Si hay una edad en la que todo encaja, una etapa en la vida en la que todo se comprende, mi propia experiencia me lleva a convenir que es la tercera. Eufemismos aparte, hablando en plata: ese tiempo de la perspicacia absoluta es la senectud, esa ancianidad en la que me voy adentrando tan campante. E igual que he entendido por qué la sabiduría es el primer consuelo del anciano, me ha sido dado el nuevo sentido de unos versos que hasta ahora creí poco más que retórica. Son aquellos de “Aullido”, el poema que Allen Ginsberg —el abanderado de los poetas beat— dedicó a Carl Solomon, a quien conoció en una institución psiquiátrica. Concebido a modo de performance, fue publicado por Lawrence Ferlinghetti, en su City Light Books, en el otoño del 56. Todos los enajenados por la Beat Generation desde que tuvimos la primera noticia de aquel pilar de la sedición juvenil del siglo XX sabemos perfectamente a quién se refiere Ginsberg cuando, en aquellos versos que me ocupan, los dos primeros de la primera parte, escribe: “Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas”…
Trasladémonos a 1974, cuando el flamenco rock era algo que flotaba en el ambiente. En su Historia del pop español, José Ramón Pardo escribe: “Prácticamente cualquier músico de un país con cultura y tradición propia había intentado poner la chacarera, las ragas hindúes, las bulerías, las tarantelas o las zardas en tiempo y sonido de rock. Pero casi siempre habían sido experimentos más cultos que populares, que habían servido para encumbrar a alguna figura de la música folclórica”.
En España, con la industria musical en pleno apogeo, se trataba de fusionar el rock con el flamenco, de alumbrar un nuevo estilo que no precisase de viejas glorias reconvertidas a los nuevos tiempos. Y fue la CBS, que no Hispavox, por aquel entonces, con su sonido Torrelaguna, toda una manufactura de éxitos, de la que se decía que tenían “el más avanzado catálogo internacional”, quien tomó la iniciativa. Y los cazatalentos de la casa se pusieron a buscar chicas por los tablaos. Pardo sostiene que el verdadero impulsor de aquello fue José Luis de Carlos. A él se debe aquel boom del flamenco rock o gypsy rock que habría de llamarse cuando “Te estoy amando locamente”, el primer éxito de Las Grecas, entró en la banda sonora del tardofranquismo. El medio millón de copias que facturaron les hicieron superar con creces, en aquel año 74, las ventas de The Dark Side of the Moon (1973), de Pink Floyd.
Españolas trasladadas a Argentina cuando sus padres fueron a trabajar allí, Carmela y Tina Muñoz se dieron a conocer como cantantes entre la colonia española del Río de la Plata. Y también fue allí donde conocieron la música de Jimi Hendrix. Ya en 1970, de regreso en España, comenzaron a cantar en los tablaos, primero en Toledo y finalmente en Madrid. A diferencia de esas comadres de lo público que, empero el feminismo, el racismo y la igualdad, se tiñen de rubias siendo morenas en la idea de que ser rubia es mejor, Carmela Muñoz tuvo que hacer el proceso a la inversa: teñirse de morena siendo rubia para poder cantar junto a su hermana en los tablaos. Parece ser que uno de ellos fue Los Canasteros, de Manolo Caracol.
Lo rigurosamente cierto es que tras “Te estoy amando locamente”, en la carrera de las hermanas Muñoz las listas de éxitos desplazaron a los tablaos. Puede y debe decirse que Las Grecas fueron las madres del gypsy rock, que acaso deba su nombre al Band of Gypsys (1970), el álbum en directo de Jimi Hendrix. Pero también puede y debe decirse que toda gloria es efímera, que cuantos la alcanzan deberían tener aquel memento mori (“recuerda que debes morir”) que el auriga susurraba a los generales que entraban victoriosos en Roma.
Apenas cinco años separan el ascenso de la caída de Las Grecas. Problemas con el representante, nuevos temas que no acababan de gustar… Se dijo que Carmela intentó quitarse la vida. Pero a Tina empezó a vérsela por esas calles de los yonquis del Madrid de los 80. El equivalente en mi ciudad y en mi tiempo a esas calles de las que nos habla Ginsberg en “Aullido”.
Hay personas que tienen una enfermedad psiquiátrica latente y mueren sin que se les llegue a manifestar. Pero si ese potencial desequilibrado consume alcohol o sustancias estupefacientes, el drama siempre se acaba por desatar. A Tina Muñoz le fue diagnosticada un esquizofrenia paranoide en 1983. No solía escaparse de las casas de salud donde la recluían. Tras una agresión a Carmela acabó en Yeserías, la antigua cárcel de mujeres de Madrid. En aquel Madrid de los yonquis de los años 80 y los ayuntamientos socialistas podía verse a Tina Muñoz entre otros menesterosos en la plaza de las Descalzas Reales.
Si consideramos que los vagabundos siempre están mucho más cerca de esos miserables que nos muestra don Luis Buñuel en Viridiana (1961) o Jean Genet en sus novelas —seres brutales que abusan sexualmente de los más débiles— que del candor del Charlot de Chaplin, la vida en la calle de Tina Muñoz, habiendo sido famosa, tuvo que ser horrorosa. Murió en un centro de acogida de Aranjuez. Aquel día escribí sobre ella por primera vez. Corría el año 93. Pero ha sido ahora, con la perspicacia de la senectud, cuando he comprendido el valor testimonial, que no retórico, de los versos de Allen Ginsberg. Yo también he visto sucumbir ante la locura a muchos de los mejores mi generación.



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