La última gira de Sade la llevó desde la Costa Azul francesa hasta nuestras antípodas, pero no la trajo a Madrid. Iniciada en Niza, en abril de 2011, quedó concluida en Abu Dabi en diciembre de ese mismo año. Desde Moscú hasta Oakland, desde Belgrado hasta Sao Paulo, fueron decenas las ciudades visitadas en aquellos meses por esta comendadora de la Orden del Imperio Británico, pero ninguna española. Y fue una verdadera lástima. Y al volver tantos años después, cuando el tiempo de todos los de entonces ya pasó, parece que esa justicia inmanente que se atribuye a las cosas falló en aquella ocasión. Porque todavía es ahora, treinta años después de que dejase de visitarnos con esa regularidad que le marcaba su matrimonio con el cineasta español Carlos Scola Pliego, cuando, esporádicamente, hay columnistas que recuerdan la elegancia de sus atuendos cuando se la veía caminar como una madrileña más por el Paseo de la Castellana. Otros evocan en sus piezas, a menudo de verano, “Smooth Operator”, el tema que la dio a conocer como una de las voces más singulares de la escena musical internacional, canción que fuera el broche final a las mejores fiestas de aquellas noches. Y ya es decir, porque en aquellos años —los 80—, Madrid, como el París de la Generación Perdida de la novela estadounidense, era una fiesta.
Yo recuerdo a Sade en el Sol de la calle Jardines, uno de los establecimientos favoritos del Madrid de mi juventud. La vi solo una vez, a última hora, cuando la casa anunciaba su inminente cierre poniendo fin a una noche de rock & roll con “Pompa y circunstancia”, la primera de las cinco marchas compuestas por Edward Elgar bajo este título, que un amigo mío de entonces siempre confundía con “el himno inglés”. Y como ya sabíamos que ella era británica —ahora, ya digo, incluso comendadora del imperio—, aquella música grave y solemne —evocadora de los pífanos y los tambores que llevaron a los hijos de la Gran Bretaña a morir en mil batallas—, aquella noche, con Sade acercándose a la barra del Sol a no sé qué, me pareció que sí se hizo esa justicia inmanente de las cosas brindando una cortesía a “una tía auténtica”, que decíamos los amantes del rock & roll.
Bien es cierto que a ella el ritmo del diablo se le quedaba tan lejano como a mí ese pop sofisticado que Sade interpretaba. Musicalmente hablando, no teníamos en común más que la pasión por Astrud Gilberto y el amor al rhythm & blues. Pero Helen Folasade Adu, su verdadero nombre, era una chica de Londres. Del Londres del Swinging London —temprana referencia de mi mitología personal— y del Londres de London Calling, el mejor álbum de The Clash —referencia obligada de mi juventud—. Sade había crecido en aquella ciudad a la que los amantes del rock de los años 70 íbamos a buscar los discos prohibidos en España: el Aqualung de Jethro Tull, el Rock & Roll Animal de Lou Reed, sin censurar; el Sticky Fingers de The Rolling Stones con la portada original… Ya en los 80 se iba a Londres a por las primeras chupas de cuero, los boogies y otros atuendos de teddy boys… Aquel Londres de Camden Town y King’s Road que era la capital de la cultura juvenil del mundo entero. Toda una cantera de chicas de ayer, desde ella misma hasta Amy Winehouse, aquel Londres al que iban a comprar los tintes para el pelo las chicas de mi juventud.
Escuchar Diamond Life (1985), el álbum que le valió un Grammy a la mejor artista revelación, se convirtió en un símbolo de sofisticación. Sade sonaba a todas horas en todo el mundo, pero gustaba especialmente a la gente de mucho postín. Sin embargo, aquella madrugada que la vi acercase discretamente a la barra del Sol —discreción, concederle a la fama la servidumbre justa, siempre ha sido uno de sus encantos— a mí me pareció una chica de Camden. Y en efecto, en sus comienzos hubo un tiempo en que vendía ropa en Camden Town. En las escasas entrevistas a las que se presta suele recordar que cuando aquel primer álbum, con el que ya alcanzó la gloria, su vida distaba mucho de los diamantes. De hecho, pertenecía al movimiento squatter, una iniciativa por la que los artistas —aún diletantes— ocupaban los edificios públicos vacíos. Nada que ver con esa ocupación de cualquier vivienda que aquí fomenta y ampara el gobierno de progreso y los neoestalinistas que les apoyan.
En fin, que aquella noche que vi a Sade en El Sol y me quedé con ganas de saludarla, de decirle lo bien recibidas que eran las chicas de Camden en el Madrid de mi juventud, seguro que ella me hubiera contestado con cortesía. En aquellos bares del Foro de mi época, artistas y diletantes se mezclaban en deliciosa armonía. Y raro el notable que contestaba mal a un piernas que se acercase a él. Siempre yendo y viniendo, Sade también es una chica de ayer, del ayer de aquel Madrid.



Ya olvidada. Tristemente. Sofisticada, con clase, de belleza intemporal, etérea como un angel, con voz transparente y llena de matices. Su música un placer. Su gesto altivo y distante, de diosa griega. Gusto exquisito quien amó su imagen y su müsica. Páris la hubiese elegido a ella, sin dudas. Me hubiera gustado conocerla. Vamos, la antítesis total de Ana Belén o de Aitana a quienes conocer sería un castigo.
Sr. Memba, estupenda elección para su artículo. A ver cuando escribe uno sobre Diana Krall.
Saludos.