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A propósito del tiempo

A propósito del tiempo

El gran maestro irlandés deslumbra con esta joya entre la memoria y la guía íntima de Dublín y sus artistas. La alquimia del tiempo (Alfagurara, 2024) posee tantas capas y es tan rica emocionalmente, tan ingeniosa y sorprendente como cualquiera de sus mejores novelas. Para John Banville, nacido y criado en un pequeño pueblo cerca de Dublín, la ciudad fue al principio un espacio apasionante, un regalo y, también, el lugar donde vivía su querida y excéntrica tía. Sin embargo, cuando llegó a la mayoría de edad y se instaló allí, se convirtió en el habitual telón de fondo de sus insatisfacciones, y de hecho no tuvo un papel propio en su trabajo hasta la serie de Quirke, escrita como Benjamin Black.

A continuación reproducimos un fragmento del arranque de la novela que lleva por título «A propósito del tiempo».

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Dublín nunca fue mi Dublín, lo cual lo hacía aún más tentador. Nací en Wexford, una pequeña ciudad que entonces era más pequeña y más remota, aislada en su propio pasado. Mi cumpleaños cae en 8 de diciembre, el día de la Inmaculada Concepción; esto siempre me ha parecido un ejemplo de lo risible e impreciso que puede ser el cielo en sus chapuzas con las fechas de los nacimientos. Antes, el día 8 era tanto una festividad religiosa como un día de fiesta en el que la gente de las provincias iba en masa a la capital a hacer las compras de Navidad y maravillarse de la iluminación navideña. Así que mi regalo de cumpleaños en años sucesivos durante la primera mitad de la década de los cincuenta del siglo xx fue un viaje en tren a Dublín, con el que yo pasaba meses soñando; a decir verdad, sospecho que empezaba a soñar con la excursión del año siguiente en cuanto llegaba a su fin la de ese año.

Partíamos de la estación del Norte de la ciudad en la oscuridad invernal de primeras horas de la mañana. Creo que eran todavía trenes de vapor, aunque el diésel estaba a punto de llegar. Qué emocionante era andar por las calles desiertas y sombrías, con la cabeza aún embotada por el sueño y el largo día de aventuras por delante. El tren llegaba desde Rosslare Harbour, cargado de pasajeros con los ojos enrojecidos que habían tomado el transbordador nocturno en Fishguard, en Gales, la mitad de ellos borrachos y la otra mitad aún bajo los efectos del mareo. Salíamos resoplando, la ventanilla a mi lado era un espejo negro en el que podía ver mi reflejo oscuro y amenazador e imaginar que era un agente confidencial —como llamaban a los espías en las novelas de espionaje de una era anterior— a bordo del Orient Express con destino a una misión de alto secreto en el cobrizo y peligroso Oriente.

Debíamos de estar cerca de Arklow cuando empezaba a clarear, los campos blancos por la escarcha adquirían un matiz de mica rosada y brillante.

"Ciertos momentos en ciertos sitios, en apariencia insignificantes, se graban en la memoria con una viveza y una claridad inverosímiles"

Ciertos momentos en ciertos sitios, en apariencia insignificantes, se graban en la memoria con una viveza y una claridad inverosímiles; inverosímiles porque son tan claros y vívidos que surge la sospecha de si no los habrá creado nuestra fantasía, de que, en definitiva, debemos de haberlos imaginado. De esos viajes en diciembre recuerdo, o estoy convencido de recordar, cierto lugar donde el tren aminoraba la marcha al llegar a una curva del río —debía de ser el río Avoca—, un lugar que aún veo con claridad en la memoria y al que he vuelto repetidamente en mis novelas, como aquí, por ejemplo, en La carta de Newton:

Al otro lado del río se extendía un campo llano hasta el borde de una colina boscosa, y al pie de la colina había una casa, no muy grande, solitaria y cuadrada, de tejado empinado. Yo contemplaba aquella casa silenciosa y me preguntaba, anhelante de curiosidad, qué vidas vivirían allí. ¿Quién atizaba aquel fuego, quién colgaba aquella guirnalda de acebo, quién dejaba aquellos rastros en la escarcha de la ladera? No puedo expresar el extraño placer dolorido de aquel momento. Sabía, claro, que aquellas vidas ocultas no podían ser muy diferentes de la mía. Pero ese era el asunto. No era lo exótico lo que yo buscaba, sino lo ordinario, ese enigma que es el más extraño y esquivo de todos.

Dublín, por descontado, era lo más opuesto a lo ordinario. Dublín era para mí lo que Moscú para Irina en Las tres hermanas de Chéjov, un lugar de promesas mágicas que mi alma joven y hambrienta anhelaba sin cesar. Yo era más afortunado que Irina, pues el viaje de Wexford a Dublín era relativamente corto, y podía hacerlo con agradable frecuencia. Que la propia ciudad, el Dublín verdadero, fuese en esos años cincuenta golpeados por la pobreza un lugar gris y sin gracia no enturbiaba mi sueño, y soñaba con él incluso cuando estaba allí, de modo que la realidad mundana se transformaba sin cesar ante mis ojos en pura novelería; no hay nada más novelesco que un niño pequeño, como Robert Louis Stevenson sabía mejor que nadie.

"¿Cuál es la magia que obra sobre la experiencia, cuándo se consigna al laboratorio del pasado, para bruñirla y conformarla hasta darle un acabado brillante?"

¿Cuándo se convierte el pasado en pasado? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que algo que ocurrió sin más empiece a emitir el brillo secreto y numinoso que es la marca del verdadero pasado? Después de todo, la visión resplandeciente que llevamos con nosotros en la memoria fue una vez solo el presente, aburrido, cotidiano y totalmente anodino, menos en esos momentos en los que uno acaba de enamorarse, pongamos por caso, o le ha tocado la lotería, o el médico le ha dado malas noticias. ¿Cuál es la magia que obra sobre la experiencia, cuándo se consigna al laboratorio del pasado, para bruñirla y conformarla hasta darle un acabado brillante? Estas preguntas, que en realidad son solo una, me han fascinado desde que, de niño, hice el impresionante descubrimiento de que la creación consistía no solo en mí y mis accesorios —mi madre, el hambre, una preferencia por la sequedad ante la humedad—, sino en mí por un lado y el mundo por el otro: el mundo de las demás personas, de los demás fenómenos, de las demás cosas.

Digamos que el presente es donde vivimos, mientras que el pasado es donde soñamos. Aunque, si es un sueño, es sustancial y nos sostiene. El pasado nos mantiene a flote, es un globo aerostático atado a tierra que nunca deja de hincharse.

Y, no obstante, vuelvo a preguntarme, ¿qué es? ¿Qué transmutación debe sufrir el presente para transformarse en el pasado? La alquimia del tiempo obra en un abismo brillante.

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Autor: John Banville. Título: La alquimia del tiempo. Un memoir dublinés. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros

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