[11-24 de agosto]
Continúas en el balneario. Último día de calma: baño en el lago y lectura tranquila. Hoy terminas de leer Una música, de Hernán Ronsino. Lo conociste en Buenos Aires y compraste varios de sus libros en la librería Eterna Cadencia —que es también la editorial que lo publica allí—. Sus intervenciones en la mesa redonda en la que participó te resultaron brillantes y llenas de sentido común. Una música te ha llegado desde el primer momento. La historia de un pianista que regresa a Argentina tras la muerte de su padre. Has descubierto ahí un escritor sólido, reflexivo, contenido. Te conciernen especialmente los pasajes dedicados a la música de piano, pero también al duelo y a la memoria. Y el modo en que se integran en la trama para que todo funcione al final. Prometes seguir descubriéndolo. En casa tienes Glaxo y será una de tus próximas lecturas.
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El martes regresáis temprano a casa. Seis horas de coche que terminan de rematar la tendinitis de los antebrazos, esa que no ha conseguido aliviarse en los días de descanso. Llegas con el tiempo justo de echar una siesta y acercarte a la fisio. Te dice que vuelves mucho peor de lo que te fuiste, y te ruega que descanses los brazos, que intentes no escribir. La miras y sonríes. Es justo lo que vas a empezar a hacer ahora: escribir como un poseso.
Por la noche veis Sorda, la película de Eva Libertad. Tenías algunas reservas: imaginabas que parte del éxito obedecía al tema y a la necesidad de visibilizar la realidad de la protagonista y su entorno. Pero desde el primer minuto te sorprende la elegancia, la técnica, la manera de contar. El juego de perspectivas, la complejidad del enfoque, el modo en que evita el panfleto moral. Te emociona el qué, pero sobre todo el cómo. O, mejor dicho, la fusión inseparable de ambos. Eso que, al final, llamamos arte.
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El miércoles madrugas y logras reescribir un capítulo de la novela. Lo haces con dos cinchas en los antebrazos para aliviar la tendinitis. No sabes si sirven de mucho, pero la imagen tiene su gracia: pareces un tenista en pleno partido. Escribir también quiebra el cuerpo.
Terminas a media tarde y sales para Mazarrón, donde participas en una conversación literaria con Gregorio León y Jerónimo Tristante. El evento es las diez de la noche en un polideportivo. Pensabais que no se iba a acercar nadie, pero al salir hay casi cien personas. La conversación fluye, estáis a gusto y no paráis de hacer bromas. Alguien os pregunta al final si no os habéis planteado juntaros los tres para haceros una especie de Carmen Mola. Respondéis que no lo veis muy claro. Aunque lo más difícil sería encontrar un buen nombre. Quizá algo muy murciano. Fuensanta Guillamón, propones tú. Quizá con ese…
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No duermes bien en el hotel y regresas a casa en cuanto amanece. Pasas el día entero rematando la entrada del diario dedicada a Buenos Aires y los primeros días en el balneario. Vivir dos veces empieza a desbordarse en extensión. Tendrás que ser más sintético. Sobre todo porque no debería robarle demasiado tiempo a la novela, y hoy se lo ha llevado todo. También has llegado demasiado justo a la entrega.
Por la noche lees El arqueólogo, la nueva novela de César Aira, que compraste recién salida del horno en Buenos Aires. Te parece una novelita muy normal. Correcta. Nada especial. Algunas reflexiones lúcidas sobre el pasado y la memoria. Pero nada más. No ves por ningún lado la renovación, la experimentación… todo eso que, como un mantra, se atribuye a cada libro de Aira. O se te ha escapado a ti o en este caso realmente no están. A pesar de eso, la disfrutas, como se disfrutan las películas menores de Woody Allen. Siempre dejan algo contigo.
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El viernes escribes toda la mañana y avanzas algo más. Te aproximas al fin de la primera parte. Revisar cada párrafo te cuesta horas. Creías que esta reescritura iba a ser más ligera, apenas un trámite. Pero está resultando un trabajo de orfebrería.
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Series y películas que no acaban de ir a ningún lugar:
Alien: Planeta Tierra. La serie no puede ser más lenta. De nuevo, tienes la sensación de que todo funcionaría mejor en una película. En la serie se alargan tramas sin demasiado sentido. Monstruos, efectos, sangre. Y muy poco más.
El último Superman te da vergüenza ajena. Una infantilización constante que te expulsa de la historia. Además, el arranque in media res impide empatizar con el personaje. Se salta precisamente lo que humaniza a Superman: el descubrimiento de los poderes, la infancia, los padres adoptivos, el flirteo con Lois Lane. Si la tesis de la película es subrayar la humanidad del héroe, omitir justo eso para luego recuperarlo como conclusión resulta un disparate narrativo.
También The Shrouds (Los sudarios), la última de David Cronenberg, te decepciona. La premisa te atraía: mortajas digitales que permiten ver la descomposición del cadáver, una especie de imagen post mortem continua. Y todo el imaginario morboso de Cronenberg desplegado. Hasta ahí, perfecto. Pero después la trama se desborda y se pierde, como ya ocurría en Crímenes del futuro, aunque allí se sostenía un poco más. Aquí sientes que se ha desaprovechado la oportunidad de explorar de verdad el duelo digital. Aun así, es Cronenberg. Y el arte siempre permanece.
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El domingo terminas de reescribir el final de la primera parte de la novela —son seis en total; vas lento—. Apenas sobreviven unas frases de la primera versión. Avanzas despacio, pero seguro. Tardarás lo que haga falta. Lo único importante es la constancia: cada día un poco, como sea.
Con esas ideas todavía en la cabeza, te llama la Julia. La han sentado mal en el sillón y no hay nadie para moverla. Sales a toda prisa en el coche y la colocas bien. Mientras la ayudas, la mente sigue en otra parte: en los personajes, en lo que acabas de escribir. Como si la profesora protagonista de tu historia importara más que la Julia. A veces la creación es egoísta: conquista tu mente y te arranca de la realidad.
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El lunes es el peor día de la ola de calor. Sales a la farmacia y, al volver, quema el aire. No hay nadie por la calle. Los pocos que transitáis por la acera os miráis de reojo, como si fuerais supervivientes de un apocalipsis. Te dices que hoy sería una noche ideal para salir. Esos días extraños de fiesta en la que los que todo es posible. Has vivido algunos así. La complicidad maravillosa de los días inesperados.
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Lees sobre el consentimiento, el poder, la asimetría afectiva, la cultura de la cancelación. Ensayos, artículos, textos teóricos. En el primer capítulo de la segunda parte, la conversación entre dos personajes está atravesada por esas ideas. De momento, todo suena demasiado ilustrativo, un despliegue de posiciones y argumentos. Sabes que después habrá que bajarlo a tierra, borrar las referencias, dejar solo la carne de la historia. Pero intuyes que este es un terreno pantanoso. Temes que aquí pueda desmoronarse la novela. Por eso, detrás de cada párrafo late un ensayo entero sobre la cuestión. La revisión de este capítulo —que en su momento escribiste desde la pura intuición, sin apenas consultar nada— te va a llevar semanas.
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Te pinchan ozono para tratar la tendinitis. También para mitigar el resto de dolores que te hostigan. En la sala de espera descubres que ofrecen un tratamiento holístico por vía rectal. Más tarde, cuando el médico ya te ha pinchado en la cadera, en la espalda, en el cuello y en los antebrazos, y ves que aún le queda algún cartucho, se lo propones: «¿y no habría sido mejor que me lo metiera directamente por detrás?». Se ríe. Y confiesa que, a tenor de cómo venías de contracturado, no lo había descartado.
Regresas a casa a mediodía, moviéndote como un Robocop bajo el sol de plomo, con el aire caliente golpeándote la piel. No puedes evitar ver la película desde fuera: pura distopía. Por suerte, la noche te calma. Y al día siguiente amaneces algo más recuperado.
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Miércoles por la tarde. Cumpleaños de Alicia. Reencuentro con amigos en la casa de Alberto, en Cabo de Palos. Es un anfitrión espectacular. En cuanto te enseña el pequeño órgano que ha comprado, te lanzas a tocarlo como un niño. Tiene que desenchufarlo para que subáis a la terraza y dejes de molestar.
Aunque te habías prometido no beber —y tenías la excusa del ozono—, no resistes la tentación. La resaca del jueves se alarga hasta la tarde. La pasas leyendo los ensayos sobre consentimiento y poder que tienes abiertos en el escritorio (Unwanted Advances de Laura Kipnis; Neoliberalismo sexual de Ana de Miguel; La ficción del consentimiento sexual de Rosa Cobo). También algunos textos sobre Balthus, el pintor al que estudia la protagonista de tu novela. Al leer sus memorias, descubres lo poco que sabías de él más allá de los clichés que han terminado por envolver su obra.
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Viernes y sábado es una maratón de guion de El dolor de los demás. Joaquín y tú pegados a la pantalla, terminando el tratamiento y la estructura definitiva, antes de pasar a dialogarla. Mañana y tarde, sin siesta. Encontráis de nuevo soluciones rápidas a los escollos que habían surgido y os tenían bloqueados.
Termináis mareados. Pero satisfechos. Esto para ti está siendo una escuela. No sabes qué saldrá de ahí, pero no se puede decir que no lo hayáis trabajado. Mucho más de lo que habías imaginado.
Te cuesta, sin embargo, volver a lo que escribiste. Y es extraño. Porque el movimiento es doble. Tu novela era una “no ficción” —en la medida en que una escritura atravesada por la memoria puede serlo— y apenas te permitiste ciertas licencias. El guion, en cambio, es otra cosa: conserva el espíritu de la novela, pero se permite más libertad. Si se pudiera medir la proporción entre ficción y realidad, la novela tendría más “hechos comprobables”, más realidad bruta. Aunque la verdad esencial, la que importa, sigue ahí. O eso quieres creer.
Lo más asombroso es que, a pesar de las variaciones —personajes alterados, hechos cambiados de lugar, invenciones puras—, sientes que sigue siendo la misma historia. Y, de algún modo, incluso más real. El hecho de imaginar a los personajes, los espacios, las situaciones de un modo tan visual, compuesto para ser interpretado, paradójicamente lo acerca todo a la realidad. Sobre todo a las personas/personajes de la historia. Ya no sabes si la interpretación los hará definitivamente carne o los reducirá a cartón, dejándolos en el terreno de la ficción. Ese será otro momento. Lo temes y lo deseas.
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El domingo te levantas temprano y avanzas unos párrafos de la novela. Quieres dejarlos terminados antes de salir para Almería al Cooltural Fest. Rafa, más conocido como DJ Don Fluor, cierra esta noche el festival y se le ha ocurrido subir a todos los amigos al escenario. Tú lo acompañas en el viaje, como si fueras un músico más de la expedición. Jorge, Fran y Goyo, músicos de verdad; tú, mera comparsa. Pero con actitud.
Allí te encuentras con más amigos, Jesús y Jota. Saludas a los Dorian, charlas con Marc, miras de reojo a los Crystal Fighters y a los Alcalá Norte. Te gusta vivir el festival desde dentro. La acreditación, la zona de artistas, el camerino, viajar con tu teclado Micro Korg… Te metes en el papel rápidamente.
Al final del concierto, Rafa os llama y os presenta para acompañarlo en «Dubi-Dubi», de Vruto, y «Rincón Exquisito», de Second. «A los teclados —anuncia—, el hasta ahora escritor Miguel Ángel Hernández». Tal vez él no lo sepa, pero para ti es un regalo inmenso. Siempre lo has dicho: eres un músico frustrado, por encima de cualquier cosa. Y rodearte de amigos músicos, entre otras cosas, te permite proyectarte en ellos, en sus éxitos, en sus canciones, en esa música que, de algún modo, también sientes como tuya.
Hoy saltas y bailas en el escenario, frente al teclado, sin atreverte demasiado a mirar al público —esto para la próxima vez—, pero con alegría en el rostro. No te duele nada. Ni los brazos, ni la espalda, ni los gemelos. Es la noche luminosa de la música y la amistad. También de la fiesta, que se alarga hasta el amanecer. Mañana —bueno, en un rato— te pasará factura; lo sabes bien. Pero ahora mismo no importa. Hay momentos que merece la pena vivir literalmente «como si no hubiera mañana». Y este, sin duda, es uno ellos.



La normalidad del pseudointelectual