi madre me ha dicho que es buena). Pero a falta de otra mejor, la uso ahora para mencionar que he observado en mí y otros expatriados la falta de propensión a criticar todo lo propio, lo nacional, que sí tienen los que se quedan. Los que nos hemos ido somos más indulgentes con el país en el que nacimos y en el que pasamos nuestros primeros años, sin duda porque no tenemos que sufrir lo que ocurre allí y lo vivimos desde la confortable distancia. Somos más tolerantes —o indiferentes— con los políticos de allí porque su política no nos afecta. Ahora sí, cuando es uno de fuera el que critica sin siquiera haber visitado el país, yo, al menos, exijo que lo haga bien —es decir, que se informe primero— o que se calle, que no venda millones de ejemplares que cuentan mentiras que el lector mediocre que no ha salido de su barrio cree a pies juntillas. Aunque sea ficción, me molesta que lo que pasa por verdadero no esté bien documentado.

Eso es todo. Ahí se terminó mi carrera como crítica literaria, aunque el autor del artículo en El País me citaba como si fuera una experta en el tema. Hoy hago otra excepción dando mi opinión sobre una novela que acabo de leer. Y, como en esa ocasión, me anima también el hecho de que esta novela no se ha publicado todavía en español, aunque ya he averiguado que está en proceso de traducción y saldrá a la luz en España y Latinoamérica en septiembre de la mano de Seix Barral. Se trata de 4321, de Paul Auster.

"En El azar las vidas paralelas son tres, como también lo son muy pronto en 4321, pues uno de los Archies muere muy joven y muy al inicio del libro y, aunque es un pasaje triste, también es un alivio para el lector."

El título se refiere a las cuatro vidas de un personaje, Archie Ferguson o, visto de otra manera, a cuatro personajes diferentes que comparten el mismo nombre, los mismos padres, el mismo lugar y fecha de nacimiento. Cuando empecé a leer me acordé enseguida de la película Sliding Doors (Dos vidas en un instante), de 1998, en la que asistimos a las dos vidas paralelas de la protagonista en función de si toma un tren o lo pierde. Y aunque las cuatro vidas de Archie toman cuatro caminos diferentes desde el principio y son las circunstancias externas las que parecen determinarlos, no sus propias acciones —el padre de un Archie muere y su madre se casa de nuevo, los padres de otro Archie se divorcian y su madre se casa de nuevo, los padres de otro Archie siguen juntos— al final, la novela tiene más en común con la película de lo que yo esperaba, el mensaje: que por muchas vueltas que demos, el destino que nos espera es el mismo; es decir, que es la propia naturaleza de cada uno la que dicta cómo va a ser nuestra vida.

Una película más antigua (de 1987) haya quizá influenciado a Auster en la escritura de esta obra: Przypadek (El azar) escrita y dirigida por el polaco Krzysztof Kieslowski, aunque la novela de Auster es para mí infinitamente mejor. En El azar las vidas paralelas son tres, como también lo son muy pronto en 4321, pues uno de los Archies muere muy joven y muy al inicio del libro y, aunque es un pasaje triste, también es un alivio para el lector. Y es que resulta que al empezar a leer es difícil seguir la pista de los cuatro y no hacerse un lío, pero no importa; al menos a mí no me pareció crucial recordar todos los detalles.

El personaje de Kieslowski comparte con él el mismo día de nacimiento, aunque no el año. Auster, en cambio, ha escogido que Ferguson nazca el 3 de marzo de 1947, el mismo año que él, pero no el día, pues el cumpleaños de Auster es el 3 de febrero. Imagino que el autor pretende transmitir algo con esto, algo así como «soy yo pero no soy yo», lo mismo que hizo Kieslowski, a quien, como a Auster, le fascinaban las coincidencias. Según Joseph Kickasola, autor de The Films of Krzysztof Kieslowski: The Liminal Image (Continuum Press, 2004), en la infancia de Kieslowskila enfermedad de su padre (tuberculosis) llevó a la familia a cambiar de un sitio a otro de Polonia unas cuarenta veces antes de que el futuro director hubiera cumplido catorce años. En esa etapa tan formativa, tomó muchísimos trenes y acaso debió preguntarse qué hubiera sido de su vida si hubiera perdido uno de ellos. En El azar, como en Dos vidas en un instante, el protagonista pierde un tren y a partir de entonces su vida se bifurca. Para quien le interese este tipo de película, tenemos también Lola rennt (Corre, Lola, corre), dirigida por Tim Tykwer en 1998, en la que asistimos a tres versiones de los veinte minutos durante los cuales Lola tiene que conseguir cien mil marcos alemanes para salvar la vida de su novio.

"Leyendo la novela de Auster esta fue la primera crítica que se me ocurrió: que las trayectorias de los cuatro Archies son demasiado parecidas. Si hubiera escrito yo la novela, habría habido más deambular por el mundo."

El primer pensamiento que tuve al iniciar la lectura de 4321 fue: qué fantástico ejercicio de introspección. ¿Y acaso el director polaco no hizo lo mismo? Esa es la impresión que da, que el autor ha relatado su vida —con gran libertad para mezclar realidad y ficción, por supuesto— y ha imaginado otras tres que podrían haber sido. Pensé que todos deberíamos hacer algo así como ejercicio de mejora personal —pero sin publicarlo, que ya lo ha hecho Auster—, pues quién no se ha preguntado alguna vez qué habría sido de su vida si hubiera tomado ese otro camino. Para la gente que ha viajado mucho, como Kieslowski en sus primeros años, la sensación de haberse encontrado en un cruce de caminos que les habrían llevado a vidas completamente diferentes es muy nítida. Yo guardo en la memoria varios de esos momentos en mi propia vida. Uno de los más destacados ocurrió en julio del año 2000 mientras viajaba sola por Sumatra y el que fuera mi compañero de viaje durante cinco meses me envió un correo electrónico animándome a encontrarnos en una isla minúscula que no aparecía en los mapas. Estaba cansada de viajar y ansiaba volver a Barcelona para disfrutar del verano, pero me daba miedo la vuelta a lo cotidiano y llevaba semanas posponiendo el regreso. Mi amigo me aseguró que en esa isla maravillosa no había turistas, pues nadie la conocía, solo tres o cuatro familias de autóctonos, la gente con la que yo siempre ansiaba conectar en mis viajes. Me debatí durante días entre intentar acceder a la isla o tomar un avión a Barcelona y dar por concluida mi aventura. Al final, opté por buscar la casi inaccesible isla —ni los lugareños habían oído hablar de ella— para, después de tres días de arduo viaje en el que temí seriamente por mi vida, encontrarme con que mi amigo y su compañero no habían completado el mismo viaje con éxito y se habían rendido en el último trecho. Esa última circunstancia la averigüé más tarde, pues no había modo de comunicarse a no ser que una crea en la telepatía. Todavía eran otros tiempos, anteriores a los teléfonos inteligentes, que yo a veces echo de menos. Incomunicada del resto del mundo, me encontré completamente sola en esa isla, maldiciendo el momento en que había decidido no tomar un avión a Barcelona. Al día siguiente, sin embargo, la isla tenía otro color. Era el 12 de julio, yo caminaba por un sendero en busca de comida y de repente me topé con una tiendecita de comestibles. Sentado fuera había un occidental que años más tarde se convertiría en el padre de mis hijos. Naturalmente muchas veces me he preguntado qué habría sido de mi vida si hubiera tomado ese avión. No habría viajado a Australia ni habría tenido los hijos que he tenido. O ¿habría viajado a Australia de todos modos y habría conocido a ese mismo occidental en otro sitio de modo que habría terminado teniendo los hijos que he tenido?

Leyendo la novela de Auster esta fue la primera crítica que se me ocurrió: que las trayectorias de los cuatro Archies son demasiado parecidas. Si hubiera escrito yo la novela, habría habido más deambular por el mundo: una de mis yos habría ido a Australia, otra habría trabajado de voluntaria en África (lo intenté pero no conseguí el «trabajo»), otra se habría ido a Taiwán a dar clases de inglés durante un año… En 4321 los Archies viajan solo a París o California y casi toda la trama ocurre en Nueva York. Es normal, pues eso es lo que le interesa a Auster y esa fue su propia experiencia de joven. En cambio, hay otras diferencias también interesantes: solo uno de los Archies es bisexual, otro pierde dos dedos de una mano en un accidente de coche, otro descubre a los diecinueve años que es estéril… Pero me llamó la atención que las diferencias entre los cuatro empiezan a partir de la ausencia del padre o no, en sus varias formas: muerte, divorcio, obsesión por el dinero y el trabajo. Lo que tienen en común los cuatro es la estrechísima relación con la madre, que se enamoran de la misma extraordinaria Amy Schneiderman —mi personaje favorito—, y tienen la misma aspiración de ser escritor.

"Se mencionan a tantos grandes del arte y la literatura universal que a una le dan ganas de tomar notas de algunos de los libros que todavía no ha leído o de las películas que todavía no ha visto."

La novela está tan bien escrita que yo he ido disfrutando de todo lo que me contaba, que no es mucho. Eso es lo irónico: a lo largo de casi novecientas páginas no se puede decir que Auster haya contado una historia. Más bien parece un paseo de reflexión por la vida y algunos de los acontecimientos más emblemáticos de la historia del siglo XX en Estados Unidos, sobre todo de los años sesenta. Ese es un aspecto que a mí me interesa y por eso he agradecido, en especial el asesinato de John F. Kennedy, que yo viví a pesar de no haber nacido aún, del mismo modo que mis hijos han vivido el ataque a las torres gemelas a pesar de que no habían nacido aún. Lo hemos vivido gregariamente después de haber escuchado a otras personas contar lo que hicieron ese día, que no olvidarán jamás. A mí ese 11 de septiembre me pilló en Siberia y nunca en mi vida me he sentido con la sensación más clara de estar en el fondo del culo del mundo como ese día. Sin embargo, algún tema al que el autor vuelve una y otra vez no me ha interesado aunque lo he tolerado, aceptándolo como algo «muy americano» y que he visto en otros escritores estadounidenses: la obsesión por los deportes —en este caso, el baloncesto y el béisbol— que no solo no comparto sino que aborrezco.

Cuando había leído ya dos terceras partes de la novela y todavía me quedaban unas trescientas páginas, me pregunté si se convertirá en un éxito de ventas en España como lo han sido otras novelas de este autor. Creo que no, pero también creo que a él le trae sin cuidado, y este es el tipo de escritor que yo admiro. Después de siete años desde la publicación de su última novela, en una entrevista a The Guardian el pasado mes de enero, declaró que este es «el libro más grande de mi vida» y que «he esperado toda mi vida para escribir este libro». Aunque tengo que confesar que para mí es demasiado largo y en algunas partes habría aplicado la tijera sin piedad, da la impresión que el autor lo hace a propósito, incluso a veces parece que se apoye en la corriente de la conciencia y no muestra ningún reparo en emplear frases que se extienden durante páginas. Sospecho que este es el tipo de novela que gustará a un público reducido. Los que esperen una buena historia no deberían molestarse en leer esta, que es más bien una repetición de la Historia desde la vida de cada uno de los Archies.

Me ha gustado también porque está repleta de arte —pintura, música, cine y sobre todo literatura—, como tiene que ser cuando el protagonista aspira a ser escritor. Se mencionan a tantos grandes del arte y la literatura universal que a una le dan ganas de tomar notas de algunos de los libros que todavía no ha leído o de las películas que todavía no ha visto. Me ha hecho gracia que no mencione a Picasso pero sí a Miró, y también se acuerda de Pablo Casals (aunque a mí en el colegio me dijeron que se llamaba Pau…) y de Calderón de la Barca y del Quijote, cómo no. Por eso también puede que esta novela interese a escritores, que se sentirán identificados con Archie y esa sensación de vacío, por ejemplo, que se experimenta al terminar de escribir un libro y cuya cura solo es empezar a escribir otro. Una de mis frases favoritas de toda la novela ocurre cuando Ferguson descubre a Dostoyevsky y deja de pensar que su vocación de escritor no tiene nada de heroica, pues ¿cómo puede algo tan placentero como la lectura y la escritura ser heroico? El novelista ruso le hace cambiar de opinión: «Dostoyevsky le había enseñado que las historias inventadas podían ir más lejos de la mera diversión y entretenimiento, podían ponerte del revés y quitarte la parte superior de la cabeza, podían escaldarte y congelarte y desnudarte y arrojarte a las ráfagas de viento del universo».

Creo que 4321 es una de esas historias inventadas que pueden hacerte todo eso.

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Autor: Paul Auster. Título: 4321. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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