¿Conocía yo la historia de Florbela Espanca? Nada, ni una palabra. Conocía algunas páginas de su diario y algún poema suelto, pero por supuesto eso no es conocer: ni siquiera se le puede llamar a eso “estar de paso”. Marta Serrano Jiménez, la autora de Florbela Espanca, exiliada de la vida, tiene toda la razón: “En España seguimos ignorando la lengua y la literatura de nuestra hermana Portugal; nuestra gran deuda pendiente sigue siendo con la literatura portuguesa”. Yo conozco un poco de la literatura portuguesa: he leído de Pessoa todo cuanto se me ha puesto al alcance de la mano y a Eça de Queiroz (recientemente leí las crónicas falsas de El misterio de la carretera de Sintra, esa pieza “execrable” —palabra de Queiroz— que pese a las protestas de un autor consagrado hacia su yo más joven es una entretenida novela de detectives), y he leído Los lusiadas (no me acuerdo de nada) y El cielo en llamas, de Mário de Sá-Carneiro, y a algunos escritores que podrían pasar perfectamente por portugueses, como Clarice Lispector y Álvaro Cunqueiro, junto a muchos otros que sería tonto ponerme a citar. Y lo sería porque después de leer atentamente este libro embelesado sobre una poeta en la que lamento no haber ni llegado a estar de paso me doy cuenta de que no conozco nada de la literatura portuguesa: penosa afirmación, pero si alguien desconoce de una lengua a una autora semejante, lo cierto es que no se puede preciar de conocerla de nada.
No sé si Florbela Espanca (1894-1930) fue una mujer realmente triste. Hay, por lo visto, testimonios de amigas cercanas que recordaban los acentos de su risa aniñada y amarga, que la recordaban incluso feliz, palabra proscrita en los poemas de esa caminante impresionada por la noche de Lisboa “a la que la pena llamó hija”: pero no sería el primer caso de un poeta que une al intenso deseo de vivir una intensa desdicha, y que se aferra a algo tan frágil como una pluma para sostenerse en el vaivén de esas terribles fluctuaciones de la brújula que no consigue sujetar a su aguja. Ahora, sin embargo, y sólo después de haberla tratado amigablemente en esta proximidad tan familiar, estoy seguro de que Florbela fue una mujer tan feliz, por momentos, que no pudo dejar de sentirse en las largas resacas de una felicidad demasiado breve como esa mujer “a la que la pena llamó hija”: verso que no quiero dejar de repetir porque sitúa a Florbela en una estética y un sentimiento muy concretos, porque parece algo que un día se desprendió de un lejano alero y llegó temblando a su corazón, después de barrer con el ala todos los tejados de un crepuscular París de buhardillas. Pero su poesía fue exactamente así: romántica, tardíamente romántica, con la tonalidad taciturna de Verlaine, aunque envuelta en los ecos de todos los castillos de bohemia del Valois en los que, entre el sueño y la vida, reinó Nerval, monarca de los negros principados de una negra Aquitania. También a Florbela le aguardó desde siempre el temible enrejado de su propia calle de la Vieille-Lanterne, y sólo necesitó de un primer ensayo con barbitúricos para aprender la manera adecuada de quedar suspendida en ese reino intermedio del que, durante casi treinta años (escribió su primer poema a los ocho), traía los colores plateados de un radiante pesar.Llegué a mi media vida ya cansada
de tanto caminar. ¡Y me he perdido!
De un extraño país desconocido
soy, en el mundo inmenso, la exiliada.
Marta Serrano Jiménez, mejor conocedora que yo de la poesía particular de Florbela Estanca y del contexto general en el que surgió, explica esa tonalidad con una precisión tan elegante como alejada de las tendencias inflaccionarias de la crítica académica:
“Florbela encarna en su vida y su obra una suerte de transición tardía entre el romanticismo y el decadentismo con el modernismo portugués. Sus poemas son más decimonónicos que vanguardistas, si queremos someterlos a los corsés de la teoría, lo que se hace evidente no sólo en sus temas recurrentes (el amor, el dolor, la muerte, la agonía existencial y la búsqueda de Dios en una Naturaleza panteísta), sino también en el uso casi exclusivo del soneto como forma para dar cauce a su creación, mientras que en ese mismo primer cuarto de siglo la vanguardia se desarrolló en Francia y existen ya los caligramas de Apollinaire y en España los poemas visuales de Guillermo de Torre, las propuestas del ultraísmo y del Arte Nuevo y de los artistas del círculo de Giménez Caballero. También en Portugal hay recepción de la vanguardia, como en la revista Portugal Futurista, de la que se publicó un único número en 1917 figurando en la portada Almada Negreiros, Fernando Pessoa y Mário de Sá-Carneiro, entre otros. Pero la obra de Florbela es decimonónica; se siente más próxima a António Nobre y a Nerval. A pesar de vivir y crear en los años 20, su espíritu y referencias no se han movido del París-Lisboa fin de siècle“.
¿Encontró Florbela Espanca esa estrella incierta que le preguntaba a la noche si existía, aquella que parecía encerrar el misterio de una constelación maldita? Si la encontró, fue más allá del borde de esa cama que la vio dormir por última vez. Su poesía reconoció los interrogantes, los pulsos y las cadencias de ese horóscopo extraño que custodiaba allá lejos las cifras de su destino, pero ninguna poesía ofrece soluciones, tan sólo el rapto de una claridad entre tinieblas. En ese rapto se movía Florbela, como el rayo de luna del relato de Bécquer, espantada por el encaje roto de las tensiones entre la vida y el sueño, pero, dueña de una energía cada vez más desgastada, tratando de hacer algo con las manos clavadas en el madero de la falta de respuestas.
No sería justo terminar esta pequeña visita a ese bello paraje de Portugal que es la poesía de Florbela sin dedicarle además unas palabras a la autora de este libro. Hace tiempo, hablando de un largo poema (Superficies elementales) de Marta Serrano Jiménez, mencioné convencido su doble condición de “pensadora y poeta”. Y añadí, aún más convencido, el siguiente comentario: “Acabo con una apreciación muy personal. Tengo la certeza de que el camino de Marta Serrano como escritora no se encuentra tan claramente en la poesía como en el ensayo, y pocas cosas harían un mayor bien a una literatura hoy demasiado académica como un talento semejante (a mí me hace pensar en el de Clara Janés, Luce López-Baralt y Victoria Cirlot) para deambular por misteriosas profundidades”. No es ningún mérito mío que el tiempo me haya dado la razón, pero sí creo justo señalar que es mérito de la autora que lo haya hecho tan pronto. Podemos leer este libro para adentrarnos, en la mejor compañía posible, más allá de la vida y la obra de una poeta lamentablemente poco conocida pese a los elogios de Pessoa (un poeta poco dado a tocar siquiera el hombro de sus contemporáneos), que escribía, valiéndose de los restos de una alegría maltrecha, desde esa “profunda decepción con lo humano que la empujaba a la búsqueda del Dios”; pero también, y no lo considero un motivo menor, para descubrir a una autora que está destinada a ser al menos tan encantadora como los modelos de los que se sirve—desde Nerval a Cirlot, pasando por la familia de los paseantes germanos y los franceses abuhardillados— para tallar su propio estilo. La forma con que Marta Serrano Jiménez arropa la trayectoria personal y poética de Florbela Estanca es tan natural que casi se diría que ambas han tenido que beber de la misma marmita de colores embrujados. Hay una fragilidad que da su ligereza a este libro levitante de pura poesía, su cualidad como de haber sido montado con huesecitos de pájaro. La penetrante sensibilidad —palabra tabú, lo sé, pero ninguna más cierta— es tan absolutamente diáfana, y la facultad de ver más allá de lo evidente tan despejada, que se puede afirmar que el libro honra la difícil exigencia de los maestros por la palabra justa, no sólo en términos de precisión sino también de peso. Quizá haya otros libros más completos sobre Estanca en el aspecto biográfico o en el apartado crítico, pero dudo que haya una mejor manera de seguirle los pasos a esa doncella cristalina y desvaída que escribió como para morir más pálida de lo que vivió, más pálida de lo que era posible vivir, como si hubiera pasado sus treinta y seis años de existencia llenando cada palabra con su agua vital. Llenándolas hasta acabar así: flotando sobre su constelación por fin cerrada, entre los nenúfares dispersos que rodearon su cuerpo a la deriva de un amargo y amistoso Veronal.
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Autora: Marta Serrano Jiménez. Título: Florbela Estanca, exiliada de la vida. Editorial: Archivos Vola. Venta: Todostuslibros


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