La reciente reposición en las salas comerciales de La quimera del oro (Charles Chaplin, 1925) con motivo de su centenario, así como los ciclos que han programado algunas plataformas de streaming sobre su obra, parecen invitar a hablar sobre el estigma que también obró, ¡y de qué manera!, en el cineasta cuyo personaje más celebrado, Charlot —aparecido por primera vez en Kid Auto Races at Venice, dirigido por Henry Leherman en 1914—, es un símbolo del cine entero. Sí señor. Todavía es ahora cuando, si en una comunicación electrónica nos encontramos un emoji de este vagabundo icónico, todos suponemos que lo que se nos refiere es algo relativo al cine. Pero también pudiera ser algo concerniente al dichoso buen rollito. Pues Chaplin, cuando su Charlot, y algún otro de sus personajes silentes, dejan esa poesía del trallazo que hizo del slapstick el género por excelencia del mutismo, el clown universal cae en el más fácil de los sentimentalismos.
Nacido en el 16 de abril de 1889 en Londres, esos tiempos difíciles de los que nos habla Dickens daban sus últimos coletazos en Brixton, el barrio en el que transcurrió la infancia del futuro realizador. El pequeño Charles Spencer Chaplin, un niño abandonado por un padre borracho, soñaba con meter la mano en el cajón de los bizcochos del tendero de su calle. Ese Londres mísero en el que abrió los ojos siempre fue una de sus referencias constantes. De hecho, eso de caminar con los pies hacia fuera se lo vio hacer a un camarero de un pub de su barrio. A buen seguro que también tienen su origen en aquellos primeros días míseros del cineasta esos finales felices, con carretera que se pierde en la lontananza, en los que el vagabundo no tiene más que una chica y su esperanza inquebrantable. No hay duda de que el de Tiempos modernos (1934) es el mejor de todos ellos. Filme que, por otro lado, es una película tremendamente reaccionaria ante el progreso y la mecanización del trabajo. Sus enemigos le acusaron entonces de querer ser un filósofo sin ser más que un payaso.
No hay que discurrir mucho para entender que Chaplin, quien ya era inmensamente rico con 28 años, retrató con tanto acierto los rigores de la miseria por lo canutas que las había pasado. Pero sí que es menester descubrirse ante David Robinson cuando explica que gran parte de la genialidad de Chaplin —del slapstick en general, podríamos apostillar— radica en su capacidad para dar una nueva dimensión a los objetos. Esa bota de La quimera del oro (1925) que se convierte en el menú del vagabundo metido a buscador consta en los anales. Aunque el baile de los panecillos de este mismo filme nos recuerde demasiado al que Arbuckle lleva a cabo con unos zapatos de tacón en The Rough House (1917), los cordones del buscador de La quimera se transforman en deliciosos espaguetis de idéntica manera que Big Jim McKay (Mack Swain) cree que el pobre vagabundo es un pollo.
El de Chaplin fue el ascenso más meteórico que conoció el incipiente Hollywood y, muy probablemente, lo sigue siendo. Entre aquel lacónico “Me voy a América. Te escribiré. Abrazos, Charlie”, que la futura luminaria apunta en el billete con el que se despide de su hermano Sydney, y el día en que ese mismo Sydney —que ya se ha desplazado al Nuevo Mundo a la zaga del éxito de Charlot— le consigue el primer contrato a su hermano Charlie por un millón de dólares, apenas median cuatro años. Tamaña suerte no habría de tardar mucho en llamar la atención de las ninfas dispuestas a venderse a un artista cuya fortuna era pública y notoria, en la mayoría de los casos, bajo los auspicios de sus propias madres.
Fruto de la traumática y temprana separación de su progenitora —que, perdida la razón, acabó reclusa en un asilo antes de que Charlie se la llevara a América—, la pasión de Chaplin por las mujeres fue tanta que su mímica está basada en los movimientos femeninos. Ahora bien, como cuenta la misma Geraldine Chaplin, su hija actriz, al cineasta le gustaban las adolescentes. Mejor cuanto más púberes. Dicha obsesión habría de ser la causa de sus primeros problemas en Estados Unidos. Ciertamente, el exaltado pacifismo de ¡Armas al hombro! (1918) ya le valió al cineasta recibir un millón de cartas en las que no había más que una pluma blanca, que en Inglaterra significa llamar cobarde al destinatario. Chaplin, que siempre fue inglés, intentó servir en las armas de su país, que entonces se batían contra las del Káiser. Pero Inglaterra sabía perfectamente que quien probablemente era el británico más famoso del mundo podía prestarle un mayor servicio vendiendo bonos de guerra.
Fuera como fuese, el escándalo que provocó el pacifismo del cineasta no fue nada comparado con el que levantó su monomanía con las ninfas. Lila Lee, Josephine Dunn, Anna Q. Nilson, Thelma Morgan Converse, May Collins, Claire Windsor, Clare Sheridan y la gran Pola Negri fueron algunas de sus chicas. Edna Purviance —a la que dio algunos de los besos más bellos de la imagen silente—, Paulette Godard —la chica de Tiempos modernos— y sobre todas ellas Oona O’Neil fueron las únicas que le quisieron. Oona, hija de Eugene O’Neil —quien le maldijo después de que ella se fugase con Chaplin para casarse con él el mismo día que adquirió la mayoría de edad—, fue su cuarta y última esposa. Su unión, de la que nacieron ocho hijos, se prolongó durante 34 años.
Cada una de las cuatro etapas por las que discurre la filmografía del Chaplin cortometrajista, o lo que es lo mismo, el rey del slapstick, toma su nombre de la productora que fue marca de la cinta: la Essanay, la Mutual, la First National y la United Artists. Cronológicamente, el título más antiguo de los conservados es Charlot cambia de oficio. Estrenado el 1 de febrero de 1915, fue el primer cortometraje de los 15 de Chaplin para la Essanay, que codirigió con Mabel Normand en 1915. Según la crítica, es durante su colaboración con la Essanay cuando comienza a despuntar el verdadero estilo del Chaplin realizador, aunque Charlot cambia de oficio, plena de zancadillas, caídas y trompazos aún está más cerca del slapstick habitual en la Keystone. Su asunto gira en torno a la peripecia del vagabundo metido a extra de cine. Hay que destacar una presencia notable: Gloria Swanson es la taquígrafa que aparece en el segundo término de la primera secuencia.
El 20 de noviembre de 1915 llega a las pantallas Charlot en el teatro. Ya dirigida por Chaplin en solitario, se trata de una evocación de sus días como artista de music hall. De hecho, vuelve a recuperar uno de sus personajes en la compañía de Fred Karno, el rey de la pantomima inglesa, con cuya troupe arribó a América por primera vez. El del borracho, el personaje en cuestión, será un prototipo al que el cineasta recurrirá frecuentemente y, habida cuenta de su cinismo, ahora se nos antoja mucho más simpático que todos esos sentimientos fáciles de sus vagabundos.
Un campeón de boxeo fue estrenado el 11 de marzo de 1915. En sus secuencias puede verse a Edna Purviance en su segunda colaboración con Chaplin. La actriz sería la novia de Charlot en 20 ocasiones y una presencia casi constante en la filmografía del realizador hasta Candilejas (1952), toda una despedida de Chaplin a la comicidad de su tiempo en la que, pese a contar con la colaboración de Buster Keaton, tiende a hacer un mayor tributo al music hall que al slapstick.
Y viajando a Europa, para la presentación de Candilejas en Londres, tiene noticia de que el fiscal general de Estados Unidos, James P. McGranery, ha revocado su permiso de reentrada al país. Solo podrá volver si se somete a una investigación sobre su moralidad y sus filiaciones políticas. Aunque ya había sido convocado por el Comité de Actividades Antiestadounidenses, los alguaciles de McCarthy no habían conseguido llevarle a su estrado para acusarle de ser “moralmente corrupto” y, por ende, un peligro políticamente. Eso sí, la presión y el escrutinio público fueron tremendos. Todo el lirismo del maestro, tanto la poética del trallazo como el sentimentalismo fácil, se quedó en nada. El paisanaje empezó a desconfiar de alguien que, habiendo hecho fortuna en Hollywood, nunca había querido ser estadounidense. Se le acusa de desleal, de ser un “corruptor de menores”; se objeta que es amigo de comunistas, por haber apoyado la alianza entre la URSS y los EEUU durante la guerra, entre otros asuntos de idéntico jaez.
El maestro dio a Oona las indicaciones pertinentes para que vendiera el estudio, la casa en Beverly Hills y el resto de sus propiedades. Instalados en Suiza, Chaplin no volvió a Estados Unidos hasta que, en 1972, a modo de desagravio, fue distinguido con un Oscar honorífico. Recogió la preciada estatuilla y volvió a irse.
Tiempo atrás, ya para la Mutual, La calle de la Paz (1917) fue la primera película en la que se valió de la comicidad para criticar el autoritarismo que padece el vagabundo. En El emigrante, también de 1917, la imagen silente alcanza una de sus máximas expresiones. Tres de los mediometrajes más aplaudidos de los dirigidos para la First National fueron Vida de perro y ¡Armas al hombro! (ambos de 1918). Esta última bien puede entenderse como precursora de todo ese cine pacifista que inspira la Gran Guerra. Tendrá sus mejores ejemplos en El gran desfile (King Vidor, 1925) y Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930), cintas que, a su vez, gravitan sobre Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), título clave del antimilitarismo cinematográfico. Pero ¡Armas al hombro! también sentó las bases ideológicas de la primera cinta de Chaplin en la que el cineasta ya no interpreta a Charlot. El gran dictador (1939), el título en cuestión, fue un encendido alegato contra el nazismo en el que Chaplin parodia a Hitler e interpreta a un barbero hebreo víctima del nazismo. Pero el ocaso del vagabundo, siempre en su debate entre el trabajo y la contemplación, había tenido lugar algunos años antes en las secuencias de Tiempos modernos.
El chico, estrenado el 6 de febrero de 1926, cuyo asunto gira en torno a un niño abandonado, dio pie al cineasta a dar rienda suelta a todo un cúmulo de sentimientos fáciles. Desde la perspectiva de nuestros días, Monsieur Verdoux (1947) despierta mucho más interés. Fue aquella una aventura cínica con todas las de la ley, que propone una visión comprensiva de la figura de Landru, el célebre asesino de viudas ricas, en la que también cabe distinguir algunas alusiones a la inveterada pasión de Chaplin por las mujeres.
Muchos años antes, en Luces de ciudad (1930), otra obra maestra que versa sobre la ceguera del amor —y rinde un emotivo tributo a la imagen silente— había dado una visión bien distinta de este sentimiento. Entre ambas cabría situar Una mujer de París (1923), todo un drama sobre los ociosos protagonizado por Edna Purviance y Adolphe Menjou. Chaplin no aparece. Sí lo hace en Un rey en Nueva York (1957), todo un ajuste de cuentas con la sociedad estadounidense que le enriqueció al reír su slapstick en la misma medida que criminalizó su afán por las mujeres y su pacifismo.
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