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El petirrojo

Salta a verme desde cualquier lugar del tiempo. Traspasa las estaciones por algún túnel imprevisto y de pronto se ha posado en mi jardín, sobre el murete de piedra o en alguna rama delicada y afín a él, uno de los más hermosos pájaros diminutos, esquivo y a la vez curioso, penetrante mirada negra sobre el pecho de fuego.

El petirrojo espía mis labores y se marcha. Parece nervioso al verme en el escritorio pero más tranquilo cuando miro por la ventana. No quiere más que avisarme de su belleza y de su misterio. Pues en su pequeño tamaño se resume y se empluma la belleza y misterio universales. Y, cuando de él me olvido, a veces por largas temporadas, también salta dentro de mi mente y se corporeiza dentro de mi meditación.

"En ocasiones me lanza un canto trampa o un insistente chasquido y, cuando apenas he atisbado su origen, despega con tal rapidez que me resulta imposible identificarlo"

Allí se alimenta de escarabajos y larvas, en la hojarasca de mis pensamientos, me deja limpio de invasores y luego vuela fuera hacia la higuera que hay delante de mi casa, y comienza a rebuscar entre las hojas del suelo que son como guantes que han caído del árbol para conjurar el frío del primer día de diciembre. Lo que encuentra el petirrojo se lo lleva rápido, prefiere merodear en torno a la casa, y juega conmigo a que lo descubra en los lugares más inesperados.

En ocasiones me lanza un canto trampa o un insistente chasquido y, cuando apenas he atisbado su origen, despega con tal rapidez que me resulta imposible identificarlo. Y pienso que es una alucinación, una idea fugaz y perfecta que se ha vuelto vida y ala y movimiento y caza y espera y vuelo y ya el petirrojo se ha desplazado a la espesura.

"Me pongo a trabajar sin pensar más en el petirrojo, pero este se vuelve a posar en la baranda, tras el cristal, a distancia de amigo"

Otras veces se deja ver con parsimonia, casi con descaro. Se planta a unos pasos de mi vista, presume de plumaje con elegancia y me invita, me provoca. Qué haces ahí dentro de esa torre, parece decirme. No ves lo  fácil que es ir a cualquier parte. Y, sobre todo, por qué te ocupas tanto en todo tipo de quehaceres, con lo fácil que es volar de un sitio para otro, ser plumaje al sol, cosa del aire.

Me instiga al abandono.

Miro mis manos ante el teclado. Abro mi agenda y veo mi lista de tareas y encuentros. Me pongo a trabajar sin pensar más en el petirrojo, pero este se vuelve a posar en la baranda, tras el cristal, a distancia de amigo. Es tan fácil, insiste. Solo hay que ir del metal al olivo. Del olivo al olmo. Y regresar de nuevo hacia la rama donde brillan negras las aceitunas bajo la lluvia, listas para el pico, aceite para la lengüecita.

Es tan fácil. Salto de nuevo a tierra, engullo una araña y luego otra larva. Me acerco a la puerta de cristal tras un pequeño revoloteo. Lo observo más allá de los reflejos. Está atado dentro de la torre. Tiene brazos, pero son cuerdas. Tiene manos, pero son candados. Tiene alas, sí, no lo sabe, pero tiene alas.

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