La muerte no es mala musa. Su asunción literaria deviene en belleza serena —“Tengo lista mi muerte, como un traje / que me espera, del color que amo”, escribió Neruda—, en nitroglicerina doliente, en examen de conciencia. La tournée por los estados del duelo, la odisea que parte de la grieta y termina en la cicatriz, cuando no la despedida de quien sabe que está en la rampa de salida, como hicieron David Bowie en Blackstar y Leonard Cohen en You Want It Darker y Thanks for the Dance, han inspirado obras cumbre, desde las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, al Ghosteen, de Nick Cave; del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Federico García Lorca, a La muerte del padre, de Karl Ove Knausgård, etcétera.
Acierta Luis Alberto de Cuenca, Rex Poetarum, cuando señala que Bunbury no renuncia en Los suaves deslices de la lluvia (Cántico, 2025) a “la tradición poética de Occidente, desde Safo y Catulo hasta Petrarca, el capitán Aldana y los tres poetas hispánicos de última hora que Enrique cita generosamente” —Joan Margarit, Luis García Montero y el último Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana—. Al bardo Bunbury, como a los —no tan— antiguos, la muerte no le es ajena. Y, menos aún, la muerte de su padre.
Los suaves deslices de la lluvia es un libro temerario, salvajemente íntimo, bellísimo. Se lee con el estómago retorcido, con el corazón en un puño, con el lagrimal presto. El autor aborda la enfermedad, la decadencia física, el deceso y las exequias de su padre, mientras explora la compleja y difícil relación que ambos tenían, maravillosamente condensada en un poema sobre una guitarra destrozada y reconstruida, convertida “en símbolo de amor violento y redención”. Siempre desde la tercera persona, como poniendo distancia, pero desde un burladero gaseoso, como fingido: en sus versos hay un ser humano brutalmente expuesto, en carne viva, roto en porciones “que nadie pudo recoger”.
“En la alcoba del dolor”, el cuerpo del moribundo “era un poema”, y cuando este falleció, su hijo, el poeta, toda una estrella del rocanrol, reinició en apariencia su vida, “dejando la página en blanco, / versos con tinta / y silencios nuevos”, y vertió en un libro soberbio, tan moderno por tan viejo, glaciares, máscaras, horizontes fordianos, colonoscopias, pésames y, sobre todo, la victoria de la reconciliación sobre el rencor. Frente a “los carroñeros / de la administración pública / a por su tajada de la herencia”. O ciscándose en los periodistas carroñeros que esputaron “algún titular y argumento, / que le provocaban empacho / de desprecio y vómito”. No cabe más, como aconsejaba el difunto, que preocuparse “de exprimir la experiencia / como si fuera un limón”. Hasta la última gota. Conscientes de que, como Luis Alberto, “al final solo importan las cosas del principio”.
Celebro que Los suaves deslices de la lluvia lleve cinco semanas ocupando el primer lugar entre los poemarios más vendidos de España.


Si este postura es poeta, entonces no lo son ni Quevedo, ni Lope ni ninguno de los clásicos.