Anoche soñé que había vuelto a Manderley. En mi sueño me encontraba ante la verja del parque, pero durante algunos momentos no pude entrar. La puerta estaba cerrada con candado y cadena. Llamé en sueños al guarda, pero nadie me contestó, y cuando miré detenidamente a través de los mohosos barrotes de la verja, vi que la caseta estaba abandonada.
Hay veces en que un libro te elige. Ignoro la razón, pero sucede. Rebecca era para mí un nombre con resonancias de la silueta de una mansión imponente, una sombra amenazadora al final de una escalinata, y la vulnerable Joan Fontaine con su inseparable chaqueta de punto. Lo que no imaginaba es que la obra maestra que Daphne du Maurier escribió en 1938 me atraparía tanto y que superaría, en mi opinión con creces, su adaptación cinematográfica. Creo que fue Stephen King quien dijo que todo aquel que quiera aprender a escribir bien debe conocer esta obra.
Maurier se desliza con naturalidad por la intimidad de los pensamientos de la narradora y nos permite viajar con ella al recuerdo de su tortuoso paso por Manderley, la mansión de la que es propietario su marido Maxim de Winter, viudo de la célebre Rebecca, que, para quien no lo sepa, había muerto en extrañas circunstancias a bordo de su velero. Nos desvela las inseguridades de esa joven ingenua y enamorada que no logra rivalizar con la difunta y bellísima Rebecca, a pesar de sus muchos esfuerzos. A veces fantasea con la realidad, casi siempre en un injusto y constante sentimiento de inferioridad y de culpa. Sus temores están bien fundados, y los intuimos antes de que ella los vea, como si una banda sonora invisible marcara la nota de piano que precede al desastre. Como espectador-lector sientes la impotencia de no poder gritarle “no te acerques ahí, es peligroso” y al mismo tiempo deseas que lo haga, para ver qué hay al otro lado de esas misteriosas puertas que ella abre. La acompañamos en su fatiga y fragilidad, y en la tenue esperanza del futuro feliz que tanto ansía. La compañía del afable perro Jasper constituye una de sus escasas treguas. Pero Maurier no parecía muy amante de los finales felices. Éstos eran complejos, con sus luces y sombras. Se parecían bastante a la vida, en realidad.
Algunas veces, cuando voy por este pasillo, me parece que oigo detrás de mí sus pisadas, rápidas y ligeras. ¿Cree usted que nos estará viendo ahora mismo? ¿Cree usted que los muertos vuelven y vigilan a los vivos?
Du Maurier es capaz de abarcar en una sola frase, o en un silencio, todo el peso de aquello que no se puede expresar, y en los sonidos hacer que el lector se quede mudo. Ni siquiera los planos en blanco y negro de Hitchcock, tan implacables, logran ese efecto. Con qué personaje se identificaría ella, me pregunto. Du Maurier deseó tener un alter ego masculino, y de hecho lo creó —Eric Avon, se llamaba— e inventó para él un pasado aventurero y osado, como se sentía ella. Tal vez se identificara con la propia Rebecca, porque ésta no cede ni una sola parcela de su escandalosa libertad en una sociedad enferma de convencionalismos, y actúa como un hombre muy avanzado incluso a aquel tiempo, aunque seguramente dejó algo de ella en cada personaje, muy en especial en la narradora, que sobrevive a contracorriente, buscando la ecuanimidad en un mundo hostil. El elenco de los personajes principales es fascinante. Max de Winter, en su versión educada y formadísima, y en la locura; el carismático y fiel amigo de Max de Winter, Frank Crawley; el prepotente y descarado Jack Favell, la honesta hermana de Max, Beatrice… Y luego está la señora Danvers, diabólica dama de compañía de Rebecca, de cuyo personaje podrían partir por sí solas varias novelas.
La felicidad no es un bien que pueda atesorarse; es una manera de pensar, un estado de ánimo. Menos mal que la fiebre del amor sólo pasa una vez. Porque es una fiebre, y una carga también, digan los poetas lo que digan.
“Yo también he conocido Manderley”, me dije al cerrar su última página. Podría identificar el ala de levante y la de poniente, visualizar la amplia vista del jardín con sus rosaledas, su irresistible aire inglés, el sonido de los guijarros al compás del amenazador oleaje. Siento que yo soy esa mujer que recuerda. Que recorro esos pasillos, escondo la cara vajilla que torpemente he estropeado, o me quedo en silencio en las forzadas reuniones. Yo la que busco aliados, respuestas en los silencios y en los rincones oscuros y polvorientos de la casa llena de susurros y ecos. La que escudriña tras las paredes para escuchar los rumores y busca la aprobación en las miradas. Y es que pocas veces he conocido el temor vivido en primera persona como en esta novela. No solo es la impecable prosa, la perfección de la trama, o el adictivo suspense, lleno de escenas memorables, como el baile de disfraces. Hay una textura en el lenguaje, un adjetivo preciso, combinado perfectamente con algo inesperado en las descripciones del oscilante paisaje y en la personalidad de la casa, sobria y reservada. Dicen que Du Maurier se inspiró en su propia casa de Menabilly, en Cornualles, para recrear los escenarios.
De las jarcias de los barquitos colgaban las telarañas, como aparejos de pesadilla. Allí no vivía nadie. Tampoco nadie iba allí. La lluvia tamborileaba sobre el tejado con un ruido que sonaba a hueco, y llamaba a las ventas con sus golpecitos. La tapicería del sofá estaba mordida por ratas o ratones, y pude ver los agujeros deshilados y los bordes raídos. La casa era húmeda y fría. La oscuridad sobrecogía. Deseaba salir de allí.
La fidelidad y su reverso, la maldad o la bondad, son constantes que oscilan como oleaje, a veces compartiendo protagonismo en su contradicción. Du Maurier llega muy lejos en esta captura de almas, pero siempre queda un espacio sin desvelar, aquel que solo vaga en las miradas perdidas y los remordimientos. Son tantas las capas ocultas de nuestra naturaleza las que surgen en esta obra, con una elegancia genuina, que se lee en retroceso, dando al pause y rebobinando para estudiar cómo está escrito. Evocadora, terrorífica, perfecta. La palabra en Rebecca es una materia viva que ha madurado como la misma mujer sin nombre que cuenta esta historia. Es una invitación a los mapas de lugares secretos.
No me extraña que Hitchcock se fijara en esta obra y otras de Du Maurier para llevarlas al cine —Los pájaros, Posada en Jamaica—. Ahí, en esas obras inmortales está toda la densidad de los complejos de clase, la insana vida de apariencias, la mentira, el rencor, los celos y el amor como último anclaje. Tantas perspectivas, tal mosaico de realidades se tiende ante nosotros… Rebecca no es una novela. Es una obra de arte. Si aún no han leído, les envidio. Les espera una experiencia que no olvidarán.




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