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Mi nombre es Zamir, de Hakan Günday

Mi nombre es Zamir, de Hakan Günday

Esta novela es una denuncia de la hipocresía que se esconde en las organizaciones humanitarias, del cinismo de los líderes mundiales y de la forma en que Occidente limpia la conciencia. Y el autor denuncia todo eso a través de un personaje que no duda en chantajear a políticos, terroristas y activistas con tal de asegurar la paz.

En Zenda ofrecemos un extracto de Mi nombre es Zamir (Bunker Books), de Hakan Günday.

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Me he pasado trece años trabajando para una institución llamada First World Peace Foundation. Con sede en Ginebra y oficinas en sesenta y seis capitales, la fundación tenía 871 empleados. Aunque de estas 871 personas tan solo siete tenían el cometido de actuar como enlaces. Y yo era uno de ellos. Aunque esto de enlace era un título simbólico y se conservaba más bien por motivos románticos. La descripción del cargo que aparecía en el convenio que firmábamos era muy escueta: intermediar entre dos partes en conflicto o en estado de guerra, conseguir que se sienten a la misma mesa y después retirarse. En la página web de la fundación se podía encontrar una definición bastante similar sobre los objetivos con los que se había establecido la institución. En pocas palabras, la descripción de un trabajo ficticio que daría un estafador: «Generar y desarrollar procesos de diálogo que favo­rezcan la paz».

Oslo había sido el centro de este sector desde la Segunda Guerra Mundial y allí se habían cimentado los procesos de paz más eficientes. Pero con la desaparición de la URSS de la ecuación, es decir, con el final de la Guerra Fría, el eje se había desplazado a Ginebra. Eso es lo que había favorecido que se hubiese creado la First World Peace Foundation en aquella época. Después se habían creado muchas fundaciones similares pero la FWPF seguía siendo la insti­tución estrella de la ciudad. Los enlaces contribuían al brillo de esa estrella. Lo que les contábamos a quienes decían no entender a qué nos dedicábamos era que nos considerábamos diplomáticos civiles que no se hallaban al servicio de ningún Estado. Vestíamos como diplomáticos y hablábamos como ellos, pero un diplomático nunca podría resolver los asuntos de los que nosotros nos ocupábamos. Y eso era porque nosotros no teníamos que rendir cuentas ante ningún Estado de los pasos que dábamos. Ni teníamos que cumplir ningún protocolo. Quizá una buena manera de definirnos sería la de diplomáticos fantasma. Porque los auténticos diplomáticos aguar­daban a que se les abriesen las puertas y nosotros atravesábamos las paredes si era preciso. Al contrario que ellos, el mundo en el que nosotros existíamos era bastante más complicado y oscuro. Porque, en realidad, nuestra principal tarea consistía en persuadir e incluso forzar a las partes beligerantes a firmar la paz o al menos decretar un alto el fuego utilizando todos los medios a nuestro alcance. Si dos ministros de exteriores o dos jefes de Estado firmaban un acuerdo de paz y ofrecían una concurrida rueda de prensa, con toda segu­ridad nosotros habíamos sido los que habíamos propiciado que se llegase a ese momento. También podía ser que se tratase de un grupo, considerado terrorista por unos y una guerrilla separatista por otros, que después de setenta y cinco años de conflicto renun­ciase a la lucha armada, una decisión tras la que habría habido un largo camino y que con toda seguridad nosotros habíamos propi­ciado. Todas las conversaciones empezaban con nosotros. Noso­tros dábamos siempre el primer paso. Los servicios de inteligencia llegaban después. A fin de cuentas, nos ofrecíamos a todos los servicios secretos. Porque puede que los enlaces no fuésemos del todo imparciales, pero actuábamos en territorio imparcial. Incluso con nuestra propia carne y sangre éramos terreno neutral. Éramos terreno neutral parlante y andante al servicio de todo psicópata de sangre fría y de cualquier sociópata afectuoso que hubiese en este mundo.

A fin de cuentas, mi trabajo era vender paz. Me esforzaba por convencerlos de que aceptar la paz que les ofrecía era bastante mejor que masacrarse unos a otros. Para conseguirlo no había camino que no intentase. La amenaza, el chantaje, el engaño, la mentira, la calumnia, el soborno… cualquier cosa que se me viniese a la cabeza. Para obtener esa paz me dedicaba a hacer lo mismo que solía necesitarse para iniciar una guerra. Como resultado, solo conseguía sentirme bien en aquellas salas acristaladas llenas de fumadores que no me conocían de nada.

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Autor: Hakan Gündar. Título: Mi nombre es Zamir. Traducción: Suleyman Matos. Editorial: Bunker Books. Venta: Todostuslibros

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