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Hugo Gonçalves: «Nada ha sido tan decisivo en la historia de Portugal como la Revolución de los Claveles»

Hugo Gonçalves: «Nada ha sido tan decisivo en la historia de Portugal como la Revolución de los Claveles»

Hugo Gonçalves (Sintra, 1976) es escritor, periodista y guionista. Hoy sale a la venta en España Revolución (Libros del Asteroide), una tragicomedia portuguesa sobre los últimos años de la dictadura, la Revolución de los Claveles y el nacimiento de la democracia. El lector que se adentre en esta extraordinaria novela llegará a la última página con el corazón encogido y con una certeza: que uno de los mejores escritores del mundo es portugués y se llama Hugo Gonçalves.

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—¿Por qué decidiste escribir una novela ambientada en la Revolución de los Claveles?

—Creo que la chispa inicial fue el deseo de escribir sobre una familia. Es un tema al que los escritores recurren con bastante frecuencia y no es por casualidad, tal vez porque es uno de los temas universales de la literatura junto al amor, la pérdida o la libertad. La familia es el cosmos donde empieza todo, donde desarrollamos nuestros primeros traumas y donde edificamos las bases para nuestra identidad y nuestro carácter. A veces tenemos una visión un poco calcificada de lo que es la familia, especialmente los hijos hacia los padres. Si yo tengo 10 años y miro a mi padre, que tiene 30, y después a los 20 lo miro otra vez, cuando él ya tiene 40, no nos damos cuenta de la cantidad de cosas que han cambiado en la vida de esa persona porque no tenemos la madurez suficiente para entenderlo. La familia es un lugar contradictorio porque es un lugar de enorme proximidad y al mismo tiempo de enormes incomprensiones. ¿Qué hijo no se ha sentido incomprendido por su padre? ¿Qué padre o qué madre no se han sentido injustamente tratados por los hijos? Me interesaba mucho trabajar esa cosmología de la familia. Por otro lado, yo había escrito Deus, Pátria e Família, que transcurre en 1940 y que es un retrato de Portugal en el apogeo del Estado Novo, de esa contradicción de un país que ostenta una narrativa de grandeza, pero que en el fondo es uno de los países más pobres y más ignorantes de Europa y con mayor mortalidad infantil. Tenía ese universo que había trabajado y después tenía el universo del 25 de Abril, de la revolución, que fue algo que marcó mi vida.

—¿En qué sentido? 

"Yo nací después del 25 de abril de 1974. Crecí con la prosperidad y la libertad que la democracia permitió y soy escritor por las conquistas del 25 de Abril"

—Yo nací después del 25 de abril de 1974. Crecí con la prosperidad y la libertad que la democracia permitió y soy escritor por las conquistas del 25 de Abril. Tuve la ventaja de vivir en un país libre, pero donde la dictadura no había terminado porque seguía existiendo en la gente. Los policías políticos de la PIDE, los delatores y la gente que fue connivente con el régimen estaban vivos, la misoginia y el machismo estaban presentes, y del otro lado estaba el folklore revolucionario, y yo crecí con esa gente. No era, por tanto, algo que estuviese tan alejado de mí en el tiempo que no lo entendiese. No era como escribir sobre las revoluciones liberales del siglo XIX. Al mismo tiempo, por la amplitud del cambio que provocó, nada ha sido tan decisivo en la historia de Portugal como la Revolución de los Claveles. Entonces, esa metamorfosis radical del país, junto a la idea de una familia en constante mutación, era como si agarrases esa familia y la tirases a un acelerador de partículas, con todos los conflictos que eso generó en las propias familias, y el conflicto, ya sea dentro o fuera de la familia, es lo mejor para un escritor. También es un periodo romantizado, pero que está lleno de peripecias, hasta el punto de convertirse en una tragicomedia. Convivían el miedo y la esperanza. Era el tiempo sin tiempo, como se decía en aquella época. Recuerdo a un comediante que decía: “Yo vivía más en una semana que en diez años del resto de mi vida”. La gente se levantaba a mitad de la noche para oír las noticias de la radio, para ver qué había cambiado entre la una y las cuatro de la mañana. Además de todo esto, estaba el trauma de la guerra colonial, de una juventud interrumpida, de la pérdida de miles de jóvenes que fueron a la guerra. Imagínate ese grito amordazado, la tortura, la policía política, no podías dar un beso en la boca en la calle, necesitabas un permiso para tener un mechero… Así que el 25 de Abril fue también una catarsis enorme, no solo a nivel político, sino personal, de costumbres, con todo lo que eso tiene de cómico, y creo que hay varios pasajes cómicos en el libro.

—La Revolución de los Claveles, como has dicho, es el mayor tema de la historia contemporánea de Portugal, y esta es una novela muy ambiciosa. ¿En algún momento te sentiste intimidado por la magnitud de la tarea que tenías por delante?

—Claro que sí. Yo disfruto escribiendo, no soy un escritor atormentado, aunque hay días en que te cuestionas todo y te preguntas qué estás haciendo. Esta es mi novela más ambiciosa hasta ahora en términos de amplitud, de número de páginas, de personajes y del tema, porque es un tema controvertido y sabía que habría personas que se molestarían con unas cosas, y otras con otras. Ahora bien, hay una cuestión que para mí es decisiva y que tiene que ver con el oficio de la escritura: cuando escribo una novela y tengo varias ideas, mi primera pulsión es ir a una que sea más fácil de hacer, más cómoda. Entonces la ahuyento y me voy a otra que sea más difícil. Si no existe el riesgo de que sea un fracaso estrepitoso o incluso de abandonar el libro a la mitad, si no es un desafío, para mí es algo que no vale la pena hacer. La forma en que entiendo la escritura y el arte es exactamente eso: el riesgo. El riesgo de hacer algo que te desafía, que te inquieta y que te hace perder horas de sueño de vez en cuando. Yo sabía que ese riesgo estaba ahí, y obviamente a lo largo del proceso tuve varias inseguridades.

—¿Cómo fue el proceso de escritura? ¿Tuviste que planificar mucho antes de empezar a escribir?

"Hay ciertos filtros que se liberan y afloran muchas cosas. Y entre ellas hay buenas ideas y cosas que son basura"

—Hago mitad y mitad. No soy como Philip Roth, que dice: “Empiezo sin nada”, y comienza con la página en blanco. Pero tampoco soy como John Irving, que dice: “Sé cuál es la última frase del libro”. Me resulta muy difícil escribir una novela como esta y tengo que esquematizar algunas cosas. Tengo que saber cuáles son los personajes, qué camino más o menos van a tomar y dónde puede acabar el libro. Pero la escritura es también un proceso de dejar que el magma del inconsciente vaya aflorando cosas de nuestros recuerdos, nuestros miedos, nuestras pasiones, nuestra vida personal. Y puedo decirte que también aflora mucha mierda. En ese proceso de escritura, estás en una especie de… No me gusta llamarlo trance para no dar la idea de que el oficio de la escritura es una cosa esotérica o espiritual, pero siempre que realizas una tarea con extrema concentración, es como si el ego desapareciese. Hay ciertos filtros que se liberan y afloran muchas cosas. Y entre ellas hay buenas ideas y cosas que son basura. De ahí que la edición del propio autor, antes de entregar el libro a la editorial, sea muy importante. Así que yo programo, voy ajustando, pero también dejo que se produzca ese proceso creativo que viene más del fondo, con menos filtros, y que va apareciendo. Es el equilibrio que necesito para escribir este tipo de libros.

—Has escrito una novela maravillosa y que va a perdurar. Yo creo que esta obra va a quedar como una de las grandes novelas de la historia de la literatura portuguesa.

—Muchas gracias (risas).

—¿Tienes también esa sensación?

"El otro día en un debate alguien hablaba de la eternidad del escritor. A mí eso me da igual"

—Si te dijese que sí, significaría que a los 49 años no tendría la madurez suficiente para asumir lo azarosa que es la llamada eternidad literaria. Si me preguntases a los 20 años si podía tener ideas sobre la gloria literaria, ya fuese por ambición o por ingenuidad, tal vez. Hoy en día, claro que quiero ser leído y traducido, pero nada es más importante que el proceso de la escritura. Si mides el tiempo que gastas en pensar y en escribir con el retorno que te da, cualquier consultor financiero te dirá que te dediques a otra cosa. Sin embargo, la dádiva de encontrar algo que te gusta y que puedes hacer con cierta destreza, como es conseguir escribir un libro y entregarlo, eso ya es ganar la lotería cósmica. Hay gente que se pasa la vida haciendo cosas que no le gustan, pero cuando yo me levanto a las seis de la mañana y tengo una hora de pleno silencio antes de que se levanten mis hijos y mi mujer, y me siento a escribir, nunca lo veo como una obligación o una molestia. Poder escribir es un regalo. Claro que todos los escritores, en algún momento, deben tener sus delirios de grandeza. Si yo no tuviese ambición, no me habría propuesto escribir esta novela, pero afortunadamente la ambición se transfiere de lo exterior al proceso de escritura, así que mi mayor ambición es escribir este libro con esta dimensión, con esta profundidad. Y después, si llega a la gente, si perdura en el tiempo, si recibe 20 críticas o si se habla de él dentro de 50 años, no tengo ningún poder sobre eso. ¿Cuántos escritores geniales se habrán olvidado en las bibliotecas o habrán desaparecido sus libros, mientras que otros que no son tan especiales venden millones de libros y tienen vidas fantásticas? El otro día en un debate alguien hablaba de la eternidad del escritor. A mí eso me da igual. Si me dijesen: “¿Quieres todo el retorno posible para poder irte de vacaciones con tus hijos y tener una buena vida y escribir libros sin tener que hacer otras cosas para pagar las cuentas, o quieres una estatua en el Chiado dentro de 100 años?”. A la mierda la estatua. Yo estoy en el aquí y el ahora. Así que mis delirios de grandeza, si existen, se circunscriben al hecho de querer escribir un libro.

—La novela se cuenta desde el punto de vista de tres hermanos de la familia Storm. La primera que conocemos es Maria Luísa, que es una militante clandestina del Partido Comunista que quiere pasar a la acción, pero que descubre que en el Partido, al igual que en el régimen salazarista, las mujeres están relegadas fundamentalmente a tareas domésticas y a mecanografiar textos. Hay un momento en que dice: «Cuando el partido me propuso pasar a la clandestinidad, no lo dudé. Por desgracia, me imaginaba llevando a cabo un trabajo político de fondo, pero acabé haciendo de ama de casa». Y cuando está en la prisión de Caxias, hay una presa, esposa de un comunista, que le dice de su marido: «Cuántas veces lo habré oído decir que había que acabar con el atraso y la explotación. Pero de mi atraso y explotación nunca quiso saber nada».

—El Partido Comunista no dejaba de ser una organización que existía en aquel contexto y, aunque era revolucionaria en sus motivaciones y quería combatir el fascismo, padecía algunos de los males de la época. Había algunas mujeres que hacían trabajo político, pero eran pocas. Entre otras cosas porque muchas de ellas, fruto de la sociedad en la que vivíamos, eran amas de casa, no tenían estudios. Acompañaban muchas veces a los maridos en la clandestinidad y tenían como misión lo que se llamaba “la defensa de la casa”, porque los militantes se mudaban de casa y había que tener cuidado con quién pasaba y quién no. Leí varios testimonios de mujeres clandestinas que se quejaban de eso. Muchas, por ejemplo, querían aprender a leer. Y los propios periódicos clandestinos del Partido Comunista dirigidos a las mujeres hablaban más de cuestiones domésticas que de cuestiones políticas. Aquí se dan esos contrastes, esas paradojas que interesan siempre al escritor, porque muchas veces hay una visión romantizada de la lucha antifascista. Sin duda, el Partido Comunista fue la principal organización que combatió al régimen durante muchos años, nadie les quita eso, pero el trabajo del escritor es ir un poco más allá de lo que hacía el Avante, que era el periódico oficial del Partido. Yo quiero hacer literatura, no activismo, ni apologías. Y, por tanto, las contradicciones y los matices son lo que más me interesa cuando estoy escribiendo.

—Hay una escena en la que están torturando a Maria Luísa y, cuando acaba el turno de un torturador, entra el siguiente. En ese intervalo hablan del plato del día en el bar de abajo, y uno cuenta que su mujer está en radioterapia, y el otro le da unas palmadas en la espalda y le desea suerte. Y escribes: «Maria Luísa percibió la banalidad de esa pareja de servidores del Estado. Reconoció en ambos al portugués de a pie, al hombre de familia, tan vulgar en su ambición de evitar problemas y querer lo mejor para sus hijos, heredero de la nostalgia de una grandeza imperial extinta y animado bailarín en los bailes populares. No solo de monstruos se valían las tiranías, sino también de la monstruosidad que representaba un pragmatismo cruel: obedecer sin hacer preguntas, porque era más cómodo acatar órdenes que sufrir opresión, ser cómplice que ser torturado». Aquí vemos la banalidad del mal, de la que hablaba Hannah Arendt.

"Había un terrorismo psicológico. La gente estaba coartada en su libertad de hablar, de pensar, de relacionarse con su pareja, por esa prevención"

—Sí, no conozco su obra a fondo, pero claramente es una de las personas que consiguió destapar y conceptualizar algo que es inherente a la condición humana. Otra visión muy conocida es el experimento de Milgram, que se hizo en los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial para entender por qué la gente cumplió las órdenes en los campos nazis. Tú entrabas en una sala y te decían: “Vas a hacer preguntas a alguien que no ves y, siempre que esa persona te responda mal, le das una descarga eléctrica”. Y la cantidad de gente que daba descargas y que aumentaba la intensidad, a pesar de oír los gritos, solo porque alguien con una bata blanca se lo decía, es aterrador. Fueron pocos los que dijeron: “Disculpe, pero no puedo estar dando descargas a una persona”. En el caso del colaboracionismo con la PIDE, había una gran cantidad de delatores por todo el país, y los estudiosos hablan del terror de la prevención. Hay gente que dice que la dictadura portuguesa no fue tan violenta como la alemana o la italiana. Me recuerda un poco a esa especie de competición para ver quién era peor, si Hitler o Stalin. Puedes hacer una escala de violencia para ver quién mató más en los gulags y en los campos de concentración, pero llega un punto en que da igual el número. No es un concurso de muertos. En el caso de Portugal, la gente que relativiza esa violencia se olvida del terror de la prevención. Porque la PIDE era violenta y cruel, y mataba y torturaba de forma atroz, pero no necesitaba matar 5.000 personas. A lo mejor necesitaba torturar a 500 y matar a 3 o 4, porque el mensaje del miedo llegaba a los demás. Había un terrorismo psicológico. La gente estaba coartada en su libertad de hablar, de pensar, de relacionarse con su pareja, por esa prevención. Eso también es una forma de violencia, sin menoscabo de la violencia física. Y hay mucha gente dispuesta a ser colaboracionista de ese mal. Algunos lo hacen de forma consciente porque son oportunistas, arribistas, y otros lo hacen porque es más fácil.

—¿Tuviste que contenerte en las escenas de tortura para que fuesen digeribles para el lector? 

—Eso es muy importante porque es muy fácil caer en la pornografía de la violencia cuando quieres crear un impacto. Ahora estoy leyendo muchos libros sobre la guerra colonial, porque es algo relacionado con lo que estoy escribiendo, y he leído muchas descripciones de tortura. Es algo que puede ser muy tentador, pero creo que es un error. Cuando veo una película o leo un libro, no me gusta que me manipulen para sentir algo. No es necesario conmocionar a la gente. Richard Price, que es un escritor norteamericano, dice que si escribe sobre la guerra, no escribe sobre 100.000 muertos, sino sobre el juguete de un niño que está quemado después de un bombardeo de napalm. También hay una película de Clint Eastwood, Fuga de Alcatraz, en que alguien le pregunta: “¿Cómo fue tu infancia?”. Y él simplemente responde: “Corta”. Y no hace falta decir nada más. No hace falta decir que ese personaje ha sido maltratado por el padre, abandonado por la madre o lo que sea. No podemos tratar al lector o al espectador como una especie de receptáculo desprovisto de voluntad y de su propia historia. Hay cosas que podemos hacer por elipsis, por sugestión. Por eso tenía que encontrar un equilibrio para mostrar que había violencia, pero contarla de una forma que no fuese exclusivamente documental, que tuviese un filtro literario y que tuviese que ver con la historia. Y que tampoco cansase al lector, porque al final la gente se insensibiliza con la violencia.

—En la soledad de la prisión, Maria Luísa habla, como en una alucinación, con Álvaro Cunhal, el líder del Partido Comunista. Hay un momento en que ella le dice: “Lo que yo quería de verdad era escribir, y ahora soy la reclusa número treinta y siete”. Y Cunhal le responde: «¿Escribir? ¿Sabes lo que dijo Lenin? Que es más útil vivir la experiencia de la revolución que escribir sobre ella». ¿A ti, que has escrito un libro sobre la revolución, te habría gustado vivirla? 

"Muchas veces, cuando estamos cenando o haciendo tareas domésticas, mi mujer se gira hacia mí y me dice: Estás con cara de libro"

—(Risas) Claro que me habría gustado, como me habría gustado vivir otras cosas. Pero no soy como el personaje de aquella película de Woody Allen que quiere volver a la época dorada de París, donde están Hemingway y Fitzgerald, y después la película acaba con que hay una época dorada antes de esa, en el siglo XVIII. Siempre hay una época que tú crees que fue dorada, pero yo no tengo la inquietud de vivir en otra época, entre otras cosas porque tengo esta máquina del tiempo que es la escritura. Así lo siento de verdad. Después de mi rutina por la mañana, de pasear al perro y de llevar a los niños a la escuela, cuando estoy solo en mi despacho y puedo cerrar la puerta, es como si entrase en una máquina del tiempo, y de repente estoy en 1975 o en 1976. Y me pasa también cuando no estoy escribiendo y voy por la calle. Muchas veces, cuando estamos cenando o haciendo tareas domésticas, mi mujer se gira hacia mí y me dice: “Estás con cara de libro”. Y ya sé lo que quiere decir: que no estoy presente, que estoy en otra época conversando con otras personas.

—De niña, Maria Luísa ve muchas películas y le gusta que los villanos sean castigados. Pero un día ve una película que le irrita por la injusticia que muestra, El ladrón de bicicletas, y ahí podemos ver un primer despertar de su conciencia social. ¿En tu vida ha habido alguna obra que marcase un punto de inflexión?

—(Risas) Creo que vas a reírte con la respuesta, pero es lo primero que me ha venido a la mente. Pero antes déjame que te diga que ese momento artístico está vinculado a la historia personal del abuelo. El abuelo es quien la lleva a ver esa película y quien tiene un club de cine que después le cierran por la censura cuando proyecta una película prohibida italiana. Y también el abuelo había sufrido violencia en una carga policial contra los cerrajeros de la industria naval. Así que las dos cosas están vinculadas. Muchas veces el arte es tan solo una forma de escape para algo que es muy personal. Ahora voy a responderte y es una respuesta nada literaria. Después puedo buscarte otra que sea más digna de los lectores de la revista.

—No, los lectores de Zenda quieren saber la verdad.

—Pues fue Rambo.

—¿En serio?

"Para un niño de 7 años, con su visión maniquea del mundo, que alguien que ha sufrido una gran injusticia se vengue de esa forma implacable, da un gusto tremendo"

—Es una película que vi con 6 o 7 años, en una época en que a los padres no les importaba el control parental de lo que veías, porque es profundamente violenta. Después hubo otras películas de Rambo que son productos de Hollywood más comerciales, pero la primera de Rambo es una historia interesante porque es alguien que viene de una guerra y que, como sucedió en Portugal con la guerra colonial, es casi un apátrida, en el sentido de que fue a luchar por su patria, pero cuando regresa, su entrega, su valor, todo lo que ha vivido, no solo es incomprendido, porque la gente no sabe lo que es estar en la guerra, sino que está mal visto. Y lo único que quiere es ir a ver a un amigo. No tiene nada, es casi un indigente. Y las fuerzas del orden lo tratan de una forma profundamente cruel. Lo pillan y lo acusan de mendicidad, lo llevan a la comisaría y lo torturan, y después es cuando viene la parte de la venganza. Creo que nunca había hablado tanto sobre Rambo. La película en inglés se llama First Blood porque él dice: “You drew first blood” (Vosotros fuisteis los primeros en derramar sangre). Y para un niño de 7 años, con su visión maniquea del mundo, que alguien que ha sufrido una gran injusticia se vengue de esa forma implacable, da un gusto tremendo, porque la vida está hecha de injusticias. A nivel personal, puedo decirte, ya que no he sido capaz de rescatar una obra clásica —no te he hablado, por ejemplo, de El conde de Montecristo o algo parecido— que la mayor injusticia fue que mi madre muriese cuando tenía 8 años. Hay ahí una incomprensión, un sentimiento de abandono con algo mayor, que no tiene una cara, no es un policía de Estados Unidos de Rambo, no es una autoridad, y creo que eso creó en mí un sentimiento de injusticia, de que las cosas podían ocurrir sin ninguna justificación y sin que lo merecieses.

—Maria Luísa tiene una relación difícil con su madre, Antónia, que era una mujer pobre que se casó con un hombre rico, y que siempre les dice a sus hijos que no se metan en política. Dices de ella: «Pese a ser conservadora, Antónia se había afianzado en un negocio que le exigía seguir la modernidad, superando las limitaciones impuestas a una mujer nacida en 1926, en el seno de una humilde familia portuguesa. Nunca se ponía pantalón, aunque hiciera el trabajo que su marido no podía o no quería hacer, desempeñando un cargo de dirección ocupado exclusivamente por hombres en un país donde las maestras, a las que les estaba prohibido usar maquillaje, necesitaban la autorización del Gobierno para casarse, un país en donde las mujeres solo votaban en las elecciones locales y no podían tener pasaporte, salir del país, abrir una cuenta bancaria, fundar una empresa, firmar un contrato o alquilar una vivienda sin el aval del marido». A su modo, también ella es una mujer revolucionaria para la época.

—Sí, pero no está movida, como la hija, por los ideales de una causa. No es una mujer instruida que tiene un libro de Marx o el Libro rojo de Mao Tse Tung. Esa afirmación frente a la sociedad, frente a los amigos del marido, que se burlaban de ella, es una forma de supervivencia. En su caso, la necesidad aguzó el ingenio, y cuando deja a la hija en casa de sus padres para irse a vivir al hotel y se casa con aquel hombre, todo es fruto de un deseo de que los hijos no pasen por lo que ella pasó.

—Hablemos ahora del segundo hermano que aparece en la novela, Frederico, que es un hedonista. Dices de él: «Su oposición no era política, sino lúdica. Practicaría la pecaminosa trinidad a la que los puritanos achacaban la decadencia de la civilización —música, pornografía y drogas—, porque creía que solo el terrorismo del placer acabaría con el régimen». Este es el personaje con el que te has permitido hacer más humor. 

"En los años 70 en Portugal, la tecnología era escasa y había censura, y para tener un disco de rock alguien lo tenía que traer del extranjero"

—Sí, tal vez, porque se presta más a eso. Además, la parte de Frederico comienza con esa idea de que está punto de ir a la guerra con 19 años y sus dos grandes sueños son escuchar a Miles Davis en vivo y perder la virginidad. Para un chico joven, perder la virginidad puede ser una causa tan grandiosa como derribar el régimen fascista, es una especie de quimera. Y como, al contrario que sus hermanas, no está preso en un código de conducta —ideológica y revolucionaria en el caso de Maria Luísa, y tradicional y de familia en el caso de Pureza—, me permitió explorar la nueva libertad en la vida de los portugueses, ese hedonismo de las drogas, el sexo y la música. Hoy tenemos toda la música en este aparato que llevamos en el bolsillo, pero no olvidemos que, en los años 70 en Portugal, la tecnología era escasa y había censura, y para tener un disco de rock alguien lo tenía que traer del extranjero. La gente se juntaba para oír un disco, y se oía montones de veces de principio a fin. Así que la parte de Frederico me divirtió mucho escribirla porque es la clásica historia de la novela de formación, lo que los ingleses llaman coming of age, o esa palabra alemana que nunca logro decir…

Bildungsroman.

—Exactamente, pero de una forma muy terrenal, muy visceral, porque es un chico que no quiere dejar de ser un niño, que quiere postergar esa responsabilidad, y cuando se produce la revolución y ya no tiene que ir la guerra, ve la posibilidad de explorar todo aquello que le estaba prohibido.

—Frederico tiene un narrador interno con el que habla. ¿Por qué utilizaste este recurso con este personaje? 

—Esa es una de esas cosas que surgen del subconsciente. Yo había planeado que él iba a escuchar a Miles Davis y tomar un ácido en el momento del 25 de Abril, pero no sabía que iba a tener un narrador interno, ni tampoco que la música iba a tener un papel tan preponderante en su narrativa como acabó teniendo. Así que es esta una de esas cosas que surgen y que tienes que tomar o dejar, porque hay cosas que intentas y que no funcionan, y hay cosas que tomas y que desarrollas. Esto es importante porque hay varias maneras de contar una historia. Antes te decía que, cuando empiezo a escribir una novela, tengo que elegir la opción que sea más difícil, pero también tengo que saber qué tipo de voz voy a encontrar. Hay muchos escritores que buscan una voz única y, cuando abres una novela suya, ya sabes cuál es esa voz, pero yo busco otra cosa. Si pienso en los artistas que más admiro, que no son necesariamente aquellos que más me gustan emocionalmente, son gente que intentaba cosas muy diferentes después de un supuesto éxito. Ahí tienes a Kubrick, que hace películas completamente distintas, o a Bob Dylan, que no es un músico al que conozca en profundidad, pero al que respeto porque es un cantante folk que de repente empieza a tocar con una guitarra eléctrica, y los fans le dicen: “¡Traidor!”, y él pasa de todo. Estoy pensando también en Saramago. Tenemos la idea de la voz saramaguiana, pero si tomas uno de sus últimos libros, El viaje del elefante, y uno de sus primeros, Levantado del suelo, ves que hay una coherencia de estilo, pero que son voces diferentes. Me gusta esa idea de arriesgar algo nuevo, de no estar haciendo siempre la misma música, y eso a veces se consigue, no solo con la historia que vas a contar y con la voz, sino con estos pequeños detalles como el del narrador interno. Es algo que surgió en una de las escenas iniciales, cuando va a la inspección del Ejército, y alguien le está dando órdenes, y escribo la frase que él dice, que es una frase educada y obediente. Pero después viene la frase que él diría si no tuviese ese filtro, que es: “¡Vete a tomar por culo!”. Dejé ahí esa frase porque me dije: “Él es las dos cosas”, porque él es un buscavidas, un diplomático social, un superviviente que quiere quedar bien con todo el mundo y obtener sus placeres, pero no deja de tener estos pensamientos que tenemos todos. Así que de repente aquella voz empezó a aparecer y fue ganando autonomía: lo que él hace y lo que él piensa. Es una especie de espíritu que vive en su interior y que le da una mayor complejidad al personaje.

—Con Frederico asistimos a la caída de la dictadura el 25 de Abril. Cuando los militares están en el Largo do Carmo negociando la rendición del Gobierno, describes una escena breve, pero muy conmovedora, en el mirador de san Pedro de Alcántara. Dices: «En un banco cercano, una radio a pilas emitía un bolero y una pareja de ancianos bailaba. Ella llevaba un clavel rojo en la oreja. Él se había puesto la ropa de domingo para recibir la libertad». ¿Esta es una escena real o inventada?

"Hubo varios comunicados ese día del Movimiento de las Fuerzas Armadas pidiendo a la población que se quedase en casa, pero la gente no hizo caso"

—Si fue algo que leí, no lo recuerdo, porque leí tantas cosas que alguna se me puede haber escapado, pero aquel día había un clima de fiesta. Los primeros gritos que reciben los soldados cuando bajan la Avenida da Liberdade es: “¡Victoria, victoria!”. Hubo varios comunicados ese día del Movimiento de las Fuerzas Armadas pidiendo a la población que se quedase en casa, pero la gente no hizo caso. Piensa que al principio no sabían si la revolución iba a tener éxito porque meses antes había habido una intentona que fue sofocada por el régimen. Por tanto, había un riesgo de estar en la calle, pero la gente se adhirió por completo. Esto es extraordinario. Hubo momentos de ternura, y estos sí son reales, de mujeres que trabajaban en las oficinas, y que hicieron bocadillos de queso y café y fueron a servir a los soldados. Hay imágenes de los soldados comiéndose el bocadillo y con la ametralladora a la espera de derribar el régimen (risas). Hubo momentos de belleza, muchas veces mundana, no necesariamente tan elaborada o poética como esa escena, y que yo quería captar. Así que, si esa escena no ocurrió, podría haber ocurrido.

—Hay un periodista que llega de Inglaterra para cubrir el proceso revolucionario, Ricardo Walker, y que le dice a Frederico: «Tienes que escribir con los cojones, el corazón y la cabeza para que te lean con los cojones, el corazón y la cabeza». ¿Tú escribes más con los cojones, con el corazón o con la cabeza?

—(Risas) Quiero creer que escribo con las tres cosas, en la medida de lo posible con un equilibro entre cada una de ellas, porque una novela lo necesita. Es como una sinfonía. Tiene que tener movimientos más vivace y otros más sottovoce, cosas más rápidas y otras más introspectivas. Hay que tener esa panoplia de estados de ánimo y de recursos.

—Frederico se va con Ricardo Walker a recorrer el país y aquí hay algo que me ha sorprendido mucho. Dices: «Frederico no era indiferente al atraso en el que vivían sumidos los habitantes del pueblo. Tres meses después del 25 de abril, cuando él llegó allí, aún no se habían enterado de la revolución».

—Sí, esto pasó. Hubo sitios en que la gente no sabía nada de la revolución porque no tenía televisión y vivía profundamente aislada. Solo se enteraba cuando llegaban las soldados y las campañas de alfabetización y de información.

—¿Pero tú crees que los dueños del pueblo sí lo sabían? ¿Es posible que supieran que había habido una revolución y que no dijeran nada?

"Entre el 65 y el 74, salieron más de un millón de personas de un país de unos 9 millones. Es brutal"

—Tal vez, pero es que hay pueblos que no tenían ni dueño porque eran aldeas con cuatro o cinco casas. Cuando estaba escribiendo ese pasaje, hablé con mi suegra, que estuvo en esas campañas de alfabetización y que me contó algunas cosas que utilicé. En esos pueblos les daban patatas y ellos daban clases nocturnas para enseñar a la gente a escribir. Hay una crónica de un periodista del New Yorker que dice: “Te vas a trescientos kilómetros de Lisboa y retrocedes en el tiempo cien años”, y cuando estaba escribiendo esa parte me acordé de un documental de Buñuel llamado Las Hurdes, que habla de la España de principios de los años 30. Lo vi hace quince o veinte años, pero se me quedaron marcadas esas imágenes de una profunda pobreza y una alienación de todo. El gran triunfo, si lo podemos llamar así, de la dictadura no es solo la ignorancia, porque Portugal tenía unas tasas de analfabetismo tremendas, sino cómo conseguía, a través de la fuerza de la policía política, imponer su narrativa y, a través de la miseria, que la gente viviese casi en un estado de limosna. No había ninguna idea de ascensor social. Era una miseria existencial, una opresión mental que impedía a la gente disponer de las herramientas y de la información para concebir cualquier tipo de insurrección o para cuestionar su realidad. Recuerdo un documental sobre la emigración portuguesa en los años 60 y 70. Entre el 65 y el 74, salieron más de un millón de personas de un país de unos 9 millones. Es brutal. Y había un inmigrante que trabajaba en una fábrica en Francia y que contaba que no entendía el concepto de horas extraordinarias. Decía: “¿Pero eso es una limosna? ¿Un regalo del patrón?”. No podía concebir que había una ley que consagra que un trabajador que trabaje fuera del horario laboral cobre el doble. Es como si me pides a mí que lea un libro de física cuántica. No tengo esa capacidad. Y el Estado Novo consiguió reducir los horizontes cognitivos de la gente a una forma de control. Es algo aterrador, y todavía hoy la sociedad portuguesa sufre ese atraso.

—En uno de esos pueblos, hay un cacique contrabandista que le dice a Frederico: «Cada cual nace para lo que nace». ¿Tu naciste para ser escritor? 

—(Risas) He tenido la suerte de encontrar algo que me gusta mucho hacer. Tal vez tenga otro talento más. Aún tengo el sueño de tener clases de carpintería y aprender a hacer muebles. Iba a hacer un curso, pero después llegó la pandemia y también tuve dos hijos, que me quitaron el tiempo, pero es algo que me gustaría hacer. No sé si nací para ser escritor. Me resulta difícil concebir mi vida sin escribir, pero si por alguna razón tuviese que dejar de hacerlo, sé que conseguiría encontrar belleza, alegría y propósito en otras cosas. Tal vez a los 20 o a los 30 fuese más difícil porque era muy obcecado, pero hoy lo soy menos. La escritura es muy importante, pero creo que sería reductor pensar que mi vida se restringe a una especie de predestinación para ser escritor.

—La tercera hermana que conocemos es Pureza. Es una mujer conservadora y está casada con un hombre de una familia poderosa que forma parte del movimiento contrarrevolucionario. Tras la caída de la dictadura, los dos se van unos meses a Madrid a un pequeño estudio sin calefacción en el barrio de Salamanca, y curiosamente aquel Madrid del franquismo supone para ella una experiencia rejuvenecedora y llena de diversión. Dices: «En Portugal, la burguesía era la execrable enemiga del pueblo y debía ser aniquilada. En España, la burguesía iba a la peluquería todas las semanas y se emperifollaba al caer la tarde para salir a tomar cócteles y reír con los amigos. Le habían dicho que España era una dictadura, pero en Portugal había conocido el miedo y la intolerancia. Pureza no entendía por qué los españoles organizaban excursiones a una Lisboa decrépita, con los muros llenos de pintadas y las aceras llenas de basura, en busca de una libertad que no pasaba de la estafa de los cines con películas para adultos».

—Esa es la visión de Pureza. Si fuese Maria Luísa la que hubiese llegado a Madrid ese año, tendría una visión diferente de la sociedad española, pero Pureza llega muy traumatizada de Portugal, con la diabolización del proceso revolucionario y con algunos motivos de queja, porque claramente se produjeron abusos. Hubo gente a la que detuvieron con órdenes de captura en blanco y a la que acusaban de ser fascistas solo porque conocían a alguien o habían trabajado para alguien. Había una hiperbolización de todo. Quien conoce la naturaleza humana sabe que era imposible que la gente fuese sensata en aquel momento porque todo estaba extremado. Así que ella tiene esa visión que se beneficia también del hecho de que yo viví en Madrid, al igual que ella, en un apartamento interior y con poca luz. No en el barrio de Salamanca, sino en Malasaña, pero siempre buscas alguna cosa tuya, si puedes, para hacer esas caracterizaciones.

—También dices de Madrid: «Siempre había gente en las calles, comprando en las tiendas, animando los bares. Los madrileños hablaban sin rodeos y transmitían una alegría despreocupada, eso que los portugueses más acomplejados tachaban de arrogancia y grosería».

"Los españoles nunca han estado tan interesados en los portugueses como los portugueses en los españoles"

—Es una visión del personaje, pero que bebe de una cierta estereotipación del portugués en relación con el español, aunque ha cambiado bastante en los últimos años. Había aquella expresión: “De España, ni buen viento ni buen casamiento”. Los españoles nunca han estado tan interesados en los portugueses como los portugueses en los españoles. Es algo que sucede muchas veces con los países pequeños en relación con los grandes. Había una serie de estereotipos, y creo que el Erasmus, el intercambio entre países y el que haya más españoles que viven en Portugal y que se interesan por Portugal, y viceversa, ha cambiado un poco esa visión más constreñida de lo que es cada pueblo. Pero todavía existe esa idea. Voy a darte un ejemplo. Cuando llegué a Madrid, para un portugués puede resultar extraño el uso del imperativo. Es una forma que nos parece dura. En Portugal dices: “Por favor, cuando pueda, me pone una cervecita”. En España dices: “Oye, ponme una caña”. Hay una forma de comunicación muy directa entre los españoles, que no tiene nada que ver con la mala educación, pero que para un portugués, que no entiende eso, es como si estuviese oyendo un lenguaje que aún no conoce. Y solo cuando conoces una cultura, entiendes cómo la gente se comunica. Curiosamente, a los brasileños les pasa lo mismo con los portugueses. Dicen que a veces somos un poco groseros, porque somos más directos. Pero los españoles son más directos todavía.

—Para evadirse de la realidad, Pureza se refugia en los libros de amores imposibles de Camilo Castelo Branco, un novelista romántico. Dices: «Cambió los diarios y la tele por las oraciones y los libros del escritor. En Dios hallaba el sentido del deber. En las novelas de su autor preferido, confirmaba que la alternancia entre ascenso y caída, dibujada en la línea de la vida, podía ser una forma de belleza». ¿Cuál es tu escritor preferido y qué hallas en sus obras?

—Es imposible decir cuál es mi escritor preferido porque a lo largo de los años vas teniendo varios escritores preferidos que marcan tu vida personal y emocional. Puedo decirte algunos nombres, pero voy a dejar fuera otros que no se me ocurren en este momento. Hay tres escritores esenciales para el siglo XX portugués y que fueron decisivos para comprender que quería ser prosista y no poeta, porque a los 14 o 15 años yo empecé escribiendo poesía. Los portugueses son muy líricos. Creen que todos tenemos espíritu de poeta. Esos tres escritores son Lobo Antunes, Saramago y José Cardoso Pires. Después, en la literatura extranjera, hay un escritor brasileño, Rubem Fonseca, que me mostró que en mi lengua se podía escribir de una forma osada, coloquial y callejera. Cuando leí un cuento suyo llamado Feliz año nuevo, me explotó la cabeza. Pensé: “¿Esto puede hacerse en literatura?”. Porque la literatura portuguesa es a veces un poco ceremoniosa. Philip Roth también es un autor que admiro enormemente. Junot Díaz, que es un escritor de ascendencia dominicana que creció en los Estados Unidos y que mezcla muchas veces el español y el inglés, tiene un libro que me marcó cuando lo leí con treinta y pocos: La maravillosa vida breve de Óscar Wao. Sobre el mismo tema, Trujillo y la República Dominicana, está La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, que es un libro extraordinario. Me encantó El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura. Hay muchos más, pero te digo estos.

—El 25 de Abril tiene una épica propia y está en la memoria de todos los portugueses, pero la mayor parte de este libro no habla de ese día, sino de lo que sucedió después: el PREC (Proceso Revolucionario en Curso). Es un periodo que no tiene esa épica, pero que es fascinante. O al menos tú consigues con tu novela que resulte fascinante.

"¿De qué me vale la libertad de expresión y el derecho a votar si cuando me hago viejo no tengo derecho a una pensión y vivo en la miseria?"

—Fue fascinante (risas). Esos meses entre marzo y noviembre de 1975 están muy estereotipados en la memoria colectiva portuguesa. Para unos es libertinaje y nacionalización, y para otros es una democracia fallida, pero es mucho más que eso. Había una furia de cambio, de grito acallado durante años. Todo era mucho más extremo y había razones para ello. Es comprensible que la gente tuviese ideas políticas más contundentes, que creyese que era posible cambiar la sociedad de raíz y construir una sociedad sin clases. Eso era normal. Probablemente, si muchos de nosotros hubiésemos vivido en esa época, seríamos menos moderados de lo que somos hoy. Y tal como sucede hoy, los que tensaban la cuerda y estaban más dispuestos a ir a la lucha eran los polos. Y después hay otra cuestión: la democracia no viene envuelta en papel de fábrica y solo tienes que enchufarla para que funcione. Estamos hablando de un país pobre, ignorante, despolitizado. Los capitanes de abril lo dicen: “No teníamos formación política”. Mucha gente critica esa época, pero se acabó consiguiendo una democracia que no solo consagra los derechos de los ciudadanos a ser lo que quieran, sino la idea de que el bienestar de la gente es esencial para su libertad. ¿De qué me vale la libertad de expresión y el derecho a votar si cuando me hago viejo no tengo derecho a una pensión y vivo en la miseria? ¿Qué libertad tengo si mi hijo que estudia en la escuela pública no tiene las mismas condiciones de aprendizaje —idealmente, porque nunca las tendrá— que el hijo del rico, si los periodistas no pueden ejercer su profesión de forma libre y denunciar a un alcalde o a un ministro, si los jueces no pueden ejercer su misión en un tribunal, porque sin justicia no hay democracia? La gente se olvida de que una de las cosas que la democracia portuguesa consiguió, al igual que otras democracias europeas, no fue solo la cuestión de los derechos, sino de crear las condiciones para que esos derechos puedan ser vividos plenamente. Eso es lo más difícil de todo. Y mejor o peor, con todos los problemas que hay, eso es lo que se intentó y lo que se ha conseguido.

—El PREC parece en muchas ocasiones una tragicomedia. Hay un momento en que el Gobierno se declara en huelga por falta de condiciones para trabajar, y también aparece el primer ministro ante las cámaras de los periodistas y dice: «Me han secuestrado dos veces. Ya basta. No me gusta que me secuestren. Es algo que me fastidia». He buscado el vídeo en YouTube y es una maravilla del humor involuntario. 

—Y termina con los periodistas que le preguntan: “¿Y ahora qué va a hacer?”. Y dice: “Voy a almorzar”. Lo acaban de secuestrar y dice que se va a almorzar (risas). Es muy conocida esa imagen.

—Hay un pasaje en el que escribes: «Frederico descansaba poco, vivía mucho, el tiempo ardía a toda mecha. Portugal era el mismo de siempre. Portugal era algo nunca visto. […] Los portugueses eran más libres. Los portugueses no eran libres. La píldora anticonceptiva y el confesionario antes de la hostia. Los mítines políticos abarrotados de gente. Las iglesias llenas hasta los topes». Me ha recordado al inicio de Historia de dos ciudades, de Dickens. No sé si es un homenaje deliberado. 

—No. Puede haber sido algo inconsciente, pero no. Conozco ese comienzo, obviamente, pero no es algo voluntario.

—En la novela se habla muchas veces de la importancia del carácter. Hay un momento en que Ricardo Walker le dice a Frederico: «Izquierda, derecha, revoluciones, dictaduras… todo pasa. Las ideologías son como los cortes de pelo, van y vienen según las modas. Pero hay algo que permanece: el carácter. Solo el carácter te impide ser un canalla o un oportunista en nombre de una idea».

"Y la revolución también sirvió para eso, para que la gente pudiese mostrar su carácter o su falta de carácter"

—Eso es algo muy importante, y ahí se manifiesta no solo el escritor, sino la persona que aspiro a ser. Y si miramos lo que pasó en el PREC, se ve eso. Había gente que tal vez tuviese ideas equivocadas o exageradas, pero que en cierto momento tuvo el carácter de decir: “No. Hay cosas más importantes. Es más importante la paz, la justicia y el desarrollo del país que la imposición de una cartilla ideológica”. Pero también hubo gente sin ninguna cartilla ideológica, y que simplemente eran unos oportunistas que se aprovecharon del poder, de los cambios, del revanchismo personal cuando cambian los que mandan. Uno de los principios de la escritura es que, cuando desarrollas un personaje, puedes tener sus características y decir que fuma en pipa, que tiene una voz nasal, que sabe francés… Pero después lo que importa es el carácter. Una cosa es la caracterización y otra es el carácter. El carácter es qué va a hacer ese fumador en pipa que habla francés cuando un autobús escolar en llamas esté ardiendo. ¿Va a salvar a los niños o no? Lo cual es un artificio para colocar a tus personajes donde quieres que se revelen. Y la revolución también sirvió para eso, para que la gente pudiese mostrar su carácter o su falta de carácter.

—Hay un elemento que recorre toda la novela, que son las pintadas que aparecen en los muros.

—Esto es como la música en el caso de Frederico, que comprendí que podía ser como un coro griego que va puntuando la narrativa. Y con las pintadas en los muros ocurre lo mismo. Las uso porque son reales —eran los memes de la época—, y porque son muy graciosas: “Si Dios existe, es su problema”, “Muertos de las fosas comunes, ocupad los sepulcros familiares”, “Abajo los tejados, la lluvia es del pueblo”. Algunos son más cómicos y otros más políticos. Así que hice una compilación para puntuar las narrativas. A veces de una forma absurda, otras para subrayar lo que estaba sucediendo. La gente vivía con esa poesía en las paredes, con esas voces a su alrededor. Era parte de la narrativa colectiva y urbanística.

—¿Son todas reales o te has inventado alguna?

—Son todas reales. No recuerdo haberme inventado ninguna.

—El apellido de la familia es Storm. El de la madre es Alegria. Una de las hijas se llama Pureza. Otros personajes se apellidan Raposo, Perdigão, Cotovia, Walker (Zorro, Perdiz, Alondra, Caminante)… ¿Elegiste estos nombres por su significado o porque te gustaba cómo sonaban?

"Los portugueses adoran todo lo que es extranjero, y especialmente los apellidos extranjeros"

—Yo tengo una obsesión con los nombres, aunque no me había dado cuenta de que había puesto tantos nombres de animales. En el caso de Storm, tiene varias capas. Hay una capa semántica, pero también factual porque muchos ingleses vinieron a vivir a Portugal a lo largo de los dos últimos siglos. Muchos por el vino de Oporto, pero también por otros motivos, y algunos fueron a Sintra. Y como la familia vive en Sintra, tenía sentido. Además, uno de los hoteles más antiguos de la península Ibérica, donde estuvieron Eça de Queiroz y Lord Bryon, y donde estuve yo durante la pandemia antes de empezar este libro, se llama Lawrence’s, que es un nombre inglés, y eso influyó un poco. Y Storm quiere decir tormenta, que va bien para esta familia tumultuosa y para esta época de intemperie, de tormenta. Por otro lado, hay una especie de ironía, una autocrítica, porque el libro también es un juego de espejos con la portugalidad, es también una novela de costumbres en ese sentido, y es que los portugueses adoran todo lo que es extranjero, y especialmente los apellidos extranjeros. Puede ser Smith o un apellido francés cualquiera, pero eso ya da un pedigrí. Esto se explica por la condición periférica de Portugal a lo largo de siglos y por la fascinación con la cultura francesa, por ejemplo, en el siglo XIX. La globalización ha cambiado un poco eso, pero quería usar un apellido extranjero para darle un cierto tono irónico y sarcástico a esta familia.

—¿Y Alegria?

—Una vez más es irónico porque Antónia y Maria Luísa no son personas alegres. Conozco a varias Alegrias y cuando estaba pensando en un apellido y ya tenía Storm, pensé: “Qué interesante. Vamos a poner por contraste este apellido, Alegria”.

—Cuando muere Gonçalo Storm, el patriarca, Pureza está embarazada, y dices: «Pureza pensó que su padre nunca conocería al hijo que llevaba en el vientre. Luego pensó que su nieto solo vería al abuelo en retratos». Aquí está el tema del que fue tu siguiente libro, Filho do pai, que es una obra autobiográfica y que surge, según te he oído contar, cuando tu padre fallece y tú vas a tener un hijo. Cuando escribiste esto, ¿ya estabas pensando en ese libro?

"Varias personas me dijeron que les había pasado lo mismo, que perdieron a su padre antes de convertirse en padre"

—Yo sabía que en algún momento iba a escribir un libro sobre mi padre, sobre la relación que tenía con él y sobre la cuestión de la masculinidad y de la paternidad, y que vendría como continuación de Filho da mãe, que es un libro sobre el luto por mi madre. No sabía cuándo y cómo lo haría, ni que sería también un libro sobre mi hijo y, por encima de todo, sobre la coexistencia entre la muerte inminente y la vida inminente. Mi padre murió meses antes del nacimiento de mi hijo y durante esos meses fui escribiendo un diario que en parte utilicé en el libro. Son innumerables las veces en que la vida y la muerte coexisten el mismo día. Por ejemplo, cuando fui a hacer la primera ecografía de mi primer hijo, pensé que el proceso de multiplicación de las células, que permitía que aquel feto se convirtiese en bebé, era también el proceso que estaba matando a mi padre, porque tenía cáncer. Tiempo después fui a hacer la ecografía morfológica, que es muy importante porque van viendo órgano a órgano si todo está bien, y es por tanto una prueba de vida y de que tu hijo está bien. Dos horas después, fue el funeral de mi padre. Salí de una prueba de vida a una prueba de muerte. Esto, que no deja de ser impresionante, especialmente para quien lo vive, es algo bastante común. Varias personas me dijeron que les había pasado lo mismo, que perdieron a su padre antes de convertirse en padre. No es, por tanto, algo extraordinario, y el hecho de escribir ese libro no tenía que ver con eso, sino con la suposición de que la vida, que a veces es esplendorosa y a veces terrible, tiene momentos que son comunes para todos y que la literatura muchas veces quiere abarcar y explicar, y que eran susceptibles de que yo hablase de ellos. Además, yo tenía una relación muy complicada con mi padre. Estuve dos años sin hablar con él. Después, cuando se puso enfermo, fui a visitarlo una vez. Y quería reflexionar una vez más sobre la familia, en este caso la mía, y sobre el asunto de la paternidad hacia arriba, de mí como hijo, y de la paternidad hacia abajo, de mí como padre.

—Pureza ve en la tele una serie sobre Joseph Balsamo, un personaje de Dumas, y dices: «También las revoluciones podían verse desde el sofá, cabían en siete episodios de cuarenta y cinco minutos, o en las trescientas páginas de un libro, porque la ficción tenía un principio y un fin, una lógica y un sentido, mientras que la realidad, en julio de 1975, en un país llamado Portugal, parecía no tener ningún sentido». ¿Escribir una novela como esta es un intento de dar sentido a la realidad?

—Sí, entre otras cosas. Una novela no es una cosa única, es algo múltiple. Antes hemos hablado de Filho do pai, y al principio de ese libro digo: “Recordamos para dar sentido a aquello que no logramos olvidar”. Porque olvidamos muchas cosas a lo largo de la vida. Creo que la escritura es también una forma de recordar y de dar sentido. Y también una celebración de la belleza y de la vida. Es muchas cosas. Antes que escritor, soy lector, y cuando leemos un libro, buscamos sentir que no estamos solos, que alguien dijo algo que sentimos pero no hemos sabido articular, que alguien dirige una luz hacia un rincón oscuro de nosotros, o que nos evidencia una belleza en la que ya nos habíamos fijado, pero que no había permanecido en nosotros. Para eso sirven los libros. La muerte de la novela ya ha sido decretada, muchas veces por los propios escritores. La novela es reciente, pero ya es antigua si comparamos la velocidad a la que las cosas avanzan. Es verdad que te da cosas únicas que otras artes u otras distracciones no te dan, pero es difícil competir con TikTok. Y sin embargo, no deja de ser una extraordinaria obra de civilización porque consagra tres cosas. La primera es el lenguaje, que es una dádiva misteriosa que tenemos sin saber cómo, pero que nos distingue y nos permite estar aquí conversando y escribir libros. La segunda es la invención de la escritura, que sirve para la transmisión del conocimiento. Y la tercera es la invención del libro. Por tanto, es un artefacto del triunfo de la inteligencia y de la creatividad. Es algo extraordinario. Vivimos en una época en la que estamos muy expuestos al ruido. Hay gente que pasa diez horas online, y eso origina una carga cognitiva y mucha confusión. Mucha gente cree que la información/desinformación es importante, pero la información o desinformación no es conocimiento, y el conocimiento no es sabiduría. Y esta avalancha de información en las redes sociales y en las noticias de los periódicos también crea enfado y miedo. Y si hay algo que no es bueno para la democracia y para la salud de cada uno es el enfado y el miedo. Basta mirar un poco la historia para ver que el enfado y el miedo están en el origen de las artimañas usadas para tomar el poder. Y todos nosotros, en algún momento, sentimos ese enfado y ese miedo. Y tal vez la literatura sea un reducto contra ese ruido, ese enfado y ese miedo, porque el tiempo que pasas solo con un libro, concentrado, es un remanso de paz. Yo no voy a dejar, como veo que le sucede a mucha gente, que el ruido, el enfado y el miedo me impidan mirar la belleza del mundo, y que está aquí. Piensa que no somos los únicos que vivimos un tiempo problemático. Mira el siglo XX portugués y español. La gente vivió momentos mucho más traumáticos, y sin embargo había belleza. La gente siguió escribiendo poesía, comiendo con su familia, yendo al cine, oyendo música, bailando un bolero con un clavel en un mirador. Y una de las formas de resistencia contra el ascenso de las nuevas tiranías es decir: “No me vais a impedir mirar el mundo y la belleza que contiene, no voy a ser esclavo del miedo que me queréis imponer y del enfado que me queréis suscitar”.

—Además de libros, has escrito guiones para series de televisión como Rabo de Peixe, de Netflix. ¿Va a tener Revolución una adaptación televisiva?

—Es difícil porque las series históricas son más caras, pero estamos intentando sacar adelante el proyecto. En Portugal, la industria audiovisual es muy pequeña y una serie de estas dimensiones no se hace sin subvenciones, por lo que puede tardar un tiempo y puede que nunca llegue a hacerse. Sería difícil hacerla solo con dinero portugués, así que, si hay productores españoles leyendo esta entrevista, buscadme en internet (risas).

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John P. Herra
John P. Herra
1 mes hace

La reconquista de Lisboa, los viajes de Vasco de Gama, la ruta de las especias, la toma de Goa, Malaca y Macao, la invasión napoleónica… Por lo visto, minucias en comparación con la “Revolución de los Claveles”, un proceso pilotado por la embajada gringa para que Portugal abandonara sus provincias africanas (no eran colonias) y los gringos se quedaran con el petróleo y los diamantes de Angola… Todo para que al final Angola y Mozambique se sumieran en una guerra civil de 30 años. Otro de los desastres galácticos del amigo Kissinger.