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La ficción como antídoto

La ficción como antídoto

Necesitamos la ficción para convencernos de que las cosas pueden ser distintas de como son, para continuar creyendo que existe algún tipo de diferencia entre lo que hacemos y lo que aparentemente “sólo” imaginamos, y por qué, en nuestro deseo de comprender la naturaleza secreta de las cosas de este mundo, sentimos una necesidad irreprimible de consuelo.

(Patricio Pron)

Empiezo con esta cita porque después de leer la novela de Pron leí Confesión, de Martín Kohan, y tuve la impresión de que ambas dialogan sobre una misma pregunta: ¿qué lugar ocupa la ficción —y la confesión— en nuestra manera de afrontar la culpa, el pasado y la verdad? En ese tránsito, advertí que ambas parten de una misma sospecha: que la ficción no es un refugio frente a la verdad, sino el espacio donde la verdad se vuelve soportable.

¿Qué hacemos con la memoria —la que nos duele, la que recordamos, la que compartimos? ¿Qué lugar damos a la memoria individual y colectiva en nuestra vida presente? ¿Cómo la cultivamos, que tácticas aplicamos para preservarla? ¿Cuánta perspicacia haría falta para esquivar cualquier distorsión? ¿A dónde van a parar los recuerdos cuando nadie saber qué hacer con ellos? ¿Es el territorio de la culpa o el de la contrición un punto de partida para corregir o expiar las faltas del pasado?

Confesión (Anagrama, 2020), la novela de Martín Kohan —ganador del Premio Herralde de Novela en 2007—, narra en tres partes, que aunque autónomas forman una unidad, la vida de distintos miembros de una familia en tres momentos clave: antes, durante y después de la dictadura militar que sufrió la Argentina a mediados de los años setenta.

"Kohan explora el desgaste de la memoria y las usanzas, tanto en lo individual como en lo colectivo"

Kohan explora el desgaste de la memoria y las usanzas, tanto en lo individual como en lo colectivo. Los personajes principales, la abuela y el nieto (a su vez narrador) ofrecen nuevas posibilidades para extender los caminos de la memoria, y así recuperar el testimonio de quienes vivieron o presenciaron esas historias.

Hoy, paradójicamente, la memoria se extravía por el inmediatismo, la sobrecarga de información y la presencia de conceptos que han sido revestidos de nuevas acepciones. Vivimos en tiempos de mucha aceleración, de mucho apuro. Los algoritmos duran lo que tarda en madurar un aguacate, y rara vez nos detenemos a observar lo que nos impone esta dinámica.

James Gleick escribió un libro sobre la rapidez y sus consecuencias: Faster: The Acceleration of Just About Everything. El libro aborda el efecto de la era tecnológica. Gleick escribió ese ensayo en 1999, cuando Amazon e Internet iniciaban su revolución. El ensayista norteamericano fue un precursor en explicar esas tendencias que se han venido acrecentando con mayor ímpetu a través de los años:

“Sabemos que el mundo está cambiando velozmente; sabemos que somos miopes; nos criticamos por nuestras limitadas perspectivas temporales, y enterramos nuestros detritos con el mismo amor con el cual los perros entierran huesos.”

"Kohan intercala pasajes ensayísticos sobre el río, que funcionan como incisos y, al mismo tiempo, como manto teórico"

Por otro lado, el escritor y crítico argentino Sergio Colautti dice que la novela de Kohan busca narrar “el olvido”. Kohan divide el texto en tres actos “para decir las formas del olvido permeando las vivencias y los pasados de los próximos: la abuela y los padres, volviendo sobre incrustaciones que la memoria esquiva o dice a medias, que insinúa sin explicitar o escamotear, hasta que lo subterráneo, como puede, aflora”.

En la primera parte de la novela, Kohan intercala pasajes ensayísticos sobre el río, que funcionan como incisos y, al mismo tiempo, como manto teórico. En un principio estas intervenciones se muestran ajenas a la historia de la protagonista: “El río tuvo, mucho después, su ciudad y sus puertos, cada uno con sus nombres respectivo. Que a la ciudad le terminara quedando el nombre que era del puerto, y que en tanto el suyo propio se perdiera totalmente en la nada, dice mucho sobre los hechos: qué era lo que importaba más y qué era lo que importaba menos, o qué era lo que importaba y qué era lo que no. Luego, claro la ciudad le da la espalda al río” (p. 48).

En el río confluyen un caudal de simbolismos: el paso del tiempo, el deterioro descrito por Kohan en ese amarronamiento: “El río es demasiado marrón. Tiene el color de lo que es: tiene el color del barro. Agua sucia y pestilencia” (p. 34). El río es una presencia no requerida, Buenos Aires le da la espalda, se desentiende. Su utilidad se ve limitada, como cuenta el narrador: “La prohibición de baño en el Río de la Plata se estableció en los años setenta, debido al alto grado de contaminación de las aguas” (p. 59). Los arroyos, con su trazado, estaban incorporados al tejido urbano, y fueron progresivamente cubiertos. Esto podría aplicarse al relato como una metáfora de lo que queda subyugado, un paradigma de la opresión que suelen aplicar las autocracias: “Ganarle tierra al río ha sido y sigue siendo el recurso más contundente para tratar de abolirlo” (p. 72).

"Hay una relación intrínseca entre literatura y política con la que Kohan ha siempre jugado en sus textos"

Los túneles que contienen y transportan esas aguas adquieren relevancia en la segunda parte de la novela, donde se narra el atentado que un grupo de revolucionarios preparó contra el dictador Videla. Hay un evidente trasfondo político, que sirve de marco referencial al recuento de una madre que como muchas otras padeció la brutalidad de la desmesura del poder. En una tarde cualquiera, muchos años después, Mirta López, ya anciana y senil, recibe la visita de su nieto. Mientras juegan al truco, la abuela revela algunos hechos que terminaron comprometiendo a su propio hijo. En un espasmo de lucidez, ya en evidente deterioro por los años y por el acarreo de la culpa, reconoce que, en su afán por protegerlo, terminó sentenciándolo.

Hay una relación intrínseca entre literatura y política con la que Kohan ha siempre jugado en sus textos. Él mismo declara su admiración por ese manejo tan delicado y difícil que existe en la novela Glosa, de Juan José Saer, “un prodigio de narración y de escritura”. Me atrevería a decir que en sus novelas Kohan aspira emular ese equilibrio que conjugan vida, narración y política.

La obra también narra la pérdida de la inocencia, la remoción de ese velo tan necesario para nuestra primera infancia y que al perderse da pie al caos, a una evidente confusión: la adolescencia, por ejemplo, con sus hormonas y el descubrimiento del placer y la atracción sexuales.

En la primera parte de la novela vemos a la abuela del narrador cuando era joven (cuando aún no era abuela): “Padre, he pecado, dijo entonces, dice ahora, Mirta López, mi abuela. Que no era todavía mi abuela, por supuesto…” (p. 11). Ella vive con sus padres en Mercedes, una localidad de la provincia de Buenos Aires. Para aquel entonces, en 1941, lo más destacable y pintoresco de esa comunidad era probablemente su catedral y su cercanía a Luján, la Lourdes argentina. El sonido de las campanas, la actividad comercial y agrícola lo hacían un lugar propicio para formar una familia lejos del ajetreo metropolitano. Una de ellas fue la familia Videla. La joven Mirta se siente atraída por el “hijo mayor” de la familia Videla, un estudiante de secundario llamado Jorge Rafael que no sólo iba a marcar la vida de Mirta López y su futura familia sino también iba a (tras)tocar directa e indirectamente la de todos los argentinos.

"Me atrevo a afirmar que todos convivimos con distintas realidades. Construimos mundos alrededor nuestro para atenuar el presente y darle forma al pasado"

Esos impulsos que la arrastran al confesionario del padre Suñé la llevan a hacer cosas, hasta entonces, impensadas. Mirta, enamorada, se las arregla para conocer el itinerario del joven Videla: sincroniza las llegadas y partidas de los trenes que lo llevan al colegio secundario en Buenos Aires y de vuelta a casa los fines de semana. Incluso adquiere el hábito de ir a misa todos los domingos, un gesto que sus padres interpretan como una excelente señal de devoción religiosa y buena crianza, atinando en el fervor, aunque lejos de coincidir con el sujeto de las súplicas.

Las tres historias, si bien unificadas por la voz narrativa y el personaje de Mirta, podrían leerse independientemente, como relatos separados: ostentan su propio arco narrativo. La intención y la madurez literaria de Kohan permiten que las tres partes convivan, otorgándole a la historia una parábola mayor. Me vienen a la mente otras lecturas: Bueno, aquí estamos, de Graham Swift, y El sentido de un final y La única historia, de Julian Barnes, obras de maestros contemporáneos en el manejo del relato de la confesión, trazando y alternando con eficacia distintos planos temporales que van hilvanando la trama.

Me atrevo a afirmar que todos convivimos con distintas realidades. Construimos mundos alrededor nuestro para atenuar el presente y darle forma al pasado. Arrastramos creencias que luego modelamos a placer, quizá para protegernos y darle un sentido o varios a la existencia.

Lo digo por el personaje de Mirta López y el tiempo que le tocó vivir (y contar) y también por su nieto que intenta reconstruir el pasado, y en ese intento conocerse a sí mismo a través de esas páginas. Decía Cesare Zavattini que hay una línea muy sutil entre el acto cultural de desmitificar y el de desmantelar. Escribir es entonces, siempre según Zavattini, una búsqueda interior de esa consciencia cotidiana del propio ser, quizás entendido como una suerte de espejo, un reflejo desde el cual intentar conocer y comprender al otro.

Los destinos de Mirta (la abuela – to be) y el joven Videla se bifurcan. La cosa no supera la esfera del amor platónico, con secuelas que tan solo el tiempo iba a revelar.

Ese peso que Mirta arrastra hace mella en su vitalidad a lo largo de los años, y la memoria se presenta como un recordatorio, una molestia, una puntada que pliega. Entonces, Mirta decide dejarla partir, como aquel ímpetu juvenil que la indujo a revelarse ante el padre Suñé: confiesa.

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