En el corazón de Sanlúcar de Barrameda, allí donde el Guadalquivir besa el Atlántico y la historia se mezcla con la brisa salada, Felipe Pérez Gavilán trabaja en silencio en su taller de alta joyería, “Alhajas”. El banco de trabajo, salpicado de limas, buriles y lentes de aumento, parece prolongar una tradición que se hunde en las leyendas más antiguas de estas tierras: las de Tartessos, la mítica ciudad del rey Argantonio, señor de la plata y el oro. En este mismo territorio, donde los antiguos navegantes creyeron encontrar riquezas sin fin, Felipe talla y engasta metales nobles y piedras preciosas con la misma devoción con la que, hace milenios, los artesanos tartésicos moldeaban joyas para reinas y guerreros. Entre sus manos, cada pieza es un diálogo secreto entre la historia y el presente, un eco de las vetas de oro y plata que dieron fama inmortal a esta esquina del sur.
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—Ahora que se pierden tantas tradiciones, ¿cómo empezó en ti el amor por este oficio? ¿Fue vocación desde el principio?
—No sé si fue vocación. Con el tiempo sí se convirtió en eso, pero en realidad fue mi abuelo quien me encaminó. Él era practicante y podólogo en Huelva, aunque de origen y familia manchega. Un caballero de la Mancha, vamos. En la posguerra hizo oposiciones en Madrid y terminó en Málaga para hacer prácticas. Allí conoció a mi abuela, que era de Bobadilla. Luego acabaron viviendo en Aracena y formaron allí una hermosa familia.
—¿Y cómo pasa un practicante a tener relación con la joyería?
—No era un artesano. Vendía cadenitas de oro a las mujeres del pueblo para sacar un dinero extra. Eran tiempos difíciles. Se iba a Córdoba, una ciudad con una rica y extensa tradición en joyería y artesanía del metal, compraba allí el género a sus proveedores y volvía para venderlas en Aracena. Esa historia me la contó muchas veces y me encantaba escucharla. Yo estaba muy vinculado a él, le llamaba “Yeyo” y creo que, de todos sus nietos, yo era su ojito derecho. No era buen estudiante, pero él veía en mí cosas que nadie veía, ni mis padres. Creía en mí. Decía que yo tenía una fina habilidad con los dedos, que era lo que aquí llamamos un “manitas”.
—¿De niño ya hacías cosas manuales?
—Sí. Hacía maquetas de aviones chiquititas, pintaba muñequitos de plomo, hacía dioramas… incluso llegué a ganar algún concurso.
—¿Cómo pasas de ahí a la Escuela del Gremio de Joyeros en Madrid?
—Por sus proveedores. Él ya tenía amistad con ellos y le dijeron: “Tráete al niño para la escuela”. Me hicieron pruebas, vieron que servía y me quedé. Entré en 1999 con 20 años, rebotado del bachillerato, después de repetir tercero y COU en Jerez. Pero no tengo mal recuerdo de aquello. Al contrario, allí me lo pasé muy bien; las monjas me sacaban de clase para tocar la guitarra en el coro.
—A pesar de no ser buen estudiante, fuiste siempre gran lector. ¿De dónde te viene eso?
—De mi madre, sobre todo. Siempre ha leído mucha novela, pero siempre novela de actualidad, de las de mesas de novedades. En casa había una pequeña biblioteca ya sabes, como en casi todas las casas de los años 80: un par de enciclopedias, los premios Planeta, los libros del Barco de Vapor. Mi padre, por el contrario, era más lector de periódico; el ABC, por supuesto, Antonio Burgos, las crónicas taurinas… En esa casa de ambiente lector al niño que yo fui, le gustaban sobre todo los libros de supervivencia. Uno que me marcó fue Mi rincón en la montaña, no lo olvidaré jamás. Era de un escritor llamado Jean Craighead George, que contaba su propia experiencia: un día deja la vida en la ciudad y se instala de forma autosuficiente en las Montañas Catskill. Con estrategias de supervivencia, la compañía de animales como el halcón Frightful y la comadreja El Barón, y un refugio construido en un árbol hueco, explora la independencia, la naturaleza y la amistad. Una especie de Jack London. Y, claro, por supuesto, yo también leía sin parar a Mortadelo y Filemón: tengo toda la colección. Más tarde, con unos veinte y tantos años, tuve un accidente y me rompí la pierna de forma muy aparatosa. Durante la recuperación, alguien me regaló La reina del Sur de Arturo Pérez-Reverte. Desde entonces soy un profundo admirador suyo: leo todo lo que escribe con verdadera devoción.
—Volvamos a Madrid. ¿Cómo era la formación en esa escuela?
—Estuve tres años en la capital. Vivía en la residencia Gómez Pardo, en Río Rosas, cerca del Museo de Gemología. Fueron años increíbles y tuve la suerte de recibir la formación de los mejores profesores y profesionales: Teníamos la asignatura de “Taller” con Juan Pavón, maestro joyero artesano que enseñó a Carrera y Carrera y que tuvo una joyería muy conocida en Madrid. Con él aprendimos el trabajo de banco: estirar el metal; el segueteado, el manejo de las limas, el modelado en cera… También tuve clases con una importante gemóloga del Instituto Gemológico Español, que venía desde la sede de la Gran Vía. Y recibí clases de Historia de la joyería” con Armando Mazuelas, presidente del Gremio de Joyeros de Madrid, al que siempre llamaban (y siguen haciéndolo) en televisión para informar sobre el valor de las piezas cuando hay un robo en una joyería.
—Y en esa etapa de estudiante descubriste tu especialidad: el engastado.
—Sí. Me apunté por las tardes a cursos de engastado, que es el arte consistente en colocar las piedras preciosas en la joya. Mucha gente cree que las piedras se pegan, pero eso es un pecado capital. Si una piedra va pegada, es bisutería. El pegamento se degrada y apaga la piedra.
—Después, una vez completada tu formación, marchaste a Córdoba.
—Sí, me pasé dos años en un taller. El trabajo allí no tenía mucho que ver con lo que aprendí en la escuela. Armando Mazuelas intentó ayudarme a entrar a través del presidente del Gremio de Joyeros de Córdoba, pero este me atendió fatal. Al final me busqué la vida solo.
—Y luego volviste a Sanlúcar para abrir tu taller.
—Exacto. Montar un taller en un pueblo no es fácil. Yo no había heredado una clientela familiar como otros artesanos, así que tuve que labrarme la mía. Ahora hago sobre todo alta y media-alta joyería: oro y piedras preciosas. Nada de plata ni circonitas.
—¿Qué piezas son las que más te encargan?
—Muchos anillos de pedida. Quizás te sorprenda esta información, pero mi mejor cliente es el hombre. Suelen ser, además de todas las edades, bien jóvenes que van a casarse por primera vez y quieren regalar la joya de pedida y la alianza a su prometida o ya más maduros, que buscan una joya para su mujer en segundas nupcias. Normalmente todos ellos ya se convierten en clientes del taller, porque a la boda le siguen otros eventos familiares: aniversarios, nacimientos… Ellas, las mujeres, eligen por detrás, pero son los hombres los que vienen y pagan. Algunos traen una idea clara, otros necesitan orientación.
—¿Y las piedras?
—Muchas vienen de India, Sri Lanka, Australia. Trabajo con “pedreros” que las consiguen y “lapidarios” que las tallan o reparan. A veces el cliente trae sus propias piedras familiares para montar. Aquí he recibido encargos de los Medina-Sidonia y los Orleans. Hace poco, un cliente particular me trajo un botón antiguo del chaqué de su abuelo, hecho con zafiros y diamantes, para convertir en anillo.
—Cuéntame un encargo que recuerdes especialmente.
—Uno de los encargos más literarios fue el engastado de un carbunclo azul. Yo no sabía lo que era ni de dónde venía el nombre, pero la mujer que me lo encargó es una gran lectora. Solo tuve que hacer un par de búsquedas y ahí estaba, por supuesto: La aventura del carbunclo azul, de Conan Doyle. Casualmente, Torres-Dulce acababa de prologar una nueva edición publicada por Reino de Cordelia de esa aventura de Holmes y me lo compré inmediatamente, claro. El carbunclo es, en realidad, un zafiro de un azul profundo que, en el relato, Sherlock Holmes recupera tras un robo. La piedra que yo conseguí para este anillo vino de Madagascar y, con los diamantes que le engasté alrededor, su belleza se multiplicó. Soy, por cierto, y esto tienes que decirlo en la entrevista, un gran admirador de Torres-Dulce y disfruto mucho escuchando en la radio a los Cowboys de medianoche y, especialmente, a José Luis Garci, cuya forma de hablar de cine y literatura me apasiona.
—¿Y que otros encargos curiosos recuerdas?
—Pues recientemente, he tenido dos encargos de joyas muy especiales y nada comunes: una abeja con diamantes blancos y negros para una familia aristocrática andaluza —unas 300 piedras engastadas—, un escarabajo con casi 500 diamantes de un milímetro para una empresaria irlandesa, y un anillo con diamantes negros que fue un verdadero reto para mí y que hice justo después de la pandemia.
—¿Usas técnicas modernas en tu taller?
—Sí. Por ejemplo, la abeja se hizo con prototipado 3D. El ordenador diseña la pieza, se funde en oro y luego hago el engaste. Ahora tenemos microscopio, buril neumático… pero la base del trabajo sigue siendo la misma de siempre, desde el tiempo de los Tartessos.
—¿Qué te gustaría hacer en el futuro?
—Nunca me ha gustado copiar piezas históricas, sino asumir retos nuevos que me propongan los clientes, cada vez con más dificultad. Eso es lo que me motiva.
—¿Y sigues teniendo ese momento de asombro al terminar una pieza?
—Siempre. Hay trabajos que miro y pienso: “Esto lo he hecho yo”. Esa sensación es única.






Magnífico artículo-entrevista. Y no es el único de la autora que me ha gustado mucho.