Clase

En estos tiempos de autobombo y mega-tontería se hace imprescindible reivindicar a uno de esos cineastas sólidos y escuetos que antiguamente salían de Hollywood.

A uno de los más escuetos (y con más clase).

Hijo y nieto de actores, así como padre y abuelo de más actores (y hasta suegro), supo poner en pantalla lo que, estando delante del ojo, el ojo no siempre es capaz de ver. Por esa razón sólo caben en su filmografía dos (desafortunados) westerns… que ni siquiera son westerns. John Huston no estaba dotado para la idealización (y mucho menos para la idealización épica). Es decir, no estaba dotado para un género que de la idealización misma hacía seña de identidad, y de la identidad un drama nacional nunca resuelto.

"Huston, que veía más allá de las imágenes, fue un fotógrafo de almas"

En uno de esos dos, digamos, “westerns”, por llamarlos algo, el titulado en español El juez de la horca, Paul Newman sólo consiguió ser (muy bien, eso sí) Paul Newman: en vez de levantar en la pantalla al personaje protagonista de la cinta, el juez Roy Bean, la interpretación del bello Paul fue una puesta en escena de irrealismo cinematográfico de la que Huston era tan culpable como el propio intérprete (si no más). Y tengo la íntima convicción de que lo sabía, de que Huston se había dado cuenta desde el principio de que aquella película era un fiasco, una mala tarde, un partido que se había torcido antes, incluso, de la primera vuelta de manivela.

John Huston y Ava Gardner (El juez de la horca)

Sylvester Stallone, Pelé, Michael Caine y John Huston (Evasión o victoria)

Huston, que veía más allá de las imágenes, fue un fotógrafo de almas. Pero de verdad, no como esos enfáticos metteurs en scène que creen que la intensidad consiste en alterar los nervios del patio de butacas a base de dar voces y, entre frase y frase, romper cosas. Huston no. Huston conducía a sus intérpretes sin desgañitarse y sin psicología de manual hasta esos rincones impensables del alma en los que habita la aventura; allí los ayudaba a levantar personajes para ellos inconcebibles, como la atrabiliaria pareja que componen Daniel Dravot y su compañero de fatigas, Peachey Carnehan (Sean Connery y Michael Caine respectivamente), en El hombre que pudo reinar (una historia que Huston ya había intentado sacar adelante en la Metro con Clark Gable y Spencer Tracy, según confiesa en sus memorias). O la no menos atrabiliaria pareja de boxeadores de Fat City, Billy y Ernie (encarnado este último por un jovencísimo Dude Jeff Bridges). O como el atormentado Ahab de Moby Dick metido en la piel de Gregory Peck: un señor y un caballero que para la ocasión dejó al señor y al caballero en la puerta, única manera de hacer crecer dentro de sí el personaje y acabar soltando aquella barbaridad —tan melvilliana, por otra parte— de “¡pegaría a Dios si me ofendiera!”

"Viene a cuento también recordar la mítica amistad de Huston con nada menos que Orson Welles"

Viene a cuento recordar aquí que John Huston sacó a Bogart del rol de malo de guardia que cumplía en los estudios de la Warner, lo vistió de gabardina, le puso un pitillo entre los labios y lo convirtió en estrella. Viene a cuento también recordar la mítica amistad de Huston con nada menos que Orson Welles (que respetaba su criterio en todos los órdenes de la vida, incluido el cinematográfico).

Clint Eastwood, que por su parte no ha perdido nunca ocasión de cultivar la amistad de Anjelica Huston, no ha hecho otra cosa como director de cine que seguir la “sencilla” senda marcada por el buen padre de Morticia: plano general, tres cuartos, primer plano… y vuelta a empezar. Lo dicho: “normalidad”. En su Cazador blanco, corazón negro rindió un espléndido homenaje de admiración a Huston… que también constituye un soberano sopapo en toda la cara al viejo marrullero, cosas del tío Clint empeñado, igual que Huston, en meter la complejidad de lo real dentro del objetivo (de la cámara).

"Es fácil poner a parir a Huston sin haber visto diez veces (y de rodillas, por favor) Sangre sabia, Cayo Largo o La roja insignia del valor"

Es sorprendente, en consecuencia, que críticos hechos y derechos que llevan viendo cine desde los tiempos del No-Do vengan ahora a ponerse tiquis-miquis con el realizador por haber aceptado embarcarse en La Biblia con Dino de Laurentiis o por haberse atrevido a firmar el “tierno” musical Annie. Me refiero a críticos que se hacen pis, encima, con El halcón maltés, La Reina de África o Bajo el volcán, la película que Huston pudo llevar a buen puerto precisamente por haber hecho antes Annie: en el curso de esa rutinaria producción comercial conoció a Albert Finney, que fue quien pulverizó las mil dificultades que lastraban el proyecto de adaptar la (demencial) novela homónima de Malcolm Lowry, según relató también el realizador en sus memorias.

Sean Connery, John Huston y Michael Caine (El hombre que pudo reinar)

Roman Polanski, John Huston y Jack Nicholson (Chinatown)

Es fácil poner a parir a Huston sin haber visto diez veces (y de rodillas, por favor) Sangre sabia, Cayo Largo o La roja insignia del valor, esa impecable adaptación de Stephen Crane (al que Paul Auster, por cierto, dedicó en 2020, justo antes de morirse, una monumental biografía). E imperdonable ignorar que Huston ha sido el más grande director de actores de la historia del cinematógrafo (por encima, por supuesto, de Elia Kazan, que si no lo hizo mal, a cada uno lo suyo, lo hizo derrochando sudor y gesticulación, muy lejos de la apacible bonhomía hustoniana). John Huston arrancó a Richard Burton (poca broma) y a Jack Nicholson (que entonces era su yerno, ojo al dato) las mejores interpretaciones de sus respectivas carreras cinematográficas, es decir, las interpretaciones más intensas (y a la vez más contenidas y mejor gobernadas) ejecutadas nunca por cada uno de ellos delante de una cámara. Al primero, la de La noche de la iguana, (en base a un texto de Tennessee Williams, quietos todos), y al segundo, la de El honor de los Prizzi, la película que pone en cuestión esa ruidosa saga expresionista (y algo majara) que son los padrinos del megalómano padre de Sofia Coppola.

Y es que lo que tiene que hacer el padre de Sofia Coppola es vino. Y dejar el cine a los aficionados.

4.4/5 (62 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

1 Comentario
Antiguos
Recientes Más votados
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios
Raoul
Raoul
1 mes hace

¿Y Sólo Dios lo sabe? ¿Y La jungla del asfalto? ¿Y Vidas rebeldes? ¿Y ese gran western -precisamente- que es Los que no perdonan? El actor que iba a interpretar el papel que finalmente hizo Caine en El hombre que pudo reinar no era Spencer Tracy, sino Humphrey Bogart. En realidad, el sopapo al viejo marrullero en Cazador blanco, corazón negro no se lo da Clint Eastwood sino Peter Viertel, autor de la gran novela en la que se basa la película, y en la que ofrece un retrato muy poco complaciente de su antiguo amigo Huston. (Si el cosmonauta cree que el western hacía seña de identidad de la idealización misma, es que nunca ha visto películas como Dos cabalgando juntos, Los timadores o Incidente en Ox-Bow: se las recomiendo.)