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Sé morir, de Elena Mesa

El protagonista de este libro tiene dieciocho años cuando deja su casa y se va a vivir a un monasterio. Quiere pasar el resto de su vida en soledad y silencio. Lo intenta. Un año después, muere. Dicen que lo ha matado la guerrilla, como a tantos. Pero la verdad es otra.

En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Sé morir (Tránsito), de Elena Mesa.

***

La raíz

Hay que comprobar cuánta verdad hay en el dolor,
cuánta vida late en la herida.

Jesús Aguado

Cuando él tenía cinco años, acercó su oído al vientre de mi mamá. Tía, la niña está llorando, dijo. Mi madre y la suya creyeron sin dudar en esa certeza que crecí escuchando toda mi vida. Los niños que lloran en el vientre son muy inteligentes, repetía la abuela cada vez que la historia volvía a aparecerse por ahí. Él lo era mucho más, y cuando cumplió dieciocho años eligió salir de casa para irse a un monasterio y pasar el resto de su vida en soledad y silencio. Lo hizo, o por lo menos lo intentó. El año que pasó allí nos enviamos cartas manuscritas cuyos mensajes recuerdo con poca claridad, lo que no sucede con la imagen de su caligrafía en mi cabeza. El tamaño de su letra vuelve a mi memoria fácilmente, el rasgo frágil de esa marca personal que dejamos todos en el papel. Lo reconozco en esa otra huella dactilar que es la escritura.

Después él se murió. Lo mataron, dijeron. Cómo cuestionarlo, si lo único que se necesitaba para morirse era estar vivo, como decíamos en el barrio en aquella época, porque en ese momento todos se morían: los buenos y los malos. Él era bueno. Aprendimos desde pequeños que había que buscarle un lugar a las heridas. Acertamos. Fallamos. Escribimos.

Pasaron veinte años y volvió a mí su imagen en un sueño, como un presagio. En él, yo sostenía su cuerpo, que pesaba muy poco. Era de noche, y alguien más me ayudaba a cargar sus pies mientras yo lo agarraba de las manos. Todo era en blanco y negro. Otra vez lo enterrábamos.

Un par de meses después, poco antes del inicio de la pandemia, supe la verdad. El sueño hizo de las suyas y yo volví a enterrarlo. Lloré de nuevo mientras imaginaba el trayecto que recorrió durante la noche de su muerte, solo. Y las horas que sostuvieron su decisión. Y el momento en que eligió un árbol del camino y ató una soga que construyó con ayuda de los cordones de sus zapatos, los que su hermana le había regalado. Los mismos que harían un gran eco en su historia mientras ella decía: «Usó los cordones de los zapatos que yo le di». ¿Cuánta verdad hay en el dolor?

Recibí el diario que él escribía y que estuvo guardado durante veinte años. Me fui a un monasterio: soledad y silencio. Llevé su diario, lo leí. Repasé con cuidado sus páginas, vi su letra intacta en mi memoria. Encendí una vela que había en la mesa de noche de la habitación, le hablé.

La reserva en el monasterio fue aleatoria, debía esperar la fecha que me correspondiera, y así fue. Llegué allí el dieciséis de julio del año 2022. Ese mismo día, veinte años atrás, él caminó solo durante la noche hasta el cansancio y ató la soga a un árbol. Dejó de respirar. ¿Qué es esto? Hay vida latiendo en el fondo de las heridas. Hay vida latiendo en el espacio que dejan los que ya no están. Yo escribo.

***

Para todos, porque en esta ficción están
sus íntimas verdades

***

Poco sé de la noche

Mamá creerá que jamás iré al cielo y que mi alma estará por ahí deambulando como las de todos los que no logramos encajar. Le tomará un tiempo decirlo en voz alta. Mentirá cuando pregunten por mí. Y tú ¿cuánto tiempo necesitarás para dejar de buscar explicaciones en mis diarios, en tu memoria rota?

Hoy, después de nuestro último paseo por el barrio, ataré una soga a un árbol. Dejaré de respirar. Ya no voy a preguntarme quiénes están en lo correcto. Los vivos o los muertos. Yo he elegido mi bando.

Mientras voy a verte, hermana, pienso en cuántos pasos son necesarios para llegar a casa y cuántos otros para caminar por las calles del barrio, loma arriba, dibujando con la punta de los dedos las casas que ya no están, los graneros que han ido cerrando, las cantinas que hoy no abren, el rostro que parecen dibujar las montañas acostadas mirando al cielo. Como pensábamos que sucedía cuando éramos niños y corríamos a lo más alto de la loma, y en vez de adivinar las formas de las nubes, lo hacíamos de las montañas y tú decías: «Este es un señor muy narizón», y yo me reía y te decía que ese otro tenía barriga. Una gran familia de montañas con defectos; nosotros, acostados mirando las nubes, y nuestros dedos de niños delatándolos en su silencio, el mismo del que estamos hechos, un silencio de montaña.

He usado hoy los zapatos que me diste la última vez que nos vimos y que me recuerdan los tenis rojos de la infancia, mis preferidos. Un solo par a la vez, porque no podíamos tener varios, eso no nos correspondía. Nos correspondía salir a la calle corriendo, a veces descalzos, adivinar la hora en que mamá debía regresar a casa y apostar las papas fritas como recompensa. Tú decías «ya casi viene», porque había tronado de un portazo la puerta del vecino y ella siempre regresaba después de él. Yo te decía que estabas equivocada porque eso solo sucedía los lunes, y así pasábamos un rato, hasta que alguno de los dos se quedaba dormido. Después la ayudábamos a sostenerse de las paredes porque estaba muy cansada y le faltaba uno de sus tacones altos. Otras veces regresaba a casa con la cara lastimada, y tú le preguntabas: «¿Quién te pegó?», y ella te estrujaba fuerte para que no volvieras a preguntar nada. Entonces dejaste de hacerlo, porque para qué querría una niña saber algo así. Tal vez por eso hemos sido dos personas discretas que apenas dicen lo que piensan.

Allí, donde he pasado mi último año, dicen que está muy bien ser discretos, que vamos a glorificar la soledad, poderosa, sabia. Así que cuando escuché que existía un lugar así, pensé que había encontrado un refugio, y entonces te dije y le dije a mamá que me iría a un monasterio. Tú lloraste mucho aquella vez porque no te lo había contado antes, pero también porque, aunque eras mayor que yo, sentías que te dejaba sola en esa casa, y te pusiste muy brava. Pero eso duró poco; y no sé por cuánto tiempo vas a estar enojada ahora ni cómo vamos a solucionarlo, porque no creo que todo lo que he escuchado en el monasterio sea verdad. No podría asegurarte, hermana, que hay un más allá o que vamos a encontrarle algún sentido a esto. No te enojes mucho tiempo; ese es nuestro pacto.

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Autora: Elena Mesa. Título: Sé morir. Editorial: Tránsito. Venta: Todos tus libros.

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