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Los 1001 cuentos de Ray Bradbury

Los 1001 cuentos de Ray Bradbury

«Bradbury fue en última instancia un autor que concibió su obra como una constelación abierta». Esta frase, de lo más certera sobre lo que significa leer a Ray Bradbury, nos la brinda Paul Viejo en la nota a la edición del libro que ha coordinado sobre el autor para Páginas de Espuma: Ray Bradbury: Cuentos, con traducción de Ce Santiago y prólogo de Laura Fernández. Y lo es porque leer a Bradbury es como entrar en una galaxia que no se termina nunca y se expande con cada página, con cada imagen evocada, con cada una de las historias de un niño eterno que soñó con marcianos, ferias ambulantes, tigres, autómatas, cohetes, ciudades vivas y casas que respiran.

Esa «constelación abierta» —concepto tan bradburiano como el prodigio o las hipótesis fantásticas— me lleva de inmediato a otra asociación: la de Las mil y una noches. El universo de Bradbury también es inagotable, porque sus relatos funcionan como puertas infinitas que se abren una y otra vez hacia lo inesperado. Quizá por eso, al sostener este volumen de más de 1.300 páginas entre las manos, me viene a la cabeza lo mismo que cuando abrí por primera vez el libro de Sherezade: la sensación de estar ante un artefacto que no se agota, ante un libro cuya relectura es siempre un nuevo descubrimiento.

"Es un volumen que permite adentrarse en la evolución de Bradbury como si siguiéramos un mapa celeste, pues Paul Viejo ha hecho aquí un trabajo de investigación casi faraónico"

Los libros de cuentos, al fin y al cabo, tienen algo de infinito, de laberinto y de ritual. Podemos regresar a ellos no sólo para recordar, sino para descubrir. En Bradbury esto ocurre de forma prodigiosa: cada nueva lectura parece revelar detalles que antes no estaban ahí, como si sus relatos tuvieran vida propia y decidieran, caprichosos, mostrarnos un pliegue distinto según el día. Por eso esta edición —que reúne más de cien cuentos ordenados cronológicamente, con algunos inéditos en castellano e incluso ilustraciones con dibujos del propio Bradbury— se siente, también, como un regreso a casa: un hogar extraño y familiar donde no dejamos de asombrarnos.

El verdadero valor de este libro reside en su conjunto, en esa tensión entre lo monstruoso y lo tierno, lo futurista y lo ancestral, que tan bien encarna el autor de Crónicas marcianas. Es un volumen que permite adentrarse en la evolución de Bradbury como si siguiéramos un mapa celeste, pues Paul Viejo ha hecho aquí un trabajo de investigación casi faraónico: ordenar los cuentos cronológicamente, desde «El viento», uno de sus primeros cuentos y el título que abre la antología, hasta piezas de madurez, desmontando las categorías temáticas que el propio Bradbury utilizó para reordenar sus relatos a lo largo de los años. Este gesto, aparentemente sencillo, cambia por completo la lectura: no avanzamos por islas temáticas, sino por un río narrativo que va creciendo y ramificándose, como la propia obra bradburiana, aunque sin perder nunca orientación ni esencia.

"Ningún orden impide el desorden. Ninguna ruta impide que inventemos la nuestra. Todas estarán atravesadas por meteoritos y nostalgias, por casas automáticas y amenazas invisibles"

Laura Fernández, en su prólogo, recuerda la fascinación de Bradbury por las listas de palabras, por esos inventarios que funcionan como motores de imaginación. Si a través de los títulos de este libro hiciéramos una lista con las palabras que «habitan» los cuentos, obtendríamos algo así como una rayuela fantástica: viento, guadaña, caracola, hierba, cohete, casa, araña, niño, colonos, marcianos, ciudades, langostas, sábanas, lluvia, pijama de gato… Sólo por el placer de saltar de una casilla a otra ya valdría la pena leer este libro. Es otra forma de lectura: jugando, saltando, rompiendo las normas, descubriendo que la literatura es, también, un juego muy serio. Cronológico —gracias a la gran labor de Paul Viejo— o en una rayuela fantástica. Ningún orden impide el desorden. Ninguna ruta impide que inventemos la nuestra. Todas estarán atravesadas por meteoritos y nostalgias, por casas automáticas y amenazas invisibles.

Siguiendo con esas listas que tanto le gustaban a Bradbury, si elaboráramos una para recoger las características esenciales de la mayoría de estos cuentos, lo siniestro debería encabezarla. Y en «El viento» ya se nos muestra esa parte más oscura. No lo había leído antes y quizá por eso me sorprendió con la fuerza de las revelaciones. Paul Viejo señala algo esencial para entender el horror que desprenden algunos cuentos de Bradbury: «La tensión en estos textos no proviene del argumento, sino de su atmósfera, de la precisión con que Bradbury instala una grieta en la percepción, como si comprendiera que el verdadero horror proviene de lo que no vemos, de lo que permanece no dicho». Esa grieta también reaparece en muchas de las historias más inquietantes de esta antología: «La multitud» o «La sabana», por ejemplo, piezas en las que lo familiar se retuerce levemente para convertirse en amenaza. Bradbury es también un maestro en eso: el terror doméstico, el miedo que nace en el salón de casa, en el jardín, en la cama. Lo monstruoso no proviene de lo ajeno, sino de lo cercano.

"Su obra es un cruce continuo entre ferias de pueblo, Marte y la infancia rural, cultura popular y alta literatura, ciencia ficción, terror y fábula. Y muchas veces, en medio de todo ese esplendor fantástico, aparece la ternura"

La siguiente clave de la lista que se desprende de la lectura de este libro sería la hipótesis fantástica: ¿qué ocurriría si…? Ese gesto, tan mínimo y tan poderoso, construye el punto de partida de gran parte de la narrativa. Por ejemplo, ¿qué ocurriría si la humanidad desapareciera pero sus casas siguieran funcionando? La respuesta está en uno de mis cuentos favoritos: «Vendrán lluvias suaves», incluido en este volumen. La casa continúa su rutina, sin humanos, como una criatura obediente cuya fidelidad se ha vuelto absurda. Lo inquietante no es la tecnología, sino la ausencia: la vida sin vida. Como el vacío de «La ciudad», uno de los relatos que más me han sorprendido y que quizá mejor representan el uso camaleónico del lenguaje en Bradbury: esa urbe que espera durante milenios para vengarse, humanizada hasta el extremo, con ventanas que son ojos y aceras que son garras, con piedras que respiran y atrapan. Es uno de los textos más oscuros del libro, pero también uno de los más fascinantes en su precisión semántica: el lenguaje cambia de color y textura según lo que cuenta.

Porque Bradbury se adapta y, conservando su voz, nos ofrece una miscelánea ambulante. En una de sus frases, citada por Laura Fernández en el prólogo, se define como: «Ese grajo que busca objetos brillantes, extrañas carcasas y fémures en los túmulos de basura que tengo en el cráneo, donde, junto con los restos de las colisiones de la vida, se esparcen Buck Rogers, Tarzán, John Carter, Quasimodo y todas las criaturas que me dieron ganas de vivir para siempre». Así, su obra es un cruce continuo entre ferias de pueblo, Marte y la infancia rural, cultura popular y alta literatura, ciencia ficción, terror y fábula. Y muchas veces, en medio de todo ese esplendor fantástico, aparece la ternura.

"Tal vez ahí esté la clave de su literatura. No en los marcianos ni en los cohetes, no en las casas inteligentes ni en los monstruos de feria, sino en ese niño interior que no ha renunciado a la imaginación"

Quizá porque el niño que fue Bradbury no se disolvió nunca del todo. Otra clave de la lista sería, pues, la infancia. Ese asombro infantil —esa capacidad de mirar el mundo como si fuera siempre nuevo— se siente en sus historias. No puedo evitar pensar aquí en Ana María Matute. En ese asombro suyo que era a la vez inocente y violento, infantil y feroz. Si Matute decía que «el mundo hay que fabricárselo uno mismo», Bradbury, por su parte, defendía que uno debe «mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya». Ambos comparten esa mirada de niño grande que intenta, a través de las palabras, salvarse del mundo —y salvarnos un poco a todos—. Y aquí la capacidad de asombro es imprescindible, como la inocencia. Y me viene a la cabeza ese cuento tan tierno, «El cohete», que llegó a adaptar en su momento el Historias para no dormir de Chicho Ibáñez Serrador. Es un cuento sobre sueños imposibles, sobre la pobreza y la imaginación, sobre la manera en que los padres inventan mundos para que a sus hijos no les duela tanto el mundo real. Sí, Bradbury sabía que la ternura también puede ser revolucionaria.

Bradbury escribió: «Soy una rareza de feria, el hombre con un niño dentro que lo recuerda todo». Tal vez ahí esté la clave de su literatura. No en los marcianos ni en los cohetes, no en las casas inteligentes ni en los monstruos de feria, sino en ese niño interior que no ha renunciado a la imaginación, que continuó creyendo en la magia y en la crueldad del mundo y no perdió la capacidad de asombro. Leer este libro es celebrarlo. Es volver a Marte, al lago, a la sabana, al viento. Es asomarse a esa constelación que sigue creciendo. Porque este volumen es más que una antología. Es una «constelación abierta». Un libro que puede leerse de principio a fin o como una rayuela intergaláctica. Un clásico que, estoy segura, seguirá creciendo —en lectores, en interpretaciones, en resonancias— como crecen las constelaciones: hacia todos los lados, hacia todos los tiempos. Y tan infinito como las historias de las mil y una noches.

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Autor: Ray Bradbury. Título: Ray Bradbury: Cuentos. Traducción: Ce Santiago. Editorial: Páginas de Espuma. Venta: Todos tus libros.

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Sergio Guzmán
Sergio Guzmán
20 horas hace

Qué belleza de texto… Tremenda reseña, Gemma. Un lujo. Gracias por eso.