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El amor maldito de Ingrid Bergman

Más allá de la Ilsa Lund de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), aquella mujer vestida de azul en la memoria de Rick Blaine (Humphrey Bogart) el día que los alemanes, vestidos de gris, entraron en París mientras el mundo se desmoronaba, hubo una Ingrid Bergman maldita por un amor: el que la unió al gran Roberto Rossellini, ya con el mundo en ruinas. De poco o nada le sirvió entonces a la actriz el Oscar conseguido por Luz de gas (George Cukor, 1944), la primera de las tres estatuillas que habrían de distinguir su filmografía. Desde Hollywood hasta la iglesia luterana de Suecia —y varios sacerdotes de la católica de Estados Unidos— condenaron a la que hasta antes del escándalo había sido su favorita: la chica de Casablanca.

Desde 1947, la industria cinematográfica estadounidense se venía debatiendo entre la inquisición maccarthista. Conocida vulgarmente como “la caza de brujas”, aquellas comparecencias ante el Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso estadounidense guardan mucha más relación con cualquiera de las constantes represiones de la política a la cultura que con la persecución a las supuestas brujas de Salem, que, entre enero de 1692 y mayo de 1693, llevó a la horca en aquella localidad de Massachusetts a quince mujeres y a cuatro hombres, mientras otra persona moría a consecuencia de la tortura durante los interrogatorios.

"Con independencia de la represión de la política a la cultura que no puede contaminar, la inquisición maccarthista azuzó uno de los instintos más agudos y abominables de la conciencia colectiva"

No, la inquisición maccarthista, más que con aquellos juicios por brujería —tan frecuentes cuando las aún colonias británicas de América eran una de las teocracias más crueles que la historia de la humanidad recuerda— tuvo que ver con la eterna represión de la cultura, que, en aquella sazón, con Europa en ruinas tras la Segunda Guerra Mundial —digo—, se practicaba exactamente igual a ambos lados del Telón de Acero. Sin ir más lejos, en la URSS del camarada Stalin, desde los años 30 se venía persiguiendo a los artistas, escritores, intelectuales… a cualquier creador considerado “enemigo del pueblo”, con el mismo encono que los alguaciles de McCarthy se afanaban en atajar la infiltración comunista en Hollywood. Se trataba, al cabo, de una muestra más de la constante persecución de la política a esa cultura que no puede contaminar con sus “compromisos”. Una constante que bien podríamos remontar a los días de la Grecia clásica, cuando Sócrates fue condenado a beber cicuta en la antigua Atenas por “corromper a la juventud” con sus ideas.

En fin, con independencia de la represión de la política a la cultura que no puede contaminar, la inquisición maccarthista azuzó uno de los instintos más agudos y abominables de la conciencia colectiva: ese fuenteovejunismo que lleva a las masas, convenientemente abducidas y pastoreadas por sus líderes —ora políticos, ora religiosos— a condenar a una sola persona por lo que se tercie. A veces la condena es solo en efigie; las más, el infeliz acaba colgando de una rama del árbol más alto del pueblo. Pueblo que, debemos recordar, tuvo su mejor circo en las ejecuciones que, para su deleite, la justicia de las sociedades occidentales llevó a cabo en la plaza pública hasta las postrimerías del siglo XIX.

"El neorrealismo italiano gustó mucho menos de lo que parece según el capítulo que, con la debida ponderación, le dedica cualquier historia del cine que merezca el nombre"

Con todo, puede que sí, que lo de Ingrid Bergman, aunque pivotando sobre la histeria colectiva desatada por la inquisición maccarthista —cuyas vistas se televisaban y radiaban convenientemente—, estuviese más cerca de los innumerables juicios por brujería (que las sociedades occidentales venían celebrando desde la noche de los tiempos) que de la suerte de los investigados por el Comité de Actividades Antiamericanas. De hecho, cuando se supo que la actriz se había quedado embarazada del gran Rossellini durante el rodaje de Stromboli, tierra de Dios (1950), la primera de sus colaboraciones —mientras su hija, Pia Lindström, y su primer marido, el neurocirujano Petter Lindström, la esperaban en su casa en Beverly Hills— no faltaron quienes pidieron para ella la purificación del fuego.

“Me llegaban cartas atroces, cada sobre iba lleno de odio. En algunas auguraban que yo ardería en el infierno por toda la eternidad. Otras decían que era una agente del diablo y que mi pequeño era hijo del diablo. Y aun otras que mi bebé nacería muerto o sería jorobado. Hablaban de toda clase de horrorosas deformaciones que afectarían a mi hijo”, recordaría la actriz con el correr del tiempo, evocando los días en que se vio maldita de la noche a la mañana.

Era perfectamente consciente de que muchos de los que querían la hoguera para ella lo hacían porque la recordaban en su creación de la Doncella de Orleans en Juana de Arco (Victor Fleming, 1948). Pero habían dejado de ver en ella a la personificación de La Pucelle, y querían para ella la hoguera en la que se quemaron las brujas.

"David O. Selznick pretendió poner en marcha un remake estadounidense de Ladrón de bicicletas con Cary Grant como protagonista y un final feliz made in Hollywood. Naturalmente, el gran Vittorio De Sica no tragó con semejante desatino"

“Me llamaban prostituta y fulana. No podía creer que me odiara tanta gente. Al margen de lo que pensaran sobre mi vida, se trataba de mi vida privada, y yo no les había hecho nada. Estaba en estado de shock. Llegaban cartas de todas partes, pero la mayoría de América. América es muy grande, así que había gente para escribir cartas de todas clases”. Imagino a la actriz leyendo entonces La letra escarlata (1850), de Nathaniel Hawthorne, uno de los primeros clásicos de la literatura estadounidense, sobre el agobiante puritanismo de Nueva Inglaterra.

Vayamos por partes, no adelantemos acontecimientos.

El neorrealismo italiano gustó mucho menos de lo que parece según el capítulo que, con la debida ponderación, le dedica cualquier historia del cine que merezca el nombre. De entrada, en Italia, gustó más bien poco. Su afán de pobres y de mostrar al país en ruinas no convenció a casi nadie. Para la Iglesia era propaganda comunista, y aquella era la Italia de la democracia cristiana, que se mantuvo en el poder desde la fundación de la república en 1946 hasta comienzos de los años 90. En Hollywood, el de la inquisición maccarthista —recuérdese—, más o menos lo mismo. Ciertamente, la emotividad de algunas de sus obras maestras hizo que los productores más audaces se interesasen por aquella pantalla, con independencia de su supuesto comunismo. Pero no llegaron, ni de lejos, a captar la hondura del neorrealismo. Basta un dato: David O. Selznick pretendió poner en marcha un remake estadounidense de Ladrón de bicicletas (1948) con Cary Grant como protagonista y un final feliz made in Hollywood. Naturalmente, el gran Vittorio De Sica no tragó con semejante desatino. Llegó a un acuerdo con el legendario productor y la segunda esposa de Selznick, la actriz Jennifer Jones, se desplazó a Roma para protagonizar, junto a Montgomery Clift, Estación termini (1953).

"Respecto a la filmografía de ambos, aquel tramo fue una ruina. Aunque acabaron casándose en 1950, la actriz fue declarada persona non grata en Estados Unidos"

Total, que casi podría decirse que, en la alegre colonia de Hollywood, la única persona en que caló hondo el mensaje neorrealista fue Ingrid Bergman. La intérprete de María en ¿Por quién doblan las campanas? (Sam Wood, 1943) asistió a una proyección de Roma, ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945) en 1949 y se quedó obnubilada, literalmente. Tanto fue así que le faltó tiempo para escribir una carta a Rossellini y ofrecerle sus servicios como actriz. Rossellini vio el cielo abierto ante el ofrecimiento de una de las estrellas prominentes de la época —colaboradora de Hitchcock en Recuerda (1945) y Encadenados (1946)— y voló sin pensárselo dos veces a Estados Unidos.

Stromboli, tierra de Dios, sobre la imposible adaptación de una lituana, confinada en un campo de concentración, a la isla italiana en la que su marido —con quien se ha casado para librarse del cautiverio— es pescador, fue la primera película de la pareja, de las seis que rodaron juntos. José Luis Guarner —que fue uno de los mayores expertos de la crítica española en Rossellini—, escribe en el libro que dedicó al maestro italiano, hoy canónico para la cinefilia autóctona: “Como Europa 51 y Yo no creo en el amor [otras dos cintas del tándem del 52 y el 54 respectivamente], tienden a identificarse con el rostro de la protagonista, y la estructura misma de la película adapta su carácter confuso y apasionado”.

"Cuando la histeria colectiva remitió, fue desvaneciéndose el estigma. La esposa adúltera volvió a ser la mujer de azul cuando los alemanes iban de gris en la ocupación de París"

Si se me permite, yo diré más: esa media docena de filmes que el autor y su musa rodaron juntos nace directamente del sentimiento que les unía. Respecto a la filmografía de ambos, aquel tramo fue una ruina. Aunque acabaron casándose en 1950, la actriz fue declarada persona non grata en Estados Unidos. De modo que se exilió en Italia. Te querré siempre (1954), su último título juntos, fue harto significativo. Separados en el 57, un año antes ella fue merecedora de un segundo Oscar por su creación de Anastasia (Anatole Litvak, 1956), sobre una mujer que pretendió ser la única superviviente de la familia del zar Nicolas II, luego de que los comunistas los pasasen a todos por las armas en 1918. Pero fue Cary Grant quien recogió la estatuilla.

Ingrid Bergman no volvió a Hollywood hasta 1959, diez años después de que aquella gente quisiera verla arder en un hoguera. Cuando la histeria colectiva remitió, fue desvaneciéndose el estigma. La esposa adúltera volvió a ser la mujer de azul cuando los alemanes iban de gris en la ocupación de París.

Y en París precisamente, la joven crítica de Cahiers de Cinéma, con el gran Truffaut a la cabeza, fue la que empezó a rehabilitar a Roberto Rossellini. Su cine, que nunca ha gozado del favor de ninguna mayoría, cayó en la ruina más absoluta en aquel ciclo que rodó junto a su esposa. Fue la Nouvelle Vague, cuando ejercía la crítica, quien devolvió al maestro del neorrealismo toda la dignidad que su filmografía —incluido el entonces denostado paquete Bergman— merece.

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