Inicio > Libros > Narrativa > Mi año de clausura y creación

Mi año de clausura y creación

Mi año de clausura y creación

La Cami, la Sofi, la Cata y la Majo son un grupo de amigas que han crecido juntas, pero que ahora ven que sus caminos se bifurcan. En su primera novela, Pilar Asuero ofrece un retrato luminoso sobre las amistades de toda la vida, el desarraigo y un pasado que vuelve con más fuerza cuando lo sentimos lejos, o incluso al borde del abismo.

En este Making Of, Pilar Asuero explica cómo escribió Las cabras (Altamarea).

***

Escribí Las cabras en un convento. Uno barroco del siglo XVII, para ser exacta. Pero no, no había monjas rezando el rosario ni horneando hostias. Aunque podríamos decir que sí había unos cuantos rituales.

1. La eucaristía

Las semanas que no me tocaba poner la mesa, mi despertador sonaba a las 8:45. Las que sí, por alguna maldición que desconozco, nunca lo hacía y llegaba tarde a desayunar. Tenía que enfrentarme a un Juan malhumorado que se dedicaría el resto del día a despotricar sobre mi irresponsabilidad y a quejarse de que le tocó colocar solo los dieciséis platitos, vasos, cucharitas y tazas. Pero, cuando sonaba a las 8:45, no me levantaba hasta las 8:55. Arrastraba los pies al baño, me lavaba la cara y me ponía un buzo. Las campanas sonaban a las 9:00, y entre su repique cruzaba el claustro desde mi pieza al comedor. Una vez que ya estábamos todos reunidos alrededor de la larga mesa, Toñi, la cocinera, entraba con el pan entre las manos y lo multiplicaba para alimentar a catorce jóvenes somnolientos. En vez de vino, como estábamos en Córdoba, lo acompañábamos con tomate triturado y aceite.

2. El coro litúrgico

"Las cabras empezó con la escritura de un montón de escenas sueltas en que aparecían la Cami, la Sofi, la Cata y la Majo, pero en que ni ellas ni yo teníamos claro a dónde ni cómo íbamos"

Con el cuerpo de Cristo balanceándose en un estanque de café con leche de avena, volvía a encerrarme en el número 20. Antes de hacer cualquier cosa, abría Spotify y ponía mi playlist de reggaetón. El dembow desempolvaba las palabras a las que luego intentaría dar forma. Hacía la cama, despejaba el escritorio y me daba una ducha mientras coreaba a todo pulmón una canción de Don Omar. Bendito Diego, mi vecino de habitación, que soportaba el concierto completo sin quejarse. Cuando por fin apagaba la música, lo escuchaba murmurar del otro lado como si estuviera rezando. Según él, le gustaba leer en voz alta lo que había escrito el día anterior. Según yo, se dedicaba a maldecirme por el escándalo.

3. Retiro espiritual

O las cuatro horas que dedicaba a estar frente al computador y a la pizarra de corcho repleta de Post It. Las cabras empezó con la escritura de un montón de escenas sueltas en que aparecían la Cami, la Sofi, la Cata y la Majo, pero en que ni ellas ni yo teníamos claro a dónde ni cómo íbamos. Así que en un primer momento, tuve que dedicarme a escribirlas en los Post It, sopesar un orden coherente y rellenar huecos. Tuve que decidir cuál sería la estructura y el tiempo narrativo. Tardé semanas en llegar a la conclusión de que serían nueve meses, el periodo que duraría el embarazo de la Sofi. Me gustaba la idea de que la novela transcurriera en ese paréntesis en que algo se estaba gestando. Las cabras no es un antes ni un después, sino un durante. Un no lugar, una reivindicación del limbo.

Una vez que logré definir la estructura, pude dedicar mi retiro espiritual matutino a escribir. O a no hacerlo. Rumiaba la última escena, intentaba deshilacharla y lanzarme por uno de esos hilos como si fuera una tirolesa, dejar que mi mente se entretuviera hasta sentir que estaba lista para empezar a teclear.

"En primavera, sacábamos las butacas fuera y repetíamos ese mismo ritual bajo el naranjo. Si lográbamos resistir el letargo, podíamos pasarnos horas leyendo"

Algunas mañanas lograba terminar el primer borrador de un capítulo entero, me salía de los dedos como si estuviera poseída. Otras, simplemente conseguía descifrar alguna metáfora, párrafo o capítulo que no me funcionaba. Las menos, me dedicaba a borrar y cortar. Esto fuera, esto también, en qué momento pensé que esto podía ser interesante, esto me hace gracia pero no tiene ningún sentido. Y, muy a mi pesar, en muchas de ellas simplemente me dedicaba a mirar la página en blanco y contar los segundos a través de la rayita parpadeante. A veces, después de horas dando vueltas en la silla, empezaba un tipeo tímido y… uy, los campanazos que anunciaban la hora de almorzar. El recordatorio de que allí el tiempo también existe.

4. La lectura del evangelio

Después de comer y el café de rigor bajo el sol del claustro, iba al salón con el libro de turno. Es una sala alargada, cuyos sofás conforman dos espacios: uno más extenso en torno a mesitas de café, y otro más pequeño en torno a una mesa de cristal con recuerdos de Antonio Gala (bolígrafos, cartas, estatuillas, fotos y, por supuesto, bastones). Mi sofá favorito era el blanco que estaba pegado a la pared del fondo, me gustaba que sus cojines mullidos me dieran un abrazo asfixiante. Julen —o algunas veces Magu— se ponía en el otro extremo y Juan se extendía sobre el que teníamos justo al frente. En las butacas se sentaba Seba, Alejandro o Mary, dependiendo del día. Una vez acomodados, con las frazadas verdes protegiéndonos del frío que se acumulaba entre esas paredes de piedra, comenzábamos la lectura. En primavera, sacábamos las butacas fuera y repetíamos ese mismo ritual bajo el naranjo. Si lográbamos resistir el letargo, podíamos pasarnos horas leyendo.

Mi evangelio durante la estancia fue el primer libro que leí al llegar: Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke. Recuerdo una cita en especial: «Tenga paciencia con todo lo que no está resuelto en su corazón e intente amar las preguntas mismas». Me hizo entender que mi proceso de escritura no tenía por qué estar delimitado desde un principio, que no tenía por qué saber con exactitud qué era lo que quería contar con Las cabras, que justamente lo emocionante era ir descubriéndolo poco a poco. Me hizo comprender que el propio camino de la Cami no era uno en el que encontrara respuestas, sino aquel que le permitiera hacerse más preguntas, habitar esa espera que en un principio rechazaba, abrazar la pausa y deshacerse de la exigencia.

5. La peregrinación

Al igual que Proust, en aquellos meses «mis paseos fueron más agradables, porque los daba después de muchas horas de lectura». Nos sacudíamos la inmovilidad del cuerpo y nos desplegábamos a la calle. Al fin y al cabo, no éramos monjas de clausura. Hacíamos el recorrido por los adoquines de piedra hasta la rivera del Guadalquivir y, aunque muchas veces nuestras caminatas tenían el objetivo de llegar al cine, la mayoría de los días paseábamos por pasear. Como Proust, nos deteníamos en el reflejo del sol en el agua que flameaba como una bandera, en la cabeza de un pato que se sumergía para pescar su alimento, en las hojas de los chopos que parecían las escamas de un pez. Cruzábamos el puente romano y nos deteníamos frente a la virgen rodeada de velas rojas. Mirábamos el cielo azul, casi siempre libre de nubes, y agradecíamos su dimensión, posar los ojos en algo que se ubicara a más de veinte centímetros de nuestro campo visual. Intentábamos descifrar lo que ocultaba ese paisaje que contemplábamos con supuesta indiferencia, y nos guardábamos la incógnita para nuestro regreso al convento.

6. Agua bendita

"Así que sí, escribí Las cabras en un convento. En un contexto de privilegio en que podía dedicarme a leer, reír, contemplar, escribir y también a no hacerlo"

Exactamente: la cervecita de rigor antes de cenar. En Córdoba se puede estar en una terraza hasta en invierno, así que nos sentábamos en La Corredera, o en el DeTapas del centro en que la caña costaba tan solo 0.90, o en el bar junto al Museo Arqueológico, y nos tirábamos el resto de la tarde conversando. Muchas veces de cualquier cosa, pero también muchas otras de lo que estábamos escribiendo, o pintando, o componiendo. En una de esas tardes recuerdo haber descifrado uno de los capítulos: necesitaba que la Cami tuviera algún recuerdo de infancia en que las cabras se consolidaran como un equipo. Magu y Juan me sugirieron que rescatasen un cachorro con sarna. Y así nació el capítulo «El Piola». Recuerdo también una tarde calurosa de abril, en la que Seba me mostró el poema de Elisa Díaz Castelo «Manual para sostener un niño en brazos». Allí encontré la clave y la ternura que quería plasmar en el final.

Para ayudar a mi amiga a superar su fobia
le digo que piense, al acoplar su cuerpo,
en el doblez del brazo, firme y relajado,
de quien escribe inclinado a la mesa.

7. Rito de la paz

O lo que nos habría venido bien después de pasarnos dos horas jugando al pueblo duerme (en una versión de los villanos de Disney). La noche se convertía en un espacio de traición, gritos, mentiras y acusaciones. A veces este rito se cambiaba por el de adoración (un capítulo de Drag Race o de OT), un acto penitencial (confesiones de sobremesa) o simplemente una bendición general (estábamos hartos los unos de los otros y cada quien se iba directamente a la cama).

*

Así que sí, escribí Las cabras en un convento. En un contexto de privilegio en que podía dedicarme a leer, reír, contemplar, escribir y también a no hacerlo. Creo que no solo es importante poder dedicarle tiempo de calidad a la escritura, sino también a mirar la pantalla en blanco. Solo eso. La Fundación Antonio Gala me regaló ese espacio y, sobre todo, el silencio. Me regaló la posibilidad de habitar un mundo en que no existen las prisas. En que podemos aburrirnos y volver a jugar. Me regaló unos amigos que me hicieron darme cuenta de que quería escribir sobre uno de los amores más genuinos y sinceros que he experimentado.

Ocho meses después, abandoné el convento con el primer borrador del manuscrito bajo el brazo. Madrid me sumergió en su tiempo acelerado, en miles de trabajos, reuniones sociales, lavadoras, supermercados y metros que tomar. Y mientras intentaba sacar huecos para corregir y reescribir me di cuenta de lo que había perdido. Me di cuenta de que, más que en un convento, escribí Las cabras en un pequeño paraíso.

—————————————

Autora: Pilar Asuero. Título: Las cabras. Editorial: Altamarea. Venta: Todos tus libros.

4.8/5 (12 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios