Cada reacción a una obra de arte es tan particular como discutible, precisamente porque sobre gustos sí hay disputas.
Otras reseñas la vinculan a la huida hacia el infierno, como en Apocalypse Now, de Ford Coppola, viaje hacia lo oscuro del alma humana…Tampoco lo entiendo. Ninguno de los personajes busca el dolor, todo lo contrario.
Leo asimismo a quien despacha la cinta aludiendo al poder del azar, y se complace en que al ser humano nunca le salen los planes que ha proyectado sino que somos, más bien, sacudidos por los golpes de la fortuna, que terminan por dejarnos en el estrecho filo que nos haría pasar de la felicidad a la desgracia. El título de la película daría pie a esa interpretación. Pienso que, siendo en alguna medida e inevitablemente verdad que existe la suerte en la vida humana, resulta una conclusión sesgada y cómoda. Y creo que la película no dice solo lo que su título anuncia.
De modo que, desde mi parcialidad de espectador, comparto mis pinceladas con quienes ya la han visto.
Es verdad que la naturaleza es insensible a nuestros deseos. El murallón de montañas, bellísimas, de Marruecos no sabe nada de los ritmos tecno y el baile hipnótico de los occidentales que acuden allí a embriagarse por la fusión de sus cuerpos con la música. La naturaleza, afortunadamente, es insensible, y es a nosotros, los seres humanos, a quienes se nos ha dado el protagonismo para interactuar con ella. Como especie, nos hemos adaptado a vivir entre los fríos polares y en los desiertos, en la selva y en los islotes. Hemos tenido la inteligencia para hacerlo. Un ejemplo de ello, la increíble carretera que desciende en zigzag por una montaña hasta el llano. El error es pasar por ella con un vehículo enorme que te puede llevar al descalabro. El error es cruzar un desierto sin agua, expuesto a la sed y a las tormentas de arena. La película rompe con nuestra imagen del hombre que vence los desafíos de la naturaleza solo porque es el héroe. No, Indiana Jones no existe; existe la lucha descarnada del ser humano con la propia tierra. La tierra, que se me aparece como un personaje más, de primer plano. De ahí las ruedas atascadas, la noche, el río que es preciso vadear; de ahí la necesidad de llevar alimento y proveerse de gasolina. Saber lo esencial. Porque las equivocaciones se pagan. Una escena trágica de la película me ha recordado la espantosa e incomunicable experiencia del padre que, por un despiste, se ha dejado a su hijo pequeño encerrado en el coche y se ha ido a trabajar.
La tercera guerra ha empezado, se dice en el filme, la cuestión es cuándo nos va a tocar a nosotros. Los bailes simultáneos de esa masa de jóvenes ensimismados es una manera de no darse cuenta. Nadie puede prohibirlo ni censurarlo. ¿Hay alternativa? Entre ellos, se encuentra el grupo de marginales protagonista. Son los mismos que vemos en barrios y arrabales, con sus heridas, la música, la droga, cierta mística. También su dureza castigada como una coraza frente al infortunio. Hay que ser más fuerte que el destino, no rendirse jamás. Ya saben que la vida es dura por descontado. De modo que no se habla de ello, sino de cómo apañárselas. Ese combate por la supervivencia resulta admirable para quien no se encuentra ahí, qué fascinación en la literatura o el cine hacia los desclasados por parte de los creadores acomodados, mientras que para los que luchan carece de todo romanticismo. Cualquier barrio de las afueras permite entenderlo.
La tercera guerra ha comenzado, la cuestión es cuándo nos toca. Y a la guerra, es decir, al ejército y a sus mandos por supuesto, igual que a la naturaleza, no les importamos. Ni que deseemos bailar, ni que hagamos turismo, ni que necesitemos resolver un drama familiar o vivir al margen. Los movimientos de tropas son tan insensibles como las montañas. No podemos dialogar con esas fuerzas colosales, ni persuadirlas, ni inspirarles lástima. Menos aún cuando la propia naturaleza ha sido violentada mediante la siembra de trampas militares. Otro hombre ya ha estado ahí y su presencia se ha vuelto un peligro de muerte casi invencible. Solo queda emplear la inteligencia para evitarlo.
La película nos muestra que, ciertamente, el azar existe, y uno se salva mientras otro se condena sin que este lo merezca más que el otro. Con todo, hay una fuerza mayor que la fortuna, pues posee más alcance, afecta a más personas, supera las contingencias para imponerse. Se trata de la política, claro. Cuando vemos el tren que conduce a cientos de personas por un estrecho carril, sin alternativa, a un destino que desconocemos, cuando comprobamos que son hombres y mujeres, jóvenes y mayores no occidentales, duros, resignados, tranquilos, entonces nos las tenemos con los perdedores de la historia. Ahí están. Cuando vemos hacinados entre ellos a los marginales y al protagonista que han llegado ahí también provenientes de otros lugares, entendemos que no hay salida. No es el azar quien los ha conducido ahí. O no solo, es la maquinaria monstruosa que gobierna el mundo. Han llegado al confín de la tierra, pero también ese lugar está ocupado, poseído, señalado. El paisaje ya no es un escenario indiferente, es una propiedad y, por tanto, una trampa, una amenaza.
Con cierta frecuencia, leo cuentos en donde la catástrofe apocalíptica ofrece, sin embargo, grietas por donde alcanzar un mundo que se ha deshecho de la cárcel. Mundos donde la lógica imperante es otra. Sirat nos avisa de que no. Tus deseos, sean cuales fueren, ya no van a cumplirse. No se trata de que la película resulte desagradable y hasta cruel y, por tanto, pueda herir la sensibilidad del espectador. ¿A quién que no haga arte comercial le importa eso? Se trata de despertar al que está mirando. Y cuanto antes, mejor. Bienvenido al mundo real de montañas ya cosificadas y tecnología mortífera. Despierta tu inteligencia para enfrentar los monstruos. Están aquí y nos dejan sin margen. No pienses que podrás escapar. Tarde o temprano te pillarán. La tercera guerra ha comenzado, la cuestión es cuándo te va a tocar a ti recibir sus efectos. Es la política, estúpido.


Sirat no es una película, ni tan siquiera un ejercicio de estilo o alegoría audiovisual, es una experiencia sensorial. Si entras en ella te fascinará. En caso contrario lo lamento pues no habrás sido capaz de ver el hijo muerto de Tod Browning y David Lynch.
Sirat constituye una experiencia sensorial formidable, hipnótica, única y extraña. Un viaje a las profundidades de lo sagrado y lo profano. Un periplo vital que deambula entre el final de los tiempos y el precipicio que nos conduce a ellos. Ante tal tesitura, uno comprende a los seres que habitan en el circo rodante que nos muestra, con sus tullidos, drogados, perforados y tatuados seres. Son los únicos sabios del planeta que han comprendido que estamos ante el fin y éste solo se afronta abandonándose a lo ancestral. Inmersión en la paranoia, el delirio y la alucinación de la mente sumergida en la música y el baile catártico.
Y siempre la muerte como habitante común en parajes desolados en los que su presencia nada tiene de extraña, bien porque son lugares casi incompatibles con la vida o porque el hombre ha procurado que otros hombres desaparezcan sin saber por qué mediante minas ocultas bajo el seco polvo del desierto.
Mientras tanto, solo asoma levemente la solidaridad y amistad de los lisiados, la búsqueda de fantasmas, el último viaje en tren entre cadáveres vivos de un tercer mundo que ya lleva siglos habitando en una patria llamada Muerte. Sirat es la película que nos muestra el final de los tiempos. Nada más y nada menos.
Coincido plenamente con su reflexión. Solo que ese “abandono a lo ancestral” queda bloqueado por la fuerza mayor que los condena a un vagón de tren. Eso he creído ver yo en la película.
Ese vagón de tren es el final, el viaje final acompañado de la muerte y los muertos del tercer mundo. Toda la película habla de la muerte. La muerte de la última guerra que se aproxima, la Cuarta Guerra Mundial, y la confrontación con la muerte que habita desde hace tanto tiempo entre los cadáveres de los moradores del tercer mundo, lugar en el que la muerte está presente tan habitualmente como las heces en las plazas llenas de pájaros.