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5 poemas de Georg Heym

5 poemas de Georg Heym

Su poesía está relacionada con el expresionismo. Consiguió su mayor reconocimiento después de su muerte. A continuación podéis leer 5 poemas de Georg Heym.

Después de la batalla

En los sembrados yacen apretados cadáveres,
en el verde lindero, sobre flores, sus lechos.
Armas perdidas, ruedas sin varillas
y armazones de acero vueltos del revés.

Muchos charcos humean con vapores de sangre
que cubren de negro y rojo el pardo campo de batalla.
Y se hincha blanquecino el vientre de caballos
muertos, sus patas extendidas en el amanecer.

En el viento frío aún se congela el llanto
de los moribundos, y por la puerta este
una luz pálida aparece, un verde resplandor,
la cinta diluida de una aurora fugaz.

Traducción de Jenaro Talens

Duermevela

La tiniebla cruje como un vestido,
los árboles vacilan en el horizonte.

Refúgiate en el corazón de la noche,
excava dentro de la oscuridad un escondrijo
como la abeja en el panal. Hazte pequeño,
baja de tu yacija.

Algo desea atravesar los puentes,
piafa curvando las pezuñas,
descarriadas, empalidecen las estrellas .

Como una anciana la luna se mueve
de un lado para otro
con el lomo encorvado.

Traducción de Jenaro Talens

Ofelia

I
Ratas de agua anidan en su pelo,
y anillos en sus manos, que como aletas son
sobre las olas; nada en la sombría
selva grande que en el agua reposa.

El sol postrero que va errante y a oscuras
se hunde profundamente en su cabeza.
¿Por qué murió? ¿Por qué tan sola nada
sobre el agua que enreda los helechos?

El viento acecha en los espesos juncos
como mano que espanta los murciélagos.
Húmedos por el agua, con sus alas sombrías
en el oscuro río se alzan como humo,

como nocturnas aves. Largas anguilas blanquecinas
sobre el pecho resbalan. Una luciérnaga aparece
en su frente. Sus hojas llora un sauce
sobre ella y su pena silenciosa.

II
Granos. Sembrados. Y el rojo sudor en la mitad del día.
Los amarillos vientos de los campos duermen silenciosos.
Ofelia quiere dormir, un pájaro, se acerca.
Le abrigan, blancas, las alas de los cisnes.

Los párpados azules sombrean dulcemente
y entre el aire que brilla en las guadañas
sueña en el carmesí de algún abrazo
sueño eterno en su eterna sepultura.

Pasa, vuelve a pasar. Donde la orilla sueña
con el bullicio de la ciudad, y el río blanco
rompe diques y el eco largamente
retumba. Donde se oye, río abajo,

el son de llenas calles. Repique de campanas.
El silbido de un tren. Lucha. Cae al oeste
sobre cristales empañados una sorda luz crepuscular
en que con brazos gigantescos una grúa amenaza,

tirano poderoso, la frente ennegrecida,
Moloc al que rodean sus siervos de rodillas.
Carga de puentes que atraviesan con pesadez el río
tal si lo encadenaran, dura condenación.

Nada invisible que acompañan las olas.
Pero allí donde cruza ahuyenta multitudes,
con grandes alas, un pesar profundo
que ambas orillas ensombrece a lo ancho.

Pasa, vuelve a pasar. Cuando se entrega tarde a la tiniebla
el alto día oeste del verano,
donde en el verde oscuro de los prados reposa
el cansancio sutil de la tarde lejana.

Lejos la arrastra el río, mientras se hunde
en luctuosos puertos invernales.
Tiempo abajo. Por entre eternidades
cuyo horizonte humea como fuego.

Traducción de Ernst Edmund Keil

Última vigilia

Qué oscuras son tus sienes,
tus manos, qué pesadas.
¿Tan lejos ya de mí
que no me escuchas?

Bajo las llamaradas de la luz
estás tan triste y tan envejecida.
Tus labios cruelmente
crispados en eterna rigidez.

Mañana será ya todo silencio,
y quizá esté en el aire
todavía el crujir de las coronas,
y un olor a podrido.

Pero las noches cada año
se vacían aún más.
Aquí, donde yacía tu cabeza
y ligera fue siempre tu respiración.

Traducción de Ernst Edmund Keil

Umbra Vitae

Adelante se inclinan los hombres por las calles,
contemplando los signos de los cielos,
en donde los cometas, con narices de fuego,
amenazantes se deslizan en torno de las torres.

Los astrólogos llenan los tejados
y clavan en el cielo largos tubos,
y hay hechiceros: brotan de desvanes
retorcidos, a oscuras, conjurando los astros.

Los suicidas andan en grandes hordas
buscando entre la noche su existencia perdida,
encorvados sobre los puntos cardinales,
barriendo el polvo con escobas como brazos pobres.

Polvo que apenas dura,
perdiendo en el camino sus cabellos,
brincan, aprisa mueren
y yacen en el campo con la cabeza rota,

pataleando, a veces, todavía. Y las bestias del campo
alrededor transitan ciegamente y les clavan
los cuernos en el vientre. Se enfrían sepultados
bajo salvias y espinos.

Pero los mares se detienen. Los barcos,
suspendidos en olas, con aflicción se pudren,
dispersos, y no hay corriente móvil
y los patios celestes están todos cerrados.

Los árboles no cambian estaciones,
eternamente muertos en su fin
y abren sus largas manos, sus dedos de madera
por caminos ruinosos.

Quien va a morir se sienta para levantarse
y acaba de decir sus últimas palabras.
Se desvanece de pronto. ¿En dónde está su vida?
Sus ojos se quiebran como el cristal.

Muchos son sombras. Escondidas y turbias.
Sueños que rozan sobre puertas mudas.
Quien despierta agobiado por otras madrugadas
debe quitar la pesadez del sueño de sus párpados grises.

Versión de Ernst Edmund Keil

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