La verdad es que comprendo el intento aunque el resultado sea grotesco. Que una novela pretenda reivindicar a Cornelia Africana, legendaria madre de los Gracos (aquellas joyas infortunadas de su patricia madre) es algo que en manos de una novelista conocedora del oficio podría haber salido bien porque el tema lo merece, tiene sangre, tragedia, poder, traición y todos esos ingredientes que a Roma, lo mismo republicana que imperial, siempre se le daban bien. Pero cuando quien lo intenta es Elvira Roca Barea (doctora en “lo nuestro” y militante del ultrahispanismo de salón) lo que una se encuentra no es una novela histórica, sino una letanía de filología con pretensiones épicas y ripios de pedantería, un texto tan solemne que haría bostezar al mismísimo Cicerón y su patientia nostra. Ahora, en esta novela, aquello plasmado en Imperiofobia reaparece como narrativa de una ficción que la autora aspira que no sea considerada del todo como tal. A que nos tomemos en serio su revisionismo sin contrapunto, la victimización histórica sin confrontación, los personajes más planos que una oblea, los ideales chupiguay, apenas sin mancha. Un carajal narrativo disfrazado de filología, o al revés, una ideología que esparce caspa disfrazada de novela.
¿Una novela histórica? No. ¿Una historia bien narrada? Tampoco. Lo que ha hecho Roca Barea es Historia con dogma, su especialidad, y sin debate, que es su otra especialidad: un panfleto sobre la virtud romana a partir (nunca lo adivinarían ustedes) de un supuesto hallazgo de cartas, que tal vez sea uno de los recursos narrativos más sobados y facilones de la literatura universal. Con la honradez intelectual que la caracteriza. Roca Barea confiesa que tuvo que desechar “muchas cosas o dejarlas en pinceladas”, supuestamente para no escribir otro ensayo, pero lamento comunicarle a la perpetradora que prueba no superada, porque esta pseudonovela apesta a ensayo pulido con aromas típicamente rocabareanos, a españolismo académico, a marca de la casa, a patrias leales, virtud silente y lágrimas epistolares. Snif.
Y de verdad que no quisiera pecar de injusta, porque Ingrata Patria arranca con una idea bonita (aunque sobadísima, como dije): unas supuestas cartas de Cornelia redactadas en primera persona para dejar testimonio de la ingrata Roma que le quitó a sus hijos. Pero el hallazgo documental resulta tan creíble como una ouija con Séneca. La autora no solo nos pide que le creamos el truco sino que además lo aceptemos con la misma reverencia con que nos zampamos en otro tiempo, antes de pillarle el tranquillo ideológico a la autora, sus ensayos nacionalcatólicos, apostólicos y también romanos. Es como si en vez de narrarnos una historia, que es lo que cualquier lector normal pide a una o un novelista, nos endilgara la fotocopia de un PowerPoint sobre virtudes de la antigua Roma, como habría hecho en clase con sus todavía tiernos, crédulos y manipulables alumnos y alumnas. La estructura epistolar, por simple imitación de lo clásico, debería aportar verosimilitud al relato, pero Antígona y Cornelia suenan a manual docente: erudición, solemnidad y citas por hectárea, que es muy de ella. No hay carne, no hay emoción, solo libros antiguos traducidos con la solemnidad de una inscripción funeraria. La voz narrativa es monótona, pomposa y estéril, pedante a menudo. No hay personaje, solo retórica politeísta sin sus dioses.
Y eso es lo primero (y lo segundo y lo tercero) que chirría en este desafortunado intento de novelar: que no hay narrativa, sino discurso. No hay personaje, hay símbolo. Cornelia no habla, pontifica. No escribe, perora. No sufre, denuncia. Su tragedia está tan sublimada que no emociona ni a sus editores. De creer a Roca Barea, va a resultar que las madres romanas eran básicamente columnas corintias con útero. Cornelia debía ser salvada del olvido, ¡qué noble causa! Pero el resultado es una Cornelia tan idealizada que casi se vuelve icono de salón. ¿Una mujer real? Por favor, doña Elvira. En manos de Roca Barea es sólo el símbolo de una resistencia ficticia, más útil para alimentar narrativas identitarias que para entender el debate republicano romano. Y entonces la novela deja de serlo para convertirse en lo que exactamente es: un mitin baratero, una ideología (no precisamente de izquierdas) metida de contrabando, un intento de probar suerte entre presentadoras de televisión, youtuberos y famosillos mediocres, a ver si hay suerte y se vende algo. Al fin y al cabo, si ahora todo hijo de vecino escribe una novela, a ver por qué no voy yo, se ha dicho Roca Barea, a escribir también una.
Tal vez soporífera sea la palabra. Cornelia escribe a Antígona, que a su vez le responde, en una correspondencia que recuerda más a un intercambio de tesis doctorales que a una conversación entre dos mujeres con los hijos muertos y el alma hecha trizas. Todo es grandilocuente, retórico, ampuloso, sin estructura narrativa alguna. Se nota que Roca Barea ha leído mucho (y sobre todo que desea absolutamente que lo sepamos) pero no ha entendido que una novela, incluso una histórica, necesita humanidad. Aquí sin embargo no hay carne, ni contradicciones, ni debilidades, solo frases largas, cultas y absolutamente muertas. En estos tiempos en que a todo personaje histórico femenino se intenta convertir en referencia y bandera de algo, Roca Barea intenta que Cornelia no solo sea la madre de la patria romana sino una especie de feminista clásica, digna, sin pancarta y de derechas. Pero ni lo uno ni lo otro: lo que le sale es una mártir de mármol, una santa laica que aguanta estoicamente mientras la patria (ingrata, la frase es de Escipión) le roba a los hijos. Nada de cuestionar estructuras, ni emociones contradictorias, ni fisuras en su papel de madre romana. No. Todo ordenado, hierático, ejemplar. Y claro, más que leer una novela parece que estás en una misa laica con incienso académico.
Lo mismo pasa con los secundarios, cuando aparecen. Les dedicaría un párrafo más largo, pero no quiero aburrir a los lectores tanto como Roca Barea me ha aburrido a mí. Todos son decorado, fondo, morralla, peluca. Lo importante no es lo que hacen o dicen, sino lo que representan, y eso es mejor pasarlo por alto. Son como los que salen en las malas películas de romanos, donde todos parecen estar pensando en latín mientras se les cae la túnica y enseñan el Longines en la muñeca.
Roca Barea ya nos había avisado con Imperiofobia de que lo suyo era la historia con bandera nacionalcatólica. Con Ingrata Patria sólo cambia el formato del panfleto, ahora lo envuelve en papel albal de novela, pero sigue siendo lo mismo: una operación de blanqueo (y almidonado) emocional del pasado hispano a través de la idealización de Roma, con una autora que confunde rigor con nostalgia y profundidad con ladrillo. Porque lo peor de Ingrata Patria no es que esté mal escrita, que lo está. Es que pretende colocarnos una visión parcial y sesgada del pasado como si fuera una verdad universal. Roca Barea ha sido criticada en sus ensayos por tergiversar fuentes, omitir datos y maquillar hechos. Aquí esa tendencia no desaparece, solo se disfraza con citas y estructuras epistolares. Es como si te vendieran un dogma en pergamino reciclado y lo más irónico es que todo esto te lo presenta como una defensa del pensamiento libre y de la resistencia moral. A este paso, cualquier día nos venderá la biografía de Torquemada como una oda al pluralismo. Conociendo el currículum de la autora, no me extrañaría en absoluto.
Concluyendo, querido lector: Ingrata Patria es un intento (tristemente fallido) de hacer literatura con toga, una novela sin pulso escrita para correligionarios convencidos, de los que se lo tragan todo, que solo emociona a los que creen que Roma era una especie de maqueta en latín de la España eterna e imperial y en el cielo los luceros. Lo demás, puro cartón piedra. Aquí no hay tragedia ni conflicto ni dolor real: solo una autora lanzando su sermón, confiada en que el lector se quite el sombrero mientras bosteza en latín. “La novela histórica es peligrosa, y por eso hay que escribirla bien”, afirma doña Elvira. Y tiene toda la razón del mundo. Solo que ni Ingrata Patria está bien escrita, ni en ella hay peligro, sino aburrimiento.


Más que una crítica literaria parece una destilación biliar. “…un mitin baratero, una ideología (no precisamente de izquierdas) “. Queda claro por dónde anda la reseñadora.
Excelente crítica a una postura ultracatólica a la hora de rememorar la historia.