En 2017 se recuperaron una serie de textos en la localidad de Herculano, destruida el 79 d. C. por una erupción del Vesubio y reencontrada por un zaragozano en 1738. El más importante sin duda, sigo en esta exposición inicial obligada las palabras del profesor de Oxford John Henry, citado y traducido por Manuel Pérez Cornejo Viator, es el Apokarteron (“El que se deja morir de inanición”) Obra célebre en su tiempo de Hegesías de Cirene encontrada en la biblioteca de un epicúreo que poseía dos rollos y de la cual sólo conocíamos referencias breves e indirectas procedentes de Cicerón (106 a.C.- 43 d. C.), que aportó un resumen en una de sus obras, y de Diógenes Laercio (siglo III d. C.) Por el momento es el único dialogo filosófico griego que sobrevive del periodo helenístico.
Manuel Pérez Cornejo, Doctor en Filosofía y Licenciado en Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid, es autor del excelente ensayo “Míseros mortales: las raíces clásicas del pesimismo” que figura como Introducción en el volumen. Aquí se contextualiza con precisión y conocimiento al autor y la obra. Objetos ambos de este interesantísimo título, publicado por la editorial Sequitur en su “Biblioteca pesimista”. Una aportación editorial significativa y de alto calado que pone en manos de los lectores del siglo XXI un imprescindible catálogo filosófico de obras que habían permanecido en sordina, a pesar de su acertada sintonía con los tiempos que corren.
El libro contiene, ademas del texto del Diálogo y el ensayo citado, un prologo de Fernando Burgos, unas reflexiones complementarias de John Henry y una Adenda de Piercarlo Nechi. Este último, profesor de Filosofía Teorética en Milán. Contra lo que pueda sugerir este árido prolegómeno, lleno de referencias académicas, Hegesías de Cirene es un libro fundamentalmente ameno, exótico y en ocasiones incluso divertido. Es pues por ello una lectura muy recomendable.
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Es el Apokarteron, “el hombre que se mata de hambre”, un ejercicio filosófico dotado de una inquietante lucidez en el que se plasma una reflexión dialogada entre tres personajes, que investiga comprender la estructura del dolor, tras posar la mirada sobre la existencia, el sufrimiento y el sentido. Aportando finalmente, a través de la conversión de uno de los participantes al discurso de su protagonista central, una sabiduría de la renuncia. Mejor morir que perseverar en los padecimientos.
Es preciso entender que el hombre antiguo, tanto el griego como el romano, incluyamos también al etrusco, no era precisamente optimista y que el suicidio no sólo le era teóricamente accesible sino también justificable como práctica. Resultando esta práctica, demonizada por el cristianismo, un hábito más común de lo que pensamos entre determinados estratos sociales y culturales.
Empédocles de Agrigento (494-434 a. C.) se había arrojado a un volcán, por favor no trate el lector de estropear esta bella imagen con argumentos eruditos forzosamente dotados también de un grado de intensa improbabilidad; Zenón de Citio (334 – 262 a. C.), fundador de la escuela estoica, habría muerto de inanición, autoinflingida tras dañarse un dedo del pie; Peregrino Proteo (95-165 d. C.), de quien nos ha dejado Luciano de Samosata (125-181 d. C.) un retrato satírico genial, escasamente fiable con casi completa seguridad pero de eficaz factura arquetipo-literaria, se incineró. Cicerón (106-43 a. C.) había afirmado que si lo que buscamos es la verdad, la muerte nos aleja de los males.
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Cuando era un niño quedó grabada en mi memoria un anuncio que por entonces, los años 60, emitían con frecuencia en la televisión. Corría la época del Innombrable, que como el viejo y artero Cronos devoraba a sus propios hijos pero había sincronizado en lo epocal, sin duda aleatoria e involuntariamente, como descubrimos amargamente después, con algo similar a la edad de oro para las buenas gentes de su tiempo. Herederos o supervivientes, como el lector lo prefiera, de una peculiar y sangrienta variante local de gigantomaquia. En el anuncio, que pretendía desarrollarse en la antigua Grecia, una voz solemne preguntaba: “dime tú, Academo, ¿qué es la felicidad?” Y un personaje “filosófico”, una imagen fabricada con lecturas escasas y protocolos catódicos, no por ello menos verosímil y en blanco y negro, declamaba solemnemente: la felicidad, hijo mio, es la ausencia del dolor. Ahorro al lector el nombre del producto anunciado pero consigno esta frase como mi primera experiencia reciamente filosófica. Sin duda epicúrea, pues este pensador terminal consideraba también el placer como la ausencia del dolor. Y es que Hegesías de Cirene, miembro de la escuela cirenaica fundada por Aristipo (435-350 a. C.), también de Cirene, ciudad situada en lo que hoy conocemos como Libia y reducida a unas cuantas ruinas, como casi todo, fue un filosofo hedonista pero de formato anti vitalista. Ahora, ahorita en breve, lo explicaremos…
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Hegesías testigo del ocaso y disolución del tiempo de la polis, epígono de Sócrates (470-399 a. C.) por la linea de Aristipo, “descubrió” que el mundo en su verdad más desnuda no permite la dicha. Y es que cuando el placer se disuelve en la nada, acaba siendo contrapesado y superado por todo tipo de dolores y pesadumbres. Esta situación existencial, por entonces en expansión, condujo a numerosos pensadores a proponer una moral del no padecer y una ética del mínimo sufrimiento. Las similitudes con el budismo no pueden ser casuales, más aun con las influencias llegadas de Oriente traídas desde países lejanos por los veteranos del divino Alejandro. Despojado de esperanza y deseo el sabio se entrega a la indiferencia. La negación radical de la vida se convierte en un proyecto deseable, la ética se disuelve en un cálculo de daños y finalmente la sabiduría acaba siendo un aprender a morir. Sigo en toda esta exposición las certeras palabras del profesor Cornejo.
Con razón Cioran (1911-1995) a quien acudía una y otra vez en mis lecturas de juventud, antes de adoptar la máscara de un oso de circo, retrataba la actitud contraria a esta forma de nihilismo reactivo con uno de sus más acertados aforismos: “la nada sin duda era más cómoda, ¡qué molesto es disolverse en el ser…!”
La difusión expresa de esta sabiduría por Hegesías produjo numerosos suicidios, seguramente menos que el Werther de Goethe (1749-1832) apostillo con malevolencia. Esto llevó a la clausura de la escuela, la prohibición de sus libros y al exilio del autor.
La ausencia de duración de los deleites y la inseguridad en la felicidad, siendo esta ultima el objeto predicado por la filosofía socrática en todas sus ramas, preludiaba estas conclusiones. Vivir, decía Cicerón, no le reputa ventaja a nadie… Estaba lejos de un tiempo en que hablar del vivir reputaría innúmeras ventajas a auténticos estajanovistas de la impostura.
Los antiguos partían del supuesto, muy posiblemente certero tras ver los crudos efectos que ha tenido a lo largo de milenios negarlo y afirmar su contrario, que los dioses son autosuficientes y no necesitan al hombre para nada. También que ambas naturalezas, la de los pedestres y la de los celestes, son inconmensurables y que tratar de conocer la voluntad de los inmortales solo puede conducir a situaciones aún más penosas que la que nos deparan ya las realidades naturales. A menos que alguien nos mande un sueño…
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La propensión hacia lo sombrío, de la que dan testimonio la mitología y tragedia de los antiguos, les llevó considerar la muerte por la patria, el arte y el goce como paliativos eficaces a la miseria del existir. Los que ven, ven muerte cuando están despiertos, rotos sus hilos con el envoltorio de sombras de los sueños. Digamos que estos pesimistas serían “optimistas informados”, frase atribuida a Mario Benedetti (1920-2009) que yo conocí en boca de Dalmacio Negro (1931-2024).
Los antiguos valoraban la vida pero no la tenían por el bien supremo. Por aquellos lejanos días los sabios, muchos de ellos habitantes de templos hoy derruidos y olvidados, enterrados en las arenas de los desiertos, sumergidos en la frondosidad de la jungla o en las profundidades del océano o los lagos, aún recordaban las tradiciones que mencionaban la existencia de mundos sucesivos y plurales. También de la irreversible sucesión de las aniquilaciones en serie de universos y civilizaciones. Hegesías, como Píndaro (aprox. 518 a. C.) mucho antes, conocía perfectamente que la vida no era mas que el sueño de una sombra. Por ello, y como elección personal, consciente de la irrealidad suprema de la felicidad en todas sus versiones, se convirtió en un “peisithanatos”: un persuasor de la muerte.
Zaratustra, tras encaramarse a los riscos, sin duda los mismos de Hegesías, experimentó seguramente idéntica confrontación con los Celestes. Bajó sin embargo de la montaña con otro mensaje, al menos en apariencia. La abeja que había acumulado demasiada miel, descendió desde la Luna al mundo de los hombres para difundir, quizá mejor para destilar en una generación penúltima, su veneno interestelar.
Del mismo modo que el cadáver descompuesto del cristianismo alimentó, aún lo hace, las larvas grotescas de la Modernidad que culminan en la emergencia aterradora, indiferente y postmoderna del Gusano virtual. Cultivado este último en las glaciares y subterráneas hieleras de los soportes informáticos de la inteligencia artificial. Con minúscula, como el islam.
Pero este cielo falso, amigos del Centelleante, también pasará.
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Vamos pues, antes de terminar, a hablar, como prometimos, de Aristipo el fundador de la escuela cirenaica. Tercero pues en la linea de sucesión porque antes estuvieron Sócrates y antes de Sócrates su inmaterial y enigmático daimon. Estableciendo un paralelismo metafórico con el Árbol cabalístico, nos situaríamos en Jojma, la Sabiduría, que por fuerza abarca los aspectos relacionados con la voluntad: la fuerza del querer. Situados pues en la columna de la misericordia.
Nos basaremos en un excelente articulo, convenientemente jibarizado y canibalizado, de la feminista bonaerense Valeria Sonna, que ha comprendido cristalinamente la cuestión y la ha articulado con elegancia y rigor. Nos referimos a El hedonismo pesimista de Hegesías (Symploké, 2018).
Valeria propone leer la ética de Hegesías en términos nietzscheanos, como una inversión de los valores de la posición original de Aristipo. El programa filosófico de Aristipo era el de un hedonismo somático y radical, en el que el único objetivo de la acción es la búsqueda del placer somático. En la variante hegesíaca, este objetivo se ve desplazado por el de la búsqueda de la ausencia del dolor. Y es que el fin de la ética de Aristipo no es la felicidad.
Valeria propone de entrada que Platón (427-347 a.C.) no fue ni el más importante de los discípulos de Sócrates para sus contemporáneos, ni el más cercano a él. Más prominente fue quizás la figura de Aristipo de Cirene. Los textos doxográficos lo anotan como uno de los más destacados compañeros de Sócrates e incluso se lo llega a mencionar como uno de los creadores del género diálogo socrático.
La finalidad de la acción es, en Aristipo, el placer particular, concreto y somático. La felicidad, por ser una noción abstracta, no puede tener incidencia alguna sobre lo que nos motiva a actuar.
La ética cirenaica considera que buscar el placer y rehuir del dolor es algo connatural, y no sólo para el ser humano, sino para todos los seres que, por naturaleza, tienden al placer y rechazan el dolor.
Según Sexto Empírico (160-210 d. C.), en Contra los Profesores, para Aristipo, lo único manifiesto es la afección (páthos). Podemos conocer cómo nos afectan las cosas, pero no podemos decir que tengamos conocimiento real del objeto que produce estas afecciones. Jamás se le pasó por la cabeza pues elaborar una ontología.
Uno de los temas centrales del que se ocupan los pensadores del círculo socrático es el del autodominio (enkráteia). Sócrates pensaba que el conocimiento más importante es el conocimiento de uno mismo y que este autoconocimiento conlleva la capacidad de dominar las propias pasiones e impulsos. El autodominio consistía para Aristipo, frecuentador gustoso de banquetes y cortesanas, en satisfacer las pasiones, pero sin dejarse dominar por ellas, y en ello radica para él la virtud. El domeñador de sí es aquel que puede someterse a todos los excesos sin que lleguen estos a dominar su conducta.
Platón en cambio desalienta la experimentación somática y promueve la búsqueda del placer intelectual, cuyo ideal es un estado estático de ausencia de necesidad. El ideal del autodominio planteado por Sócrates implica, para Aristipo, una autoesclavización que poco tiene que ver con el dominio. El verdadero domeñador de sí es, en cambio, aquel que no reprime sus deseos, dejando que se hagan tan grandes como sea posible, y sabe satisfacerlos con decisión e inteligencia y saciarlos con lo que en cada ocasión sea objeto de deseo. Es justamente el movimiento de llenar el tonel lo que debe asociarse con el placer y no el mantener el tonel lleno.
Y aquí hago un intermedio breve para señalar al lector la sutil metáfora que oculta el relato de Edgar Alan Poe (1809-1849), El barril de amontillado, donde se confrontan hostilmente un representante de la masonería especulativa de su tiempo y un masón operativo. Con el desgraciado resultado que tal conflicto tiene para el primero como consecuencia de tal enfrentamiento.
Y es que lo que Platón pone en boca de Sócrates como autodominio es en realidad una autoesclavización. Encontrar una racionalidad al pesimismo de Hegesías e incluso a su apología de la muerte, oculta la inversión que opera Hegesías sobre la filosofía de Aristipo. Si lo pensamos en términos de la lucha nietzscheana contra el nihilismo que se cuela en el pensamiento, este cambio de disposición anímica hacia la existencia indica el triunfo de las fuerzas reactivas sobre las activas, es decir, de la pasividad por sobre la acción. La ausencia de deseo es la aniquilación misma. Y ese es el fruto de una operación de inversión de los valores que configuraban su sentido originario como afirmación de la vida.
Si consideramos el hedonismo aristipiano, en tanto búsqueda del placer, como afirmación de la vida, el hegesianismo se posiciona en las antípodas, es decir, en la negación tanto de placer y de dolor, y en la afirmación de la indiferencia, lo cual expresa la afirmación de la muerte y la negación de la vida. A esto le llamo propiamente una inversión, en el sentido que cobra el término en la filosofía nietzscheana, como inversión de los valores.
Cuando un discurso que en su origen expresaba la afirmación de la vida termina por convertirse en un discurso que afirma la muerte, estamos ante el devenir reactivo de las fuerzas. Todo discurso es la expresión de las fuerzas que lo producen.
¿Tiene pues el instinto una voluntad propia?
Michael Onfray considera a los cirenaicos y a su hedonismo originario bajo el manto metafórico de una Atlántida filosófica…sepultada bajo las olas del idealismo platónico. Sócrates había señalado impertérrito, seguramente con una sonrisa fugaz, hay gran esperanza en que la muerte sea un bien…
Como colofón poético, no podía ser de otra manera, expongo al lector, que ha soportado llegar hasta aquí, espero no estoicamente, este texto de Rubén Darío (1867-1916) que mi padre me dio a conocer y memorizar antes de cumplir los nueve años.
¡La Muerte! Yo la he visto. No es demacrada y mustia
ni ase corva guadaña, ni tiene faz de angustia.
Es semejante a Diana, casta y virgen como ella;
en su rostro hay la gracia de la núbil doncella
y lleva una guirnalda de rosas siderales.
En su siniestra tiene verdes palmas triunfales,
y en su diestra una copa con agua de olvido.
A sus pies, como un perro, yace un amor dormido.
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Autor: Hegesías de Cirene. Título: El persuasor de la muerte. Traducción: Manuel Pérez Cornejo. Editorial: Sequitur. Venta: Todos tus libros.


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