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Parada militar

Sonó el redoble y la marcha se impuso como una ley antigua.

La compañía entró por un lateral de la explanada. El paso, cadencioso, iba clavando el suelo al ritmo del pasodoble. Izquierda. Derecha. Izquierda. Derecha. Un solo cuerpo, muchos pies.

Al frente, el capitán; detrás, alineados, los tres jefes de sección; a su espalda, el bloque compacto de sargentos, cabos y tropa, braceando al unísono.

De frente a la tribuna —plataforma elevada y centro de toda la escena— se formarían las compañías, alineadas a igual distancia, junto a la Escuadra de Gastadores, la Banda de Música y la Unidad de Honores.

—¡De frente, variación izquierda! —ordenó el capitán, calculando el sitio exacto de la parada.

—¡Ar!

Los soldados dejaron de bracear. El brazo pegado al costado.

"El alférez de complemento solo se atrevió a mover los ojos: a la nuca del capitán, al palco, al cielo deshilachado por un viento frío que amagaba con arrancar gorras y solemnidad"

Inició el capitán la variación hacia la izquierda, describiendo un arco amplio. La compañía viró como una máquina engrasada, una rueda dentada que giraba al unísono.

Alcanzaron el punto exacto donde debían formar. Detenidos, seguían marcando el paso sobre el pavimento, como si aún avanzaran.

Un golpe de tambor y el silencio. Todo se cortó en seco.

Las botas reposaron como raíces. Prohibido moverse.

El alférez de complemento solo se atrevió a mover los ojos: a la nuca del capitán, al palco, al cielo deshilachado por un viento frío que amagaba con arrancar gorras y solemnidad. Las novedades le llegaban como ecos ajenos, palabras que no eran para él. Otro tambor traqueteó: anunciaba el orden de parada. Recordó el compás —el golpe fuerte caía en el pie izquierdo— y se ordenó en silencio: no falles.

—¡A la orden de parada! —tronó una voz.

Ahora sí. Había que hacerlo. El alférez, tenso, se habló a sí mismo mientras ejecutaba:

Vamos. La gloria lo exige, el honor lo reclama. Derecha, firme… bien. Los dos de tu derecha ya giraron; ahora están delante, espalda y trasero. Se alejan despiertos como el hambre. ¡Sal ya!, no puedes quedarte atrás.

El pie golpeó el suelo: pitipín, pitipón. Unos pasos más y ya estaba de espaldas a la tribuna, junto al sargento de la fila extrema, que miraba al cielo, embelesado, como aguardando una revelación divina.

El oficial de complemento ocupó su puesto. A la izquierda, capitán, banderín y jefes de sección, todos con la espalda rígida hacia la tribuna.

—Media vuelta —murmuró el capitán.

—¡Ar!

Dos derechas, un solo cuerpo, y el bloque entero giró como una sola pieza. Ya estaban en orden de parada, de frente a la tribuna.

En las gradas, confundidos entre el público, los familiares del teniente y del brigada, muertos en accidente. Rostros apagados entre uniformes.

Muerte: vacía es tu canción.

—¡Prepárense para armar!

—¡Ar-maaas!

Suboficiales y tropa encajaron las bayonetas en el cañón y regresaron a la inmovilidad del “firmes”.

El altavoz crujió con un ruido blanco. Una voz grave anunció:

—A continuación, señoras y señores, tendrá lugar la incorporación de la Enseña Nacional, que pasará a ocupar su lugar preferente en la formación. Rogamos a los asistentes que la reciban con el respeto y la atención que esta merece.

"Sonó el himno nacional de España. En las gradas, todos se levantaron; en formación, todos presentaron armas"

Sonó el himno nacional de España. En las gradas, todos se levantaron; en formación, todos presentaron armas. La Marcha Real envolvió a las estatuas vivientes de la explanada.

Con paso grave y pausado, la bandera de la unidad avanzó portada por un oficial altísimo. Tras él, la escolta: un oficial y tres suboficiales de baja estatura, desproporcionados frente al abanderado. Recorrieron el frente de las compañías y se detuvieron ante la tribuna, con la tropa inmóvil a sus espaldas.

Un golpe seco de tambor mandó callar al himno; la bandera quedó clavada en el cemento.

Unos toques de corneta, cortos y tímidos, ordenaron descanso de armas.

La corneta volvió a sonar: descanso de estatua. La tropa abrazó el fusil; los oficiales, la muñeca izquierda con la mano derecha. El pie derecho apenas retrasado, marcando la mínima concesión al movimiento.

El viento, intermitente, amenazaba con arrancar gorras. Una tos aislada. Y el tiempo, piedra.

Una estatua, pensó el alférez, nunca se mueve; y un hombre leal, tampoco: queda sujeto al gesto y al ritmo que lo sostiene.

Se preguntó cómo sería romper ese gesto. No caer de espaldas —eso sería rendirse—, sino de frente, como un toro que embiste, con la dignidad de quien decide su propio movimiento. Ese instante fue como un soplo diabólico, una tentación de quebrar la disciplina y apartarlo de su Dios.

"La trompeta interrumpió la chanza: un toque agudo los devolvió a firmes"

El alférez miró al fondo. El cura, pegado al general, le hablaba al oído desde la tribuna: siempre arriba, siempre junto al poder. Pensó en Saulo cayendo del caballo: “Cae tú también del pedestal, bájate de la tribuna —y del caballo— y habla desde la tierra; muerde el polvo con nosotros, deja de mirarnos desde arriba con indulgencia infinita”.

Pero la espera seguía, inmóvil, pesada. Solo él parecía cambiar, perdido en sus pensamientos.

—¿Qué te pasa? —susurró el capitán—. Estás hablando solo.

—Nada, nada —contestó el oficial de complemento.

El teniente y el brigada rieron por lo bajo.

—Está chiflado este colega —murmuró uno.

—Se estaba metiendo con el cura —añadió el brigada, divertido.

—Silencio —ordenó el capitán—. Basta ya.

La trompeta interrumpió la chanza: un toque agudo los devolvió a firmes. Estar en firmes era un alivio: hay descansos que cansan más que la guerra.

Voces lejanas mascullaban novedades: que las unidades estaban formadas, que todo en orden. Entonces comenzó una música grave, solemne. La revista de la fuerza avanzaba. Al frente marchaba el jefe; flanqueado por el coronel y el cornetín de órdenes, como heraldos de la jerarquía.

—Recordad —musitó el capitán—, marcaré dos tiempos.

—Entendido —respondió el brigada.

"El alférez sentía cómo la espera se le encogía en el pecho: ya estaba el general muy cerca, casi a su altura"

La música avanzaba con paso calmoso, punteada por estallidos de trompeta y choques de platillos, como ecos de un torneo antiguo. El aire se volvió expectante. El general se acercaba, paso a paso, arrastrando con él la gravedad del rito.

El alférez sentía cómo la espera se le encogía en el pecho: ya estaba el general muy cerca, casi a su altura. Mantenía el oído alerta, atento a la voz del capitán. Tras pasar revista a la escuadra de gastadores y la banda, llegaba el turno de la fuerza propiamente dicha. Sintió el corazón desbocado. El capitán no hablaba, ¿y si saludaba solo? Por Dios, capitán, diga algo…Si no, quedaré en ridículo.

—¡Tiem-po uno! —ordenó al fin el capitán.

El alférez de complemento llevó la mano a la visera para saludar. Imaginó que los otros jefes de sección hacían lo mismo, aunque no podía verlos.

Ahí estaba el general, delante de sus ojos: porte marcial, saludo sereno, la tripa envuelta en una faja, como un envoltorio solemne. Luego se alejó.

—¡Tiempo dos! —masculló el capitán.

El brazo del oficial de complemento volvió a su sitio. Firmes otra vez. Cuerpo rígido, ojos fijos, músculos en tensión. Es entonces cuando, ajado de espera, se ojea sin mirar y un suplicio aguijonea: un escozor salvaje, inconfesable, justo en el sitio donde el protocolo no perdona. Ardía como un hierro candente, como un ajo restregado en herida abierta. Quiso rascarse, mover la mano allí, rascar con furia, pero la mano, aojada y aherrojada de estatua, no podía.

Si ahora me concedieran un deseo —pensó—, lijarme en uñas vivas el ojo de Quevedo sería gozo excelso. Pero los ojos ven, hay cientos de ojos mirando. Me gustaría rascarme hasta dejar herida la carne. Rascar como quien busca alivio en el fuego.

"Enfrente, el fajín rojo del general se recortaba sobre el estrado. Hojeó unos papeles, se inclinó hacia el micrófono"

Sonó otra vez el himno de España. La bandera cruzó la explanada con solemnidad y pasó junto a él justo cuando el picor se volvió insoportable. El alférez saludó impecable, la palma en la visera, mientras en su interior sentía la punzada de otra bandera, invisible, tal vez banderilla torera, clavada con saña.

Cuando callaron los instrumentos, la orden de descanso le permitió aflojar apenas los músculos. Pie derecho retrasado, y la mano derecha aferrando la muñeca izquierda como quien se ata a sí mismo. Nada más. Ni un resquicio de alivio.

Hay picores que no entienden de protocolo, y otros —los del alma— que no los calma ni la mano de un santo.

Enfrente, el fajín rojo del general se recortaba sobre el estrado. Hojeó unos papeles, se inclinó hacia el micrófono. El megáfono chisporroteó con ruido blanco: iba a hablar con una voz amplificada que llenaría la explanada.

—Permitidme —tronó el general— que mis primeras palabras sean para llamaros hermanos en el dolor. Hermanos en la resignación. Hermanos en la esperanza. Permitidme que os hable con palabras rescatadas del abismo, forjadas en la fragua de la muerte, pero iluminadas por la fe. Hermanos, compañeros, amigos todos.

"El tiempo se había parado en aquella explanada. Silencio de piedra, cortejo inmóvil"

Nombró a los caídos —el teniente Escobedo, el brigada Carmona— como quien deposita dos piedras en un río y deja que la corriente se las lleve. Habló de esperanza, de misericordia, de la Paz escrita con mayúscula. Pidió a Dios que sembrara amor en los yermos de tinieblas. Repitió la palabra “heroísmo” tres veces. Pero, repetida, ya no pesaba: se deshacía en una pompa solemne que nadie se atrevía a pinchar.

El alférez escuchaba sin mover un músculo. Estatuas todos, piel helada, alma suspendida. El tiempo se había parado en aquella explanada. Silencio de piedra, cortejo inmóvil.

Un golpe de voz devolvió la escena a la liturgia:

—¡Guiones y Banderines, rindan homenaje a los que dieron su vida por España!

Y los guiones y banderines avanzaron hacia el monolito, a paso cadencioso, acompañados por la “Oración a los caídos”. El ritmo, solemne, dejaba tras de sí una belleza oscura, un dolor ritualizado.

Cuando la pena nos alcanza. Por un compañero perdido. Cuando el adiós dolorido busca en la fe su esperanza… En tu palabra confiamos…

Cada verso caía como plomo: muerte y cruz. El general y los familiares depositaron la corona en la piedra. Entonces una adolescente, junto al estrado, rompió en un llanto convulso, puro, sin protocolo. Por un instante, la liturgia se quebró: solo se escuchó el desgarro de aquella niña contra el aire de hierro de la explanada.

Después, el cura tomó la palabra desde el palco:

Que el Señor de la vida y la esperanza

Fuente de salvación y paz eterna,

Les otorgue la vida que no acaba

En feliz recompensa por su entrega.

Que así sea. 

La música inició el toque de Oración: grave, solemne, desolada.

El silencio se volvió música; la música, recuerdo; y el recuerdo, herida.

Notas lentas caían como plomo, cada una un crepúsculo, un ocaso más.

Y desde el fondo, un tambor redoblaba marcando al corazón una esperanza incierta: que la muerte no fuera el final.

El alférez levantó la mano sin esfuerzo, mecánicamente, arrastrado por el torrente de música y liturgia. Durante un instante, olvidó la picazón, olvidó sus pensamientos torcidos: saludó hacia un cielo teñido de esperanza, negando por un segundo que la muerte fuese el final.

Pero el picor regresó, insistente, como un recordatorio de que la carne también tiene sus ritos.

—¡Prepárense para cargar!

—¡Carguen!

Los fusiles se movieron con brusquedad contenida.

—¡Apunten!

—¡FUEGO!

La salva reventó el aire, dirigida al cielo: disparos absurdos que pretendían despertar a Dios de su letargo. El estampido fue breve, una exhalación de fusilería sin daño. Apenas un instante, y todo volvió al orden.

—¡Reeee-ti-ren!

—¡Ar-maaaaaaas!

Los brazos bajaron, guiones y banderines volvieron a su posición. El jefe de formación ordenó el retorno a la línea: los oficiales debían colocarse de nuevo al frente de la tropa.

—¡A la orden de líneaaa!

El alférez obedeció, hablándose por dentro:

Vamos, ánimo. Los de tu derecha son linces del movimiento rítmico, no te quedes atrás. Unos pasos de frente, ahora izquierda… pisa, aunque torpe, pisa como si fuera uva: que cada golpe exprima un vino áspero, duro, como el que bebían los soldados de los Tercios.

"La música exigía desfile: primero los gastadores, luego la banda, después un par de compañías. La suya aguardaba turno"

El tambor calló. El de complemento, tras un instante de duda, dio al fin el frente al estrado. Alguna risa sofocada se escapó a su alrededor, pero la música impuso de nuevo su ley y el tropiezo se borró en el ritmo de la parada.

Las unidades empezaron a moverse, rompiendo la rigidez de estatuas. La música exigía desfile: primero los gastadores, luego la banda, después un par de compañías. La suya aguardaba turno.

—¡De frente! ¡Ar! —ordenó el capitán.

El bloque se puso en marcha: capitán al frente, detrás los tres jefes de sección, y tras ellos, la tropa compacta. El capitán gritaba:

—¡Con chulería! ¡Desfilad con chulería! ¡Que se note que somos imbatibles! ¡Sentid la música!

El alférez avanzaba con paso medido, aunque en su interior todo rechinaba. Izquierda, derecha, izquierda… la música lo estimulaba, pero también lo torcía; temía ser el engranaje roto que delata a la máquina entera.

—¡Oblicuo izquierda, mantened la posición, tenemos que impresionar al general!

"El general extendió la mano; el oficial de complemento bajó la suya de la visera y la ofreció"

El aire se tensó. Cada paso era ahora un ensayo de exhibición, cada braceo, un gesto para los ojos del estrado. El oficial de complemento miró de reojo al teniente de su derecha para no perder la línea, acortó zancada, recuperó el frente, braceó de nuevo. Ya estaban frente al palco: el general los observaba desde arriba, fajín rojo y mirada de mando, erguido como un semidiós uniformado, lejano e implacable.

Saludo uno: mano a la sien. Bien.

Saludo dos: tronco girado, mirada al general. Quizá demasiado rígido.

Entonces ocurrió: un amago de guiño, mínimo, apenas un temblor del párpado. Insignificante para cualquiera; para él, un crimen contra la liturgia, suficiente para helarle la sangre.

Por un momento, cruzaron la mirada. El alférez lo miraba. El general también lo miraba, con un matiz indescifrable: ¿había notado el guiño? ¿O era su ojo un objetor de conciencia o un insumiso?

El oficial de complemento volvió al frente. El paso seguía firme, la formación impecable. Solo él se quebró, por dentro, en un instante.

En el borde de la explanada aguardaban, hombro con hombro, en una línea de espera. El orden estaba fijado: primero el capitán, luego el teniente, después el alférez, por último el brigada. Quietud forzada otra vez, bajo la inminencia del saludo.

—Recordad —murmuró el capitán—: él da la mano primero. Decid empleo, apellido, compañía. Nada más.

No meter la pata: esa era la consigna.

Los saludos avanzaban de grupo en grupo, cada vez más cerca. Lo que eran susurros se volvió voz clara, pasos reconocibles, la respiración de un protocolo inamovible. Y al fin llegó el turno.

—A la orden de vuecencia, mi General, se presenta el capitán de la compañía auxiliar de enlace.

—Enhorabuena por el desfile.

El general estrechó manos, avanzó. El teniente cumplió con la precisión de un manual.

Ahora sí: el oficial de complemento. Su instante.

—A la orden de vuecencia, mi General, soy el alférez…

Pronunció las palabras de forma mecánica, automática, sin pensarlas, como si no fueran suyas.

El general extendió la mano; el oficial de complemento bajó la suya de la visera y la ofreció. Apenas un segundo, un apretón fugaz, y ya había pasado, dejando al siguiente oficial en su turno.

—A la orden de vuecencia, mi General, se presenta el brigada de la compañía auxiliar de enlace.

—Gracias, enhorabuena por el desfile.

El rito se agotó. Cumplido con exactitud. Entonces el general dio un paso al frente, carraspeó, y con tono grave y lacónico dictó la última orden del día:

—Jefes y oficiales del regimiento: el acto ha terminado.

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