Algún día habrá que consagrar una circunvolución a la experiencia mística de la montaña. Hoy me ceñiré a mi emotiva ascensión de este verano a la montaña mágica de Japón, icono paisajista universal y duro competidor postal del Golden Gate californiano, de la torre de Eiffel en el París de Francia y del Gran Cañón en Arizona, USA.
El suceso, entre glaciares y fumarolas, acaeció en el curso de la estancia que el pasado julio disfrutamos invitados por la Universidad de Kichi-Kioto y que nos ha mantenido dolorosamente alejados del entusiasmo de los seguidores de este querido blog.
Han sido, en todo caso, días gratos y enriquecedores, no sólo en lo académico, sino en lo personal: además de dialogar con el cultísimo público nipón en torno a esa joya mística de nuestros siglos áureos que es el Cancionero de la Monjía del Maestrazgo, ocasión hubo también para encuentros con colegas a los que no veíamos desde hacía demasiado tiempo, como el erudito Collins Tapier o el entrañable Joe Caravaggio, de la Universidad de Wichita, eminente lector y analista siempre certero de la obra de Sor Inés de Sotosalbos.
Son importantes las subidas a la montaña, aunque sea sólo como concepto, signo y metáfora. Desde las que hicieran el poeta Petrarca o, ya en nuestra época, el ciclista Pantani, hasta la que el profeta Elías emprendiera al monte Carmelo, en Palestina, el camino de la ascensión ha jugado papel en la vida mística. En España tuve ocasión de subir cimas tan emblemáticas como el Ocejón alcarreño, el Teleno leonés o la montaña mágica del norte de Madrid, la terrorífica Maliciosa, entre cuyas agrestes anfractuosidades pasé no pocos inviernos en mudo diálogo con la Naturaleza.
Generosamente equipado, gracias a la munificencia del departamento de alpinismo de la Universidad de Kichi-Kioto, emprendía la ascensión al coloso del Lejano Oriente el viernes 25, día de Santiago, por el couloir Mikado bajo la abigarrada bóveda vegetal de las coníferas azules que, tapizando el cielo con sus copas, transformaban el alma en una minúscula parte de la Natura que nos envolvía. Tras cenar y hacer noche atendido por geishas tan gentiles como acogedoras en uno de los refugios que jalonan la ruta, proseguí hacia la cumbre en simpático coloquio con Agnes, una señora suiza que me acompañó las primeras horas de la mañana y que conocía bien el País del Sol Naciente y los caminos del Fujiyama. Agnes me instruyó sobre la leyenda de este volcán monstruoso y el misterio de sus nieves eternas, así como sobre la conveniencia de emprender de noche la peregrinación al cráter que lo corona. En la cumbre, frente a un paisaje que se extendía más allá de los límites de la costa y abarcaba muchas millas del Pacífico, evoqué aquellos versos de Paul McCann referidos a la autoridad de los dioses. Nos encontrábamos asombrosamente solos a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Por fortuna, el Fuji lleva ya siglos inactivo y nos permitió hacer noche junto al cráter en compañía de una simpática expedición venezolana que hacía salsa con unas maracas.
Salsa, salsa,
El pueblo pide salsa,
El cuerpo quiere salsa,
salsa, salsa.
Por la mañana el alma encandilada y el cuerpo en orden emprendían el descenso. Una experiencia mágica que sin duda marcará el resto de mi vida. Como dijera en ocasión memorable Andreas Schultz. “No es importante subir. Lo que cuenta es saber bajar”.
Gracias a todos por estar ahí.


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