Tenga paciencia con todo lo que no está resuelto en su corazón e intente amar las preguntas mismas, como si fueran habitaciones cerradas o libros escritos en una lengua extranjera muy extraña. No busque ahora las respuestas, que no se le pueden dar, porque no las podría vivir. Y se trata de vivirlo todo. Viva usted ahora las preguntas. Tal vez así, poco a poco, sin darse cuenta, viva usted, algún día lejano, la respuesta.
—Rainer Maria Rilke, Cartas a un joven poeta
Querido Mateo,
Yo tomé la foto, así que probablemente mi percepción está algo contaminada. Pero incluso en el reducido espacio del marco, y en las dos dimensiones —necesariamente estáticas— de la imagen, uno parece notar cómo avanzas con paso firme, sin mirar atrás, hacia el océano que ruge, bajo un cielo que amenaza con deshacerse en lluvia a no tardar demasiado. Con semejante paisaje frente a ti, sigues adelante en esa tarde de enero, con una gravedad serena que tú mismo no sabías que expresabas, pero que nos hablaba ya del Mateo en que poco a poco te ibas convirtiendo. Como si en tu pequeño cuerpo, aún demasiado frágil, habitara ya la certeza de que en la vida se camina incluso cuando el horizonte no ofrece claridad. O precisamente por eso.
Desde el encuentro con la foto en cuestión, he regresado unas cuantas veces para observarla. Y cada vez que la miro, supongo que, como aquel mismo día mientras te veía avanzar hacia la orilla, siento el impulso inmediato de ir tras de ti, de llamarte, de tenderte la mano para guiarte a otro sitio o detener tus pasos. Es un reflejo, claro, algo instintivo: nacido del deseo de protegerte de cualquier cosa que parezca peligrosa o incierta, amenazante como las olas o una nube negra que el viento va aproximando. Pero con el paso de los años he ido comprendiendo que ese impulso, por más puro que sea, debe transformarse. No puedo estar siempre a tu lado, ni debo. Mi tarea no consiste en trazar tu camino, o en ir siguiendo tus huellas para reorientarlo, sino en ayudarte a descubrir las herramientas, el juicio y el valor que te permitan recorrer el tuyo propio. Porque así es la vida, querido Mateo: incluso si yo pudiera elegir por los dos, nadie nos asegura que el rumbo que yo marcara fuese correcto.
Recuerdo con nitidez aquella tarde. Regresábamos a la misma playa en la que, al comienzo de todo, habíamos tomado una foto de tu madre en la que, con gesto tierno, se acariciaba el vientre como te acariciaría a ti poco después. Ya te he contado en otras ocasiones cómo tu prisa por salir hizo que el paso por el hospital fuese algo más largo, pero visto el curso de las cosas en los años siguientes, creo que lo damos todo por bien empleado. Pasó un año, y con él el temblor de aquellos primeros miedos e incertidumbres. Llegando casi a tu primer aniversario, se nos ocurrió que estaría bien poder regresar a esa playa, casi como una forma de agradecer, como una celebración anticipada del cumpleaños alrededor del cual gira ya para siempre nuestro comienzo de año. De la barriga de tu madre pasaste al porteo, y a una sonrisa en la que asomaban los primeros dientes, entre capas y capas de ropa para manteneros calientes. Ella te mira, sonriendo, y se echa algo hacia atrás: como si ofreciese al mundo algo precioso y frágil, y en su rostro iluminado se percibe la alegría contenida, una claridad serena que hacía justicia al milagro de tenerte allí, sano y tranquilo, después de aquellos primeros meses juntos.
Y así, desde entonces, cada mes de enero regresamos a esa playa cumpliendo con nuestra propia e improvisada tradición. Como quien vuelve a comprobar el correr del tiempo mediante la comparación de tu aspecto en cada una de las imágenes: primero bajo la protección del vientre de tu madre, luego entre sus brazos, después ya caminando por la arena. Año tras año, la imagen nos ofrece la misma conclusión: el mar permanece y tú cambias; él insiste en su vaivén inmutable mientras tú vas aprendiendo a moverte, a hablar, a reír, a mirar el mundo con ojos cada vez más tuyos. Y yo, que te sigo a cierta distancia en aquella tarde de oleaje inquieto y cielo encapotado, que observo varios años después la foto que me permite recordar el momento, o al menos intentarlo (en algún sitio leí algo como que la literatura no puede retener la belleza, sólo celebrarla…), creo reconocer en tu figura aún demasiado pequeña algo de mi propio andar. Porque también los padres caminamos: a veces junto a los hijos, o cuando llega el momento, un paso más atrás, para que ellos sigan su rumbo. Como te decía antes, ser capaz de acompañar sin retenerte, de cuidar sin interponerme, es quizá la lección más complicada de las que he tenido que ir aprendiendo en estos años a tu lado. Nadie puede imaginarse —antes de ser padre— cuántas formas adopta el amor.
Encontrarme, en el presente, con esa foto tuya me ha ayudado a seguir pensando, para intentar comprender. Incluso a conservar cierta esperanza: la de que el mundo pertenece a quienes se atreven a poner un pie delante del otro, incluso cuando no saben con certeza a dónde conduce el sendero. Siendo muy consciente de lo limitado de mis capacidades, me pregunto también una vez más qué sentido tiene abrumarte con estas reflexiones, con tanta pregunta y tan poca respuesta; y me digo que, tal vez, estas cartas sean mi propio camino hacia lo oscuro, mi propia y modestísima expresión de una peculiar valentía. Huellas sobre la arena del tiempo, palabras que la marea borrará algún día, demasiado pronto, pero que mientras existan te servirán de compañía. Y aunque no sea el más indicado para predicarlo, me gustaría animarte a que no olvides el ejemplo del niño que fuiste y pedirte que, como en esa hermosa foto, no te detengas ante ningún océano, por grandes que sean sus olas, ni ante ninguna nube, por amenazadora que resulte. Confía en ti, Mateo, y sigue adelante en el camino que elijas. No olvides que un corazón como el tuyo siempre tendrá una orilla donde descansar, una casa a la que volver, y unos ojos que, desde más cerca o más lejos, seguirán tus huellas con ternura. Como aquel día en la playa, cuando avanzabas hacia el mar sin mirar atrás.
Muchos besos, hijo.


Preciosaaa!! Cuanta verdad hay en esas palabras, me siento muy identificada y…así es ser padres…
Un super abrazo !!! En meniños se os sigue recordando jajaja.
Besos