Tras la desaparición de su marido, una mujer vuelca de un modo brutal todo su afecto en el hijo. Esta novela nos adentra en el síndrome de Munchausen, una forma de maltrato que consiste en crear un estado de enfermedad crónica en la persona supuestamente amada.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Limones (De Conatus), de Valerie Fritsch.
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Era un lugar fresco y verde. Olía siempre a lluvia, aunque solía llover poco. Cuando la primavera llegaba a los valles, el mundo magro y consumido del invierno se henchía y volvía otra vez habitable, pero una mirada hacia lo alto, a los picos de los montes, te hacía sentir frío incluso en verano. Los gatos cazaban en los prados, se echaban sobre la crecida hierba a la espera de los ratones, como una bella efigie de la muerte tumbada a la luz del sol. El pueblo era tan pequeño que, si mirabas alrededor, no era fácil determinar si todos conocían a todos o si nadie conocía a nadie, ni siquiera a quienes vivían bajo el mismo techo. Los viejos aconsejaban a los niños que saludaran en la calle a cualquier hombre, pues nunca se sabía cuál de ellos podía ser su padre. Cada puerta que se cerraba con prisa ocultaba detrás una historia. Una de ellas era la de una familia que llevaba años esperando el regreso de una niña desaparecida y que se estremecía cada vez que por la calle pasaba una pequeña desconocida vistiendo un trajecito azul. Detrás de otra se escondía la historia de un hombre que vivía en el sótano de las herramientas desde que su mujer había metido al amante en casa. Había viviendas con las ventanas siempre cerradas que sólo se abrían cuando alguien moría, para que el alma del difunto pudiera escapar. A los vecinos del pueblo les bastaba echar una ojeada desde la calle para saber cuándo la muerte entraba o salía de esas habitaciones. La ventana abierta de par en par era la última señal, el indicio para que las mujeres echaran mano de la sal y el azúcar y se pusieran a hornear a toda prisa para dejar en el rellano de la escalera una tarta caliente como testimonio de sus condolencias.
Nada más cruzar la puerta, se notaba el olor a tela vieja, perfume y polvo. El suelo de tablones sólo crujía bajo determinados pasos. Era como caminar sobre un enigmático piano, con las tablas como teclas de madera, unas teclas que a veces sonaban y otras callaban cuando August corría descalzo por las habitaciones con tal brío que a menudo se le clavaban astillas en las plantas de los pies y su madre tenía que extirpárselas con la ayuda de una aguja de coser y las gafas en la punta de la nariz. La casa era un gabinete de curiosidades, pero sin tesoros, un recinto repleto de trastos con los que su padre comerciaba con más pena que gloria. Los fines de semana viajaba a los mercadillos, llenaba la furgoneta y regresaba con la misma cantidad de trastos, a veces incluso con más, ya que en ocasiones descubría algo que le hacía creer en la posibilidad de venderlo más caro en otro sitio.
La casa estaba tan abarrotada, que apenas había sitio para sus habitantes. Hasta el último rincón estaba repleto de piezas de mercadillos, hallazgos curiosos y objetos heredados de los que nadie había conseguido deshacerse. Ciertos muebles eran como fantasmas que te abrían la mirada hacia un mundo desaparecido: el grueso y mullido sillón en cuyos brazos gastados uno veía involuntariamente los pesados antebrazos de su anterior propietaria; el florido mantel de hule en la mesa de la cocina con el agujero de una quemadura, a través del cual podías meter el dedo meñique e imaginar el calor del cigarrillo encendido. En torno a la larga mesa había siete sillas, todas distintas, como si cada persona necesitara la suya, un puesto a su medida, y en las paredes, colgados de unos pequeños clavos, se veían las fluorescentes carátulas de varios discos. En una jaula situada junto a la ventana, unos canarios color caramelo se contemplaban con las cabezas ladeadas en unos pequeños espejos colgantes, y hasta su madre, cuando daba de comer a los pájaros, solía examinar el carmín de sus labios en el diminuto reflejo. Detrás, las imponentes cruces de las ventanas recordaban a August el expansivo gesto del cura durante el sermón dominical —la señal de la cruz en nombre del Padre, de arriba hacia abajo, de izquierda a derecha—, eran como una perenne bendición del paisaje. Dividían la vista en secciones: el cielo, el huerto de manzanos partido en varios rectángulos en los que se superponían el adentro y el afuera, y cualquiera que se asomara podía ver el prado a través de las huellas dactilares marcadas en los cristales.
Por todas partes había pequeñas curiosidades por descubrir, cosas que te hacían poner los ojos como platos, en cada rincón se ocultaba algo inencontrable en las demás casas. A August le gustaba estudiar las imágenes colgadas en la pared de la cocina: adustos retratos de familia con niños dispuestos según su estatura y al fondo unas mujeres translucidas y de rostros borrosos, como suspendidas del techo o un niño pequeño de pie sobre una mesa, como un candelabro, rodeado por la imagen difuminada de unos hermanos y hermanas salidos del reino de los muertos. Detrás de una pareja de expresión seria, un uniforme parecía llegar del más allá. Eran fotografías de espíritus del siglo pasado, hallazgos de mercadillo que habían viajado durante décadas a través del Atlántico, imágenes desparecidas en un continente y reaparecidas luego en otro, dentro de cajas repletas y esmaltadas ollas rebosantes. Imágenes de un tiempo en el que todavía se creía que los aparatos de foto captaban también los objetos ocultos para el ojo humano. Aunque la fotografía de fantasmas era considerada una ciencia incierta, y aunque la prensa espiritista especializada nunca se puso de acuerdo sobre si los fantasmas podían o no fotografiarse, el descubrimiento de los rayos X, capaces de desnudar a un ser humano hasta los huesos, reforzó la idea de que la tecnología más avanzada dejaba a la vista ciertos mundos invisibles. Surgió así una extraña industria iconográfica para gente crédula, una industria cuyos retratos de estudio, a precios escandalosos, empezaron a mostrar, además del propio rostro, otras figuras flotantes, sábanas en movimiento, borrosos maniquíes de sastre y rostros fugaces, todo con una fiabilidad que a nadie se le ocurriría atribuir a un fantasma. Eran pequeñas resurrecciones, invocaciones gráficas que traían a los difuntos de vuelta al seno familiar, el resultado de maniobras orquestadas por fotógrafos que actuaban como médiums y los devolvían a la realidad. El luto gigantesco que significó la guerra, tras la cual todos tuvieron a alguien a quien llorar, alimentó el fervor de ese negocio, ya que a menudo los familiares de soldados caídos deseaban entrar en contacto con ellos por última vez, despedirse y tener una imagen que enmarcar con una orla negra. Los fotógrafos de fantasmas venían a satisfacer ese deseo gracias a la técnica de la doble exposición y a los rostros recogidos antes en placas de vidrio. En ocasiones, mientras los retratados debían contener el aliento y permanecer inmóviles, algún asistente se introducía en el encuadre y quedaba en el producto terminado como una enigmática sombra llegada de otro mundo. No pocos de esos profesionales que hicieron negocio con la añoranza de lo perdido fueron más tarde acusados de estafa, pero lo cierto es que aquella puesta en escena de fantasmas, esa artesanía con el material de lo invisible, no estaba exenta de cierta ternura.
Durante mucho tiempo August Drach creyó que los retratos de la cocina formaban parte de una galería de antepasados y dio por obvio su parentesco con todos esos fantasmas. Cuando un buen día Lilly Drach le explicó que los personajes de las fotos no eran ancestros unidos a ellos por hilos familiares, sino generaciones de espíritus ajenos, August se sintió engañado. Les había tomado cariño, había inventado historias para cada uno de ellos y se había visto a sí mismo como consecuencia directa de esas historias. Para él formaban parte de su familia. El apego era tan grande porque no conocía a ningún pariente vivo, sólo el hermano de su madre venía una vez al año a visitar el jardín. Con esos falsos presupuestos, August se había construido una identidad en la pared de la cocina, viéndose a sí mismo como descendiente del hombre del bigote, nieto de la mujer ingrávida, vástago de esas figuras amarillentas, flotantes y transparentes, gente con la que había creído estar relacionado, pero que eran sólo unos extraños sin nombre.
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Autora: Valerie Fritsch. Título: Limones. Traducción: José Aníbal Campos. Editorial: De Conatus. Venta: Todos tus libros.


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