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Amor y armisticio

Amor y armisticio

No soy de tomar notas. Prefiero dejar que mi memoria filtre. En los últimos años, más que filtrar mi memoria impide el paso de los recuerdos. Pero de vez en cuando alguna inesperada reminiscencia del pasado me asalta como un chaparrón de primavera. ¿Cómo dejé sin escribir la historia de Voti? No me la había olvidado, pero me costaba encontrar el tono o el momento. Voti era uno de los pocos alumnos que leía en los recreos. No era de mi curso, pero formábamos parte del disperso conjunto de lectores. Intercambiábamos recomendaciones, críticas, anatemas. Era un fanático de Tolkien. Tenía un anillo que su abuela materna le había traído de Alemania: aparentemente, una réplica autorizada de la saga. Siempre según Voti, la familia de su abuela materna, alemana, tenía una relación lejana con los antepasados de Tolkien, que también eran alemanes. Aunque el autor nació en Sudáfrica y murió en el Reino Unido. El abuelo materno de Voti era italiano. Ambos, Hanna y Tono, habían llegado a la Argentina de adolescentes, solos. Hanna recaló en el puerto de Buenos Aires en 1922, Tono en 1924. Mussolini ya desplegaba su poder en Italia, y su fétido mensaje comenzaba a permear la frágil capa de civilización europea. En 1925, en prisión, Hitler escribiría Mein Kampf, una elocuente amenaza, que apenas unos pocos quisieron escuchar: proponía exterminar a los judíos y a la democracia. Tono provenía de una familia comunista: a diferencia de importantes comunistas italianos, los padres de Tono habían sido cautivados por la férrea apariencia de Stalin apenas falleció Lenin. Tono y Hanna se conocieron en un conventillo. Ella era más refinada, él más culto. Tono trabajaba en el Mercado del Abasto, primero como cargador, luego con su propio puesto. Hanna era mecanógrafa. Tono escribía artículos para el periódico del PC, y el director se los pasaba a Hanna para que los mecanografiara. Hanna y Tono se habían saludado y mirado con interés varias veces en el patio comunal, pero desconocían esta conexión: en un desayuno, la descubrieron como una decisión del destino. Fue un amor apasionado pero extrañamente equilibrado. Tono descreía de la institución del matrimonio, a Hanna no le importaba. Se instalaron en una sola pieza, apenas algo más grande, en el mismo conventillo. Para 1932, los padres de Hanna, en Munich, se hicieron orgullosamente nazis, y ella también. Tono combatía a los nazis locales en ocasiones a puñetazos. El noviazgo terminó. Cada cual abandonó el conventillo por su cuenta, sin saludarse. Pero siete años después ninguno de los dos había formado una nueva pareja estable. Los padres de Hanna le insistían para que regresara al Reich de los mil años. Pero ella prefería su independencia en el nuevo país. También en Argentina podía ser una nazi plena. En 1939, Hitler y Stalin, a través de sus cancilleres Molotov y Ribbentrop, firmaron un armisticio amistoso: se dividirían Polonia, y al menos Europa del Este —Hitler pensaba en el resto del mundo—, mitad para cada uno. Hanna y Tono se encontraron casualmente en una peña salteña, sobre la calle Ecuador, y retomaron el amor que ninguno de los dos había podido olvidar. Tono debió despedir a una mucama que se le había aquerenciado, y esta vez Hanna y Tono, aún sin casarse, tuvieron un hijo. Cuando Giacomo cumplió dos años —Hanna no lo sabía, pero Tono le había puesto Giacomo al primogénito en honor al asesinado militante socialista italiano Giacomo Matteotti—, Hitler invadió la Unión Soviética. Ese movimiento todavía sigue desconcertándome. Algunos historiadores lo consideran fatal: Hitler no se resignaría a convivir con una Rusia comunista. Pero lo cierto es que Stalin no representaba un peligro para el nazismo ni en 1941 ni a mediano plazo. Stalinistas como el historiador inglés Eric Hobsbawm defendieron el pacto Hitler–Stalin aseverando que las democracias capitalistas eran un peligro para la justicia social mayor que el nazismo. A Hobsbawm no le importó que el nazismo se propusiera como meta asesinarlo a él y a sus padres junto a todos los judíos del mundo. Tampoco que Stalin le regalara a Hitler esposados a los comunistas alemanes en el exilio soviético. Y cuando Hitler finalmente atacó, siguieron defendiendo a Stalin con el argumento de que esos dos años habían permitido el fortalecimiento industrial y armamentístico de la URRS. De ser cierta esta teoría de “la espera solapada”, no se entiende por qué Stalin se negó a contraatacar, e incluso negaba que los alemanes estuvieran invadiendo hasta que ya habían entrado miles de kilómetros. Fueron sus generales quienes los obligaron a reaccionar. Para cuando los Aliados, y 22 millones de rusos muertos, derrotaron al nazismo, Hanna fue a buscar a Tono. Disimuló su amargura en un festejo que organizaban los principales referentes de lo que luego sería la Unión Democrática, por la victoria aliada. Pero cuando ganó Perón, a los cuatro años de Giacomo, Hanna se hizo peronista y Tono mantuvo su antiperonismo comunista. La pareja se separó una vez más: Hanna se llevó en su vientre a Eva, la hermana de Giacomo, la madre de Voti. Siempre le dijo a Tono que era en honor a Duarte de Perón, pero se susurraba a sí misma que era en primer lugar la evocación de la breve y suicidada esposa de Hitler. En el 55, como dos caballos cansados, con su hija de diez y su hijo adolescente, Hanna y Tono se reunieron y se casaron. El nuevo intento duró hasta 1961, cuando Kruschov levantó el Muro de Berlín. Tono defendía la República Democrática Alemana, Hanna se fue directamente a vivir a Alemania Federal. A los 54 años, se juntó en Bonn con un nazi: un discípulo pero coetáneo de Martin Heidgger, de 70 años. Voti nunca me dijo el nombre de este novio de su abuela. Pero fue el que le consiguió el anillo que ella finalmente le regaló en uno de sus periódicos viajes.

"No creo haber encontrado el tono para narrar este romance. Quizás el peso de los acontecimientos históricos, tan evidentes y caudalosos, me frena la mano"

No creo haber encontrado el tono para narrar este romance. Quizás el peso de los acontecimientos históricos, tan evidentes y caudalosos, me frena la mano, me dificulta apropiármelos. Pero sí el momento: me encontré con Voti sobre Avenida de Mayo. Él mismo me saludó. Descubrió en Hamás y Hezbollah, entre otros grupos terroristas fundamentalistas islámicos que mencionó, su nueva fe. Las mujeres debían ser cubiertas de pies a cabeza. A mí me perdonarían, por su personal intermediación, si aceptaba convertirme. Le dije que no estaba entre mis planes. Se había anotado para participar de una charla del filósofo islamista Tarik Ramadan, nieto de Hassan Al Banna, fundador de los Hermanos Musulmanes, admirador de Hitler y promotor de la sharía, la ley que Isis y sus secuaces pretenden imponerle al mundo. ¿Podía existir un cóctel semejante? Me negué a darle la mano. Hay algunas personas con las que me niego incluso a un armisticio.

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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina

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Gabriel
Gabriel
1 año hace

Cuento de cuarta… Un mamarracho de mezcolanza

Última edición 1 año hace por Gabriel
Gabriel
Gabriel
1 año hace

Puros lugares comunes, una mezcolanza