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Don Julián o el poder corrosivo de la literatura

Don Julián o el poder corrosivo de la literatura

Imagen de portada: El Rey Rodrigo montando a su caballo Orelia en la batalla de Guadalete (Marcelino Unceta)

He visto todas las entrevistas disponibles de Juan Goytisolo. He escuchado su voz pausada, socarrona, lúcida. He trabajado su discurso del Premio Cervantes con mis alumnos —como ejercicio de comprensión oral— y he citado sus palabras, sin pedir permiso, tanto en Zenda como en El Periódico de Aquí. No por rendirle homenaje, sino por pensar con él.

Incluso en los viajes largos con mis hijos —de Sevilla al Rincón o a la inversa— ha sonado más de una vez su voz en el coche, para fastidio general. Mi hijo Blas, por ejemplo, suele dormirse antes del minuto tres, inmunizado ya contra cualquier literatura de combate.

Goytisolo no es un autor de culto: es un autor de combate. Difícil. De mirada torva. Y si regreso ahora a Reivindicación del conde don Julián, no es para desenterrar un clásico radical, sino para preguntarme si todavía es posible escribir como él: a dentelladas, contra la patria, la lengua, el mito.

“Tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti”.

Así comienza el libro, y ya en esa primera línea se declara una relación belicosa con España. La España que Goytisolo retrata no es una patria, sino una caricatura sagrada. Sus ídolos —el Cid, Isabel la Católica, Séneca, el apóstol Santiago, Unamuno, Millán Astray, Manolete, Corín Tellado— son máscaras que el narrador arranca, una a una, hasta dejarlas en carne viva.

La historia oficial se convierte en un desfile grotesco; la identidad nacional, en una coartada estética; la lengua, en un artefacto que estalla desde dentro.

En un país donde —como sugirió el propio Goytisolo al analizar el lenguaje del régimen— la censura ya no impone silencio, sino que lo sustituye por ruido, Don Julián no busca ser escuchado ni comprendido: busca romper el altavoz.

Es el gesto sacrílego de un autor que decide, con todas sus consecuencias, abandonar la tribu. No exiliarse, sino desertar.

El traidor necesario

Juan Goytisolo no se fue dando un portazo, ni derramando lágrimas por la patria perdida. Si hubo despecho, lo convirtió en lucidez. Si hubo nostalgia, la transmutó en dinamita. Se marchó porque comprendió —antes que muchos— que el lugar que le ofrecían no era una casa, sino una celda con cortinas rojigualdas, vistas al altar, vírgenes peninsulares a cual más casta y bustos marmóreos a cual más épico.

Su salida no fue la del exiliado que sueña con volver, sino la del fugitivo que ha descubierto que no hay regreso posible a un origen falsificado.

“Nueva Atlántida, tu patria se ha aniquilado al fin: cruel cataclismo, dulce alivio”.

Y ese alivio no nace del odio visceral, sino de una rabia pensada: una furia fría, cargada de argumentos. La patria que Goytisolo dinamita no es una geografía, sino un repertorio emocional de obediencia y consigna. Un aparato simbólico que exige fidelidad a héroes huecos, vírgenes inmaculadas y pensadores domesticados.

En Don Julián, la historia no se discute: se prende fuego.

"En una época en que la disidencia se ha vuelto protocolaria y la crítica, rentable, la voz de Goytisolo incomoda no porque provoque, sino porque no se deja asimilar"

Por eso su prosa estalla. No se acomoda a la sintaxis del ensayo ni a la convención de la novela. Se desborda, se tensa, se abarrota de sarcasmo, de imágenes retorcidas, de estructuras que hacen crujir el idioma. Goytisolo no escribe para ser entendido, sino para desarmar con cada frase. No argumenta: coloca explosivos. Cada página es un sabotaje a la retórica del orden.

Y ahí reside su urgencia. En una época en que la disidencia se ha vuelto protocolaria y la crítica, rentable, la voz de Goytisolo incomoda no porque provoque, sino porque no se deja asimilar. Hoy, cuando la literatura se confunde con el producto editorial y sirve de peaje hacia el aplauso, el gesto de Goytisolo —radical, incómodo, disonante— se vuelve aún más necesario. No para imitarlo, sino para medirnos frente a él.

¿Somos capaces, hoy, de escribir desde el margen real, sin pedir permiso ni recompensa? ¿O hemos domesticado incluso la disidencia?

A Goytisolo no se le perdonó ni la lucidez ni la desobediencia. En su discurso del Cervantes de 2014 —ese que puse dos veces por clase a mis alumnos antes del examen de comprensión oral, y del que más de uno salió huyendo— volvió a mostrarse como lo que siempre fue: un autor no integrable.

El Cultural publicó entonces un artículo de Fernando Aramburu que condensaba ese rechazo: no gustó su tono, ni su visión, ni su denuncia. Puede que la intervención no tuviera la nitidez de otros momentos, pero mantuvo lo esencial: no habló desde el consenso ni desde el homenaje, sino desde un margen que ya nadie mira.

Y esa coherencia incómoda —sin concesiones ni coartadas— es, quizás, lo único verdaderamente imperdonable.

Lengua, patria y dinamita

Hay traiciones que no se cometen con una daga, sino con un diccionario. Don Julián no solo dinamita el imaginario nacional, sino también la lengua que lo sostiene. La sintaxis española —educada en la claridad, la corrección, la mesura— se convierte aquí en un instrumento de sabotaje. Frases barrocas, ironía corrosiva, torsiones semánticas: un castellano llevado al límite. Escribir así es colocar una bomba en la gramática del consenso… y confiar en que haya al menos un lector que sobreviva al estallido.

"No hay piedad. Hay sátira, escarnio, violencia simbólica. Y no para provocar ni redimir, sino para desmontar"

Goytisolo usa el idioma como quien roba la artillería del enemigo para tomar su bastión. No busca embellecer ni refinar: retuerce, fuerza, hace estallar. Cada página sacude la retórica oficial, esa que bendice vírgenes, cruzados y héroes de postal. No solo dice lo que incomoda, sino que lo dice con una lengua impropia, desacatada, ajena a toda lógica de domesticación.

En ese castellano de combate, el “garbanzo” sustituye al pensamiento, Séneca se arrastra como torero jubilado al que nadie ha pedido consejo, e Isabel la Católica —madre fundadora, flor de pureza— acaba profanada en… bueno, mejor no preguntarle a tu abuela. Y menos si reza el rosario. Aquí lo sexual no es una provocación gratuita, sino alegoría: el cuerpo como escenario del derrumbe. La patria ya no es madre, sino mito hipertrofiado, inflado por siglos de retórica viril. Y ese mito, Goytisolo lo revienta a golpes de inversión obscena.

No hay piedad. Hay sátira, escarnio, violencia simbólica. Y no para provocar ni redimir, sino para desmontar —por la vía del exceso— ese sentimentalismo fundacional que, según Goytisolo, sostiene desde hace siglos la ficción de España.

La transgresión sexual como espejo político

En Don Julián, la sexualidad no es una provocación gratuita, sino el terreno más eficaz —y más tabú— para desestabilizar los pilares de una nación cimentada en la represión y el ideal ascético. El cuerpo, aquí, es trinchera y escenario: cada gesto obsceno, cada escena de sometimiento, opera como dinamita simbólica contra la España nacional-católica.

"Goytisolo no escribe desde la pornografía, sino desde la insurrección. Su violencia sexual es alegórica"

No es casual que el narrador se disfrace de Caperucita Roja y sea devorado por su abuela transformada en moro, ni que la culebra —símbolo fálico, pulsión incontrolable— se cuele por cada rincón del texto como antídoto contra la castidad impuesta. Tampoco lo es —aunque aún pueda escandalizar a algún catequista— que en el delirio final la madre del niño sea ofrecida en sacrificio mientras Julián oficia como sumo sacerdote de un aquelarre carnal y desmitificador. La intención no es escandalizar, sino invertir el relato. Sustituir el mito fundacional por la escena del cuerpo deseante.

Goytisolo no escribe desde la pornografía, sino desde la insurrección. Su violencia sexual es alegórica: demuele la iconografía de la virgen, de la familia, del padre protector. Porque no hay crítica política verdaderamente radical sin romper también el imaginario erótico que la apuntala.

Iconoclasia: dinamitar lo sagrado

Juan Goytisolo no desacraliza desde el librepensamiento, sino desde la iconoclasia. No se limita a contraponer razón y fe: entiende que los ritos, las imágenes y los dogmas son tecnologías de poder, inscritas en la carne simbólica de un país. En Don Julián, lo sagrado no se refuta: se ridiculiza, se parodia, se invierte.

"Pero Goytisolo no se queda en el folclore: también revienta los cimientos teológicos"

La Semana Santa aparece transfigurada en carnaval grotesco: los caballeros del Cristo de la Buena Muerte desfilan al ritmo de bongós; los pasos procesionales se cruzan con carrozas de mulatas, confeti y turbantes. El capirote cae, y debajo no hay redención: hay el rostro sonriente del traidor que se sabe aureolado. La religión —insignia nacional, marca identitaria, refugio del alma española— se convierte en teatro. La penitencia, en feria. La cruz, en fetiche.

Pero Goytisolo no se queda en el folclore: también revienta los cimientos teológicos. Isabel la Católica —madre de la patria, santa de la historia oficial— es reducida a estampa kitsch, heroína de catecismo franquista y de novela rosa. El españolismo católico, sostenido por un Séneca convertido en torero retirado y por santos a caballo como Santiago Apóstol, se desploma como un guiñol viril, piadoso y vacío.

Para Goytisolo, la patria no se edifica sobre ideas, sino sobre imágenes sagradas. Por eso, escribir exige primero prenderles fuego. Tal vez temía —con razón— no poder escribir si no ardían antes esos ídolos.

¿Cómo leer hoy Don Julián?

Más de medio siglo después de su publicación, Don Julián sigue siendo un libro incómodo. No porque escandalice —hemos aprendido a trivializar incluso lo corrosivo—, sino porque se resiste a la domesticación. No encaja en planes de estudio, no circula en celebraciones culturales, no se cita como monumento literario. Es un libro que se prefiere en silencio, como si su violencia simbólica aún tocara una herida mal cerrada.

"Aquí no hay evocación ni diálogo. Solo ruptura. Dinamita"

Tampoco ayuda que no venga con advertencia, como las cajetillas de tabaco: “cuidado, esto no es lectura de sofá ni de club con infusión ecológica”. Porque no lo es. Y eso forma parte de su grandeza: Don Julián no ofrece respuestas, obliga a confrontar ficciones nacionales. No busca educar ni reconciliar. Su apuesta no es ética ni estética: es ontológica. ¿Puede un escritor dejar de ser lo que la historia y la lengua le enseñaron a ser?

Publicado en 1970, es el segundo libro de la llamada “trilogía del mal”, término que Goytisolo aceptó con ironía. No es el más nostálgico ni el más experimental: es el más letal. Aquí no hay evocación ni diálogo. Solo ruptura. Dinamita.

Tal vez por eso cuesta tanto leerlo hoy. Porque leerlo bien implica asumir que hay libros que no consuelan, sino que destruyen. Libros que no nos invitan a pensar, sino que nos piensan. Y eso, reconozcámoslo, no es cómodo. Yo mismo lo intenté varias veces, y siempre abandonaba la lectura: me sacudía sin aviso, sin orden, sin tregua. Era como leer dinamita encendida. Y tal vez por eso merezca seguir leyéndose.

Contra la reconciliación

Juan Goytisolo no escribió Don Julián para dialogar con España, sino para romper ese diálogo. No hay en su gesto voluntad de corregir, sino de abolir. El libro no puede leerse como una alegoría de la disidencia amable ni como una invitación al entendimiento. Don Julián es el reverso de la pedagogía democrática: no propone puentes, los dinamita con furia.

Y ahí está, tal vez, su enseñanza más incómoda: hay momentos en que la lucidez no consiste en tender la mano, sino en retirarla. No todo puede reconciliarse. No todo debe salvarse. Goytisolo lo entendió bien. A veces, la única salida honesta es desertar. Romper el relato. Cancelar la misa.

Por eso Don Julián no es solo un acto literario: es un acto moral. Un gesto extremo, incómodo no solo por su radicalidad, sino por su coherencia. Goytisolo eligió quedarse fuera del canon —y asumir el coste— antes que modular su voz para ser aceptado. Su legado no busca agrado ni consenso: exige escribir sin miedo, sin permiso, sin deber. Y saber, desde el inicio, que se pagará el precio.

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