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Espíritus que aman

El tiempo no existe en el Hades. Los dioses y las almas de los difuntos no conocen el día y la noche, ni el sueño ni la vigilia. Una bruma espesa cubre el antro en donde Perséfone, sentada en su trono de alabastro negro, escucha lacónica de los labios de Hermes la historia de las almas recién llegadas. Desde que accedió al trono de los reinos subterráneos como consorte de su tío obligó a Hermes, conductor de almas, a pasar revista ante ella. Es el único divertimento para su inmortalidad: intervenir por alguna de ellas antes de que los jueces den su veredicto.

—¿Hay algo interesante? —pregunta, mientras da un mordisco a una granada pelada. De repente, su boca adquiere la apariencia de una oscura herida por la que corre la sangre.

—Lo de siempre: asesinados, héroes caídos en la batalla, enfermedad, algún accidente. Aunque ha llegado a mis oídos una historia que te podría interesar.

—Ah, sí. Cuenta, cuenta. Estoy deseosa de que algo me sorprenda.

—Ha llegado un alma más atormentada de lo habitual. Según he sabido, ha ofrecido su vida a la muerte para salvar a su marido de una muerte segura y ahora la separación la ahoga.

—¿Sabes su historia? Me interesa conocer los detalles.

—La verdad es que solo me he enterado de esto. Podría investigar, aunque creo que sería mejor que ella compareciera ante ti y lo supieras de su misma boca.

—Pues tráemela y no tardes. Estoy intrigada.

Una sombra se materializa ante la mirada impávida de la diosa.

—¡Que los dioses sean contigo, Alcestis!

—¿Ante quién me encuentro? —dice el espíritu tembloroso.

—¿No me reconoces?

—Sí, aunque aquí las apariencias engañan. Lo que está arriba está abajo y lo que está abajo está arriba. Nada es lo que parece y temo que no esté ante la presencia de la diosa y reina de estas tierras, sino ante un espectro maligno que quiera atormentarme más de lo que estoy.

—¿Qué debo hacer para convencerte?

—Oh, diosa —dice con reverencia e indecisión—, si eres quien tú dices, me gustaría conocer a aquel que flanquea las puertas de este reino.

—Así sea.

Cerbero llega entre las sombras, moviendo su cola de serpiente; sus tres temidas cabezas han dejado su apariencia terrible para mostrarse amorosas y obedientes. Se acuesta a los pies de su dueña.

—¿Ahora me crees?

Un temor reverencial serpentea sobre la pálida sombra. Se arroja a las rodillas de la diosa, suplicando su perdón. La diosa, complacida, la hace levantarse.

—¿Y qué quiere su divinidad, de un alma perdida como la mía?

—A mis oídos ha llegado la causa de tu muerte y quisiera saber los detalles de tu perdición.

—Así sea —afirma Alcestis, ya aliviada—. ¿Por dónde quiere que comience?

—Por el principio. Toma asiento —la diosa le hace un ademán, señalando hacia las tinieblas.

***

Como bien sabes, mi nombre es Alcestis, soy hija de Pelias, rey de Yolco. Y he dado la vida por mi marido Admeto.

Aún recuerdo el día en el que se presentó, atravesando las murallas de la ciudad, triunfante, en un carro tirado por leones y jabalíes. Todo un espectáculo. Se había propuesto conseguir mi mano, ya que, como mi belleza y riqueza eran tan conocidas y los pretendientes se agolpaban a las puertas de mi casa, mi padre, para elegir el mejor marido, estableció una gesta imposible y así librarse de aquellos hombres que no fueran merecedores de mi mano. Durante años nadie logró uncir aquellas fieras a un carro, pero milagrosamente el día llegó y qué mejor que el compañero y amigo de mi hermano para conseguirlo. Hacía poco que había vuelto junto a Jasón de la Cólquide, allí habían logrado otro hito: robar el vellocino de oro. Me conoció durante las celebraciones de aquella gesta y quedó irremediablemente prendado de mi belleza.

"La palidez de la muerte se asomó al rostro de mi amado. Saltó de la cama dejándome con la palabra en la boca. Corrió desesperado al templo donde hizo los sacrificios debidos"

Logrado su propósito, los esponsales se celebraron enseguida. Casi no nos dio tiempo a conocernos, pero yo creía que, si había hecho aquello solo para tenerme, haría lo que fuera por mantener la llama encendida. Así que también Eros hincó su flecha en mi corazón. En nuestra primera noche juntos le pregunté cómo había conseguido lo que a todas luces parecía un imposible. Supe por sus palabras que un dios había sido artífice de aquella gesta. Apolo fue el encargado, pues estaba condenado a servir a un mortal durante un año por haber matado a los Cíclopes. El mortal elegido fue Admeto. Apolo pidió a Artemisa, su hermana, que amansara a aquellas fieras y las domeñara de tal manera que Apolo pudiera uncirlas y Admeto conducirlas ante los pies de Pelías. Mientras me contaba estas cosas acostados en nuestro tálamo nupcial, sentí un cosquilleo sobre mi pierna. Me sobresalté y dimos vida a lámpara que yacía junto a la cama. La habitación se había llenado mágicamente de serpientes. Se multiplicaban y caían del techo, salían de las paredes, reptaban por el suelo y ya estaban apoderándose de nuestro lecho cuando Admeto recordó las palabras de Apolo: “Sacrifica un cordero inmaculado a Artemisa, pues ella nos ha ayudado, recuerda que la ira de la diosa cae fácilmente sobre los desagradecidos”.

La palidez de la muerte se asomó al rostro de mi amado. Saltó de la cama dejándome con la palabra en la boca. Corrió desesperado al templo donde hizo los sacrificios debidos. En un abrir y cerrar de ojos aquel enjambre viperino había desaparecido… Nada fue igual desde entonces. El temor de la muerte se había instalado en su corazón. No dormía, se pasaba las noches vagando y los días dándole vueltas a la finitud de la vida. Comenzó a temer cualquier cosa, montar a caballo, una salida por el bosque, incluso que algún detractor pudiese acabar con su vida. Así que hizo lo único que podía hacer…

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