Uno va al médico esperando que dome el desboque, ese acojone que precede al momento de leer la sentencia que se empeña en llamar diagnóstico. Para él, o para ella, uno no es más que un cliente al que insiste en llamar paciente. La verdad, el nombre no está mal tirado: hay que tener mucha paciencia para aguantar fuera ese rato eterno hasta que, por fin, parpadea en la pantalla el numerito. El tuyo.
Yo, que tengo mucho galeno en la familia, añoro los tiempos en que el “batablanca” te recibía con un cigarrillo entre los dedos, el cenicero atestado de colillas y un esqueleto tamaño natural en la esquina de su tétrica consulta. Ahora no. Ahora se esconde detrás de un ordenador mientras teclea en tu historial. Completa las casillas y te sentencia a tomarte unas pastillas para que abandones un vicio que te acompaña desde los trece años.
—¿Unas pastillas y ya?
—No, claro que no. Tienes que estar convencido de que quieres dejarlo.
Joder, también es psicólogo. No sería un vicio si no fuera tan tentador, si cada mañana, antes del café, no te brotara esa pulsión irrefrenable por dar unas caladas, las que Morfeo te negó durante un puñado —eterno— de horas.
Salgo de allí convencido de que no me ha convencido. Que lo de dejar de fumar es zarpar con rumbo desconocido, sortear mil tormentas y una cascada de broncas en casa porque, sí, es cierto, estoy más arisco. Pero es que no hay pastilla para estar seguro de dejar algo que llevas disfrutando toda tu vida. Sabes que no te conviene, vale, pero con ese mismo argumento podría prescindir de un buen puñado de cosas para las que no necesito la muleta de la química.
Es proponérselo, cosa que pienso hacer. Por ejemplo, no ir más al médico porque una conversación en casa me pilló desprevenido, nada atento a lo que claramente era una emboscada saducea:
—Cariño, he cogido hora en el centro de salud. Vamos a dejar de fumar. Juntos, como tiene que ser.
—Claro, claro.
Y aquí estamos, desahogándome con todos ustedes y porfiando contra la panda de mamones del curro que han decidido hacer una porra con los días, quizá horas, que voy a tardar en bajarme a dar una caladita.
Capullos insensibles. ¿No se dan cuenta de lo mucho que significa para mí dejar un vicio que practico con fe de converso desde la adolescencia? Entonces, en tiempos del acné, la chavalería quería ser vaquero o astronauta. Yo, fumador. Uno de esos que fuma lento, de perfil, con gesto serio y ademán recio. Un galán entre volutas de humo. Las volutas ahí siguen, el galán nunca apareció. Pero, qué quieren, tampoco hubo nunca una pastilla que te convirtiera en Humphrey Bogart. Ni para soportar estoicamente a los colegas que te dan palmaditas y repiten: “Pery, ánimo, no veas cómo te va a mejorar la vida…”. Si estuviera convencido de que quiero mejorarla.
Les dejo, me toca pastillita.


Don Agustín, soy medico, te entiendo perfectamente, y no se si adrede, irónicamente pusiste a Bogart,que murió de un cancer de pulmón