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Al final del verano

Al final del verano

No es que el verano sea corto. Somos nosotros quienes le negamos la vida que sí concedemos a las otras estaciones. Cuando aún andaba mediada la penúltima semana de agosto y sentía que «la pila bautismal del verano» no había empezado a agotarse, el poeta Lorenzo R. Garrido subió a Instagram una foto de su paraíso interior acompañada de un texto que pretendía ser premonitorio, pero que era todo él despedida: «De pronto, la mala conciencia por no haber hecho los deberes —los libros pendientes de lectura escogidos cuidadosamente para vadear el desierto de la siesta, los adentros de una playa desconocida, la penumbra de un corazón ajeno que se diluya con el nuestro— se desata en una deflagración de avidez y melancolía, pues sabemos que ya nos falta verano para poder resarcirnos. Un verano en que no pasó nada, y que como siempre pasó de todo». No se había extinguido el verano, no lo ha hecho todavía, y ya celebrábamos sus funerales, porque en cuanto junio aterriza en el calendario volvemos a ser irremediablemente niños para los que el mundo gira al ritmo de los cursos escolares y nos negamos a comprender que es verano el tiempo en que comienzan a ser especialmente enojosas las rutinas laborales, y que sigue siéndolo aquél en el que las retomamos, por lo general de mala gana y como a trancas y barrancas. No concebimos el verano fuera del periodo en que comprendemos que el paraíso terrenal no era otro que la holganza, y no aceptamos que siga siendo verano esta época en la que vuelve a sonar el despertador a horas inhóspitas y están de nuevo las aceras atestadas y sale uno de casa sin estar seguro de cuándo podrá volver a ella. No puede ser veraniega esta vulgaridad tan cotidiana, este cansarse por adelantado, este remar para no terminar siquiera muriendo en una orilla.

"El verano es otra cosa: son el metro y los autobuses desiertos, la abolición por decreto de las horas punta, cruzar la Castellana sin preocuparse del tráfico"

El verano es otra cosa: son el metro y los autobuses desiertos, la abolición por decreto de las horas punta, cruzar la Castellana sin preocuparse del tráfico. Es encarar el día sin otra preocupación que la de contemplar cómo se van sucediendo sin prisa en el reloj las horas, y retrasar si hay una buena razón la hora de irse a dormir porque nada nos impedirá quedarnos en la cama el tiempo que nos haga falta. Es conjurar la insatisfacción por el verano presente con la nostalgia de algunos otros veranos que recordamos felices, y es el reencuentro o su posibilidad con las personas que nos rodearon entonces o con su memoria en el peor de los casos, si tenemos quién la invoque. Es la deserción de uno mismo, la inmersión en un marasmo intrascendente y vacío tanto o más purificador que las aguas del Jordán, la liviandad de lo superfluo, la abdicación del deber de ser quienes somos, la fábula de que es posible otra vida más relajada y nada arisca, en la que nadie importa a nadie porque no hay nada que tenga la menor importancia.

"El verano dejará de ser recuerdo para convertirse otra vez en una promesa que aguardaremos con el corazón encendido"

Por eso ha terminado el verano, aunque en realidad vaya a seguir unos días más entre nosotros: porque no pudieron ser verano aquellos días recientes en los que la ciudad comenzó a llenarse lentamente y empezaron a pulular por nuestros alrededores algunos rostros familiares, ni esos otros en los que volvimos a recorrer los itinerarios que habíamos desahuciado de nuestros hábitos sin extrañarlos demasiado, ni tampoco lo pueden ser éstos en los que estamos, con la velocidad de crucero reanudada y la intromisión constante de urgencias que postergan las cosas importantes. A la patria que va de junio a septiembre le desgajamos voluntariamente una provincia porque la consideramos zona fronteriza, tierra de nadie entre lo que querríamos que hubiera sido y lo que por fuerza tendrá que ser, y la recorremos con la resignación del aventurero vocacional que, tras constatar el fracaso de su empeño, regresa a casa cabizbajo y sin otro consuelo que el de la melancolía hacia el breve fulgor de lo entrevisto que queda irremediablemente atrás. Comenzarán a caer las hojas de los árboles, se adelantará el anochecer e irá apretando el frío; seguirá el tiempo su curso implacable y el verano dejará de ser recuerdo para convertirse otra vez en una promesa que aguardaremos con el corazón encendido sin reparar en que, tras ella, volveremos a cargar con otro otoño que nos hará más viejos.

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