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La tormenta

Imagen de portada: David Bastos

A continuación, reproducimos la sexta entrega de la serie de relatos Crónicas desde El Cabo, de Patricia García Varela.

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Sin el tremolar del trueno, el rayo asustaría poco a los hombres, aunque el peligro esté precisamente en el relámpago y no en el ruido.” (Julio Verne – Veinte mil leguas de viaje submarino)

Siempre me han gustado las tormentas, aunque quizá porque vivía en la ciudad y no en el campo. Especialmente durante una etapa de mi vida en tierras castellanas, la llegada de las tormentas de verano significaba el fin de largas semanas de calor plomizo y achicharrante. Los aguaceros levantaban el polvo del suelo transformándolo en barro. Allí aprendí el verdadero significado del petricor, pues su olor era mucho más denso que el de la tierra gallega, acostumbrada a estar permanentemente mojada. O quizás era yo quien lo añoraba tanto que no me parecía extraño salir a celebrar la llegada de la lluvia corriendo por las calles, dejándome calar hasta los huesos sin importarme lo más mínimo, en una suerte de encanto que nunca después se repetiría.

Sin embargo las tormentas siguieron gustándome de igual forma: el despliegue celestial de luz y sonido, capaz de hacer temblar el edificio más rotundo, nunca dejó de inquietarme tanto como provocarme excitación. Especialmente en los días más calurosos. La electricidad ambiental se me pegaba a la piel y se convertía en la excusa perfecta para una tarde o una noche de excesos amatorios. Pero desde que vivo en el campo ya no encuentro nada sensual en las tormentas.

"Desde el punto de vista de un urbanita, se hace difícil comprender lo que supone la pérdida de un rebaño entero de vacas de pastoreo para una pequeña ganadería como la de esta familia"

Todavía no me ha pillado ninguna fuera de la casita, y lo agradezco, porque ni siquiera dentro de ella, por las noches, llego a sentirme a salvo. Creo que hasta ahora nunca había tomado conciencia de lo verdaderamente insignificante que soy, pero ahí está la naturaleza para ponerte en tu sitio. No hace falta más que un valle donde los sonidos se dispersan, rebotan y vuelven multiplicados, para que los truenos se amplifiquen tanto que de verdad temas el rayo que está por venir.

La última semana de mayo fue pródiga en tormentas primaverales, y con ellas llegó la tragedia. En una pequeña parroquia pontevedresa un rayo certero puso fin, de un solo golpe, a la vida de veintidós vacas que volvían, como tantas otras veces, caminando tranquilas por una vereda estrecha que se había llenado de agua con las lluvia previas. La suerte quiso que la mujer que las acompañaba no corriera la misma suerte: caminaba unos metros más abajo, calzada con botas de agua. La goma de las suelas fue la que salvó su vida. En cuestión de un abrir y cerrar de ojos —lo que tardó en sobreponerse del susto por el fuerte impacto— miró hacia sus vacas y las encontró tendidas en el suelo. Todas muertas. Ni siquiera el fiel perro que la acompañaba permaneció a su lado: salió huyendo, incapaz de entender el peligro al que se enfrentaban. Las vidas de los animales terminaron en un segundo; la de sus dueños cambió irremediablemente.

Desde el punto de vista de un urbanita, se hace difícil comprender lo que supone la pérdida de un rebaño entero de vacas de pastoreo para una pequeña ganadería como la de esta familia. Lo cierto es que, desde aquel día, seguí el caso con interés en los medios porque me conmovió especialmente: a sus propietarios les quedan pocos años para jubilarse, y este golpe les abocaba al cierre, sin visos de recuperación.

Ningún seguro cubriría el valor real de esas vacas, ya que no se trata únicamente del coste por animal, sino también de su producción lechera diaria. Y eso sin tener en cuenta que gran parte de las vacas estaban preñadas.

"Si bien en Galicia la vaca podría considerarse un animal totémico, lo cierto es que no hay dos vacas iguales"

Pero sobre todo, hay que matizar que se trata de un modelo de ganadería extensiva: el modelo tradicional gallego —y también de muchos otros rincones de nuestra península, del norte al sur—, en el que los rebaños no son de gran tamaño y las empresas, por lo general, son familiares. Nada que ver con las grandes explotaciones que mantienen a las vacas estabuladas, apartan a las terneras de sus madres al poco de nacer y miden cada centímetro para encajar un animal más junto al otro como si fueran muebles. Es un modelo que absorbe las vidas de quienes se dedican a él, por mucho que lo amen, y que no deja de estar lleno de sinsabores como este. Las ganaderías extensivas —sean de vacas, cerdos, ovejas o cabras— son las brigadas ecológicas ideales para mantener los montes libres de maleza. No ayudar a mantener y fomentar este tipo de ganaderías es, en el fondo, como echarle gasolina al bosque para que arda.

Una ganadería de estas características no se construye de un día para otro, como bien repetían los dueños de las vacas fallecidas en las múltiples entrevistas que concedieron: “hace falta toda una vida”. Si bien en Galicia la vaca podría considerarse un animal totémico, lo cierto es que no hay dos vacas iguales. Cada una tiene su propia personalidad, y según sea esta, responderá de distinto modo a la forma de pastoreo. Hacen falta muchos años para construir una cabaña seleccionada con los mejores individuos. Quienes aman a los perros sabrán de lo que hablo: ese vínculo silencioso, esa complicidad que no se puede explicar, pero que se reconoce al instante.

"A veces los finales felices (o semifelices) existen"

Así que, por todo esto, los ánimos de Julia y Cándido —los dueños de la granja— eran más bien escasos para continuar con su explotación. Pero a veces los finales felices (o semifelices) existen. Gracias al apoyo de sus vecinos, del ayuntamiento y de la cooperativa rural a la que pertenecen, e incluso de personas que ni siquiera conocen pero que se interesaron por su historia al conocer la noticia, la cosa cambió. Entre el seguro y las donaciones recibidas, decidieron seguir tirando del carro: hacerse con nuevas vacas de pastoreo que ya estén produciendo leche en explotaciones similares e intentarlo una vez más.

Qué quieren que les diga: yo me alegro. Porque una vez más se ha demostrado que, cuando queremos, somos un pueblo solidario, que nos duele ver sufrir a la gente trabajadora, que sabemos apoyarnos cuando se precisa, aunque quienes deberían hacerlo no estén. Que, a lo mejor, como dicen algunos, “sólo son unas cuantas vacas muertas por un rayo”, pero que a mi me parece que es mucho más que eso. Que pudo ser el final de algo, que se pudo mirar a otro lado, pero no se hizo ni lo fue. Que ojalá haya muchos más finales felices. Y que toda la suerte a Julia y a Cándido.

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Entregas anteriores:

La Casita, mi casa

El fuego

Los vecinos

El agua, la piscinita y la madre que los parió

No hay turista para tanta cultura

Próximas entregas:

No son molinos, amigo Sancho, que son gigantes

De tejones, infancias y pies rotos

El robot Manolo

Las gallinas, la duquesa y el pintor

Mujeres, rural y soledad

Los jabalíes, el pulpo y las velutinas

Mi gato

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