Me doy cuenta de que no he hablado sobre ello. Y es algo de lo que quiero dejar constancia en mi diario. Me pasa a veces. Lo de que voy demorando un escrito hasta que desaparece su impronta, su fuerza prima y se desvanece en una anécdota. Los detalles se pierden en los recovecos de mi cada vez más maltrecha memoria. Resulta doloroso saber que están ahí, en alguna parte, imposibles de recuperar. Como separados por una bóveda de cristal que se vuelve cada vez más opaca hasta oscurecerse por completo. El recuerdo que quiero mantener vivo es el del evento poético al que asistí en octubre con Jose.
Las inmediaciones del Retiro estaban en ese momento inundadas de clones de superhéroes de DC corriendo de aquí para allá. Atravesamos aquella marea de rojos y azules, de murciélagos, rayos y amazonas para adentrarnos en la Casa de Fieras, donde las letras se devoran y los versos son salvajes. Montamos todo, nos comimos unos bocatas y probamos una de las castañas, algo que jamás volveré a hacer. Después, regresamos al Taller de Ideas y aguardamos la llegada de los poetas.
Que fue todo un éxito ya se sabe. Salió en todos los medios. La sala a rebosar. Los versos deseosos de brotar. El buen rollo en general. Jose buscando (otra vez) sus gafas —que no encontró— para leer sus notas, presentando el poemario de Fernando Romera. Lola Cros, en el extremo opuesto de la mesa, con su tiempo desacertado abriendo el apetito del público y dando comienzo a la lectura de los participantes. Solo quienes asistieron pueden atestiguar lo maravilloso de aquel momento. Irrepetible. Imborrable. Mágico.
Uno a uno salieron a recitar sus versos y la sala se envolvió de aquel aroma otoñal cálido y confortable. El olor de la leña crepitando al fuego de una chimenea, el de las flores frescas y la naturaleza viva, el color resaltado de nuestro entorno y las hermosas palabras que comenzaron a flotar a nuestro alrededor en volutas irisadas de una gasa voluble, flexible. Nos rodeó como el abrazo de un amante y nos sedujo. Nos transportó a la infancia y a otros lugares aún más lejanos, nos devolvió los besos olvidados y la nostalgia de otros tiempos no mejores, pero sí diferentes. Nos inundó de perfumes perdidos en la memoria e imágenes que creíamos olvidadas. Nos envolvió en su amable y tierna placenta y nos dejó allí, suspendidos en la cadencia de esas voces que cambiaban de sexo y tono, de ritmo y pasión. Ecos que procedían del alma y que, quienes sostenían sus manuscritos, apoyaban con gestos o con el ligero vaivén de los nervios apuntalado en sus piernas inquietas.
Los vimos disolverse en sí mismos hechos jirones de amor y niebla, de deseo y humo, de tristeza y alegría, de euforia y añoranza. Se desgajaron poco a poco, piezas de puzzle hechas de carne y hueso, mientras las ropas se quedaban holgadas y, finalmente, caían vacías a un suelo que ya antes de aquel abismo había recibido ríos de lágrimas y tímidas sonrisas de fruta fresca. Jose se hizo a un lado para disfrutar del espectáculo como un oyente más, mientras Lola los llamaba uno a uno al estrado para que se desnudaran ante un público desconocido al que no se habían enfrentado nunca. Llegaban al centro y tomaban el micrófono con reparo, con cierto respeto o, quizá, miedo. Sin embargo, una vez aferraban aquel cetro, sentían el poder que les otorgaba y entonces alzaban la voz y dejaban salir sus sonetos, decasílabos, versos libres y canciones.
Vivimos el espíritu del desamor y la esperanza, el anhelo del padre y el agradecimiento a la propia vida. El amor estaba muy presente. En casi todos los poemas. Aún fuera de forma incidental. Como apunte a pie de página o hilo conductor. Como excusa para desatar la rabia o la aspereza, la sinrazón reflexionada en pensamientos preñados de emoción, el sentimiento reventado de pesadillas y sueños, de horas de insomnio y bares cerrados antes de la madrugada. De vientos y tempestades, lluvias suaves o torrenciales. De mareas azotadas por la luna y de lunas que iluminan noches cargadas de estrellas bajo las sábanas. De duchas frías y desayunos calientes. De todo eso estaban cargados los versos. Los dispararon a bocajarro, hendiendo la carne del pecho y penetrando en el corazón y más allá. Sin compasión. Temblándoles la voz pero no el pulso. Uno tras otro lanzaron sus misiles y sus bombas emocionales que nos alcanzaron de lleno. La habitación quedó devastada, los asistentes derruidos y felices, henchidos por el gozo de aquel derrumbe emocional que había dejado en evidencia las ruinas de esa veintena de almas sensibles y valientes.
Los aplausos contribuyeron al desplome de nuestras estructuras. No todos soportaron la confrontación. No todos sobrevivimos al embiste, a la cruenta exposición de verdades y sufrimientos en carne viva. No todos pudieron aguantar el tamaño de esos corazones. Quienes nos mantuvimos en pie hasta el final, quedamos bien alimentados para una temporada. Nuestras almas, saciadas. Nuestras expectativas, superadas. No obstante, el hambre es persistente. Así como la sed. Y, después de aquello, todos salimos de la sala con los apetitos dispuestos para otro atracón de versos, de áridos abrazos a la memoria y profundas reflexiones. De intimidad consentida y nudismo sentimental. La sala se quedó vacía en unos minutos. Llena de todo lo anterior. Los jirones aún flotando. La euforia contenida. Aún perdurará un tiempo y, quien ponga un pie en aquel lugar, aún podrá sentir los residuos de aquellos poemas emanando de sus paredes llenas de libros. Nosotros, Jose y yo, nos despedimos con una reverencia de las fieras y, después de llenar nuestros estómagos y vaciar nuestras energías, regresamos al gusano que nos llevaría a casa con una sonrisa anclada en los labios y el pecho enardecido de felicidad.


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