Stephen King dedicó alabanzas a La ley de Jenny Pen, que se estrena ahora en cines españoles, y no es de extrañar en absoluto. La película protagonizada por unos excelentes Geoffrey Rush y John Lithgow no está basada en sus relatos, sino en uno de Owen Marshall no publicado en español, pero parece habitar en el mismo universo y latir de la misma forma. La historia de un soberbio juez que afronta su vejez en una residencia de ancianos solo para encontrarse el mayor mal que jamás ha presenciado toca teclas similares a la de historias como Misery, Cadena perpetua o La milla verde, donde el terror que asociamos a King ocupaba un lugar (aparentemente) secundario. La presencia de un gato que prevé quién será el siguiente en morir en el asilo está directamente obtenido de Doctor Sueño, o viceversa.
Llama la atención que la producción de La ley de Jenny Pen provenga de Shudder, un canal online bajo demanda con, digamos, menos prestigio que empresas como A24 (que esta misma semana estrena la valorada Eddington, de Ari Aster) o suerte comercial que Blumhouse. Obra totalmente al servicio de sus dos estrellas, también productores ejecutivos, en ella el director James Ashcroft recurre a la estética y formas del terror y una delicada capa de humor negro para afrontar, sin timidez, un thriller psicológico sobre la vejez y el mal absoluto que podría haberse reducido a las cenizas de un perezoso thriller psicológico de sobremesa.
La ley de Jenny Pen es, por eso mismo, una película orgullosa que utiliza la familiaridad de sus imágenes, lo vulgar de su entorno, para rentabilizar y elevar recursos fantásticos sin mirar por encima del hombro al aficionado. La banalidad del mal y su gratuidad casi sobrenatural, con ese muñeco diabólico que exige sometimiento de la forma más gruesa, es uno de los temas mejor plasmados por King en sus relatos, y da la impresión de que Marshall en su guion y Ashcroft con su dirección entienden lo que seduce de historias como Cuenta conmigo o It. John Lithgow, ejemplar de nuevo en su concepción de un villano de oscuras e inexplicables motivaciones, casi sobrenatural en su maldad, otorga un toque saludablemente eerie con unas lentillas dignas de Pennywise el payaso, utilizando de nuevo su envergadura física para —quizá— componer uno de los mejores malos del año.
La ley de Jenny Pen pasará relativamente desapercibida en un momento en el que la última Expediente Warren arrasa la taquilla a niveles inesperados, pero estamos ante un film perfectamente equilibrado y hasta sabedor de su carácter menor. Pero pese a la falta de impacto de algunas escenas clave, Ashcroft se las arregla para que ambos oponentes funcionen como sombras que uno y otro proyectan en el ocaso de sus vidas, cuando apenas queda nada para precipitarse al vacío. El neozelandés sabe darle una orientación divertidamente terrorífica a unas imágenes que huyen del insustancial realismo (Lithgow duchándose con Jenny Pen mientras limpia el barro de la muñeca) y escribe el testamento de dos individuos que afrontan la muerte en solitario y, por eso mismo, se abandonan a sus elementos de personalidad esenciales. Una batalla entre el ello y el superyó, si necesitan justifican psicológico, o de Hemingway contra la música popular de carácter grueso (como en ese momento culminante del combate) que de paso delatan la inmensa condescendencia con la que se trata a los ancianos y, aquí sí, un resquemor social que anida como larva en el enfrentamiento.



Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: