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Barbet Schroeder, entre la heterodoxia y la alucinación

Barbet Schroeder, entre la heterodoxia y la alucinación

Suele creerse que el hundimiento de la exhibición cinematográfica en las grandes salas de proyección fue consecuencia de la popularización del vídeo a comienzos de los 80. Sí, pero no. Podría puntualizarse.

Unos años antes, desde finales de la década anterior, aquella cartelera madrileña que contaba con medio millar de establecimientos había empezado a verse reducida con los cierres de sus locales más entrañables: los populares cines de barrio. Por diferentes motivos, que iban desde las escapadas de fin de semana a la segunda vivienda, hasta las alienantes discotecas, que empezaban a hacer furor entre la juventud, la pantalla había dejado de ser el ocio por antonomasia del grueso de la población, sin olvidar los espectadores que también le restó la implantación de la televisión en color en el hogar moderno.

"En el vestíbulo nunca faltaba un tenderete de libros, donde podían adquirirse las primeras traducciones españolas de los clásicos de la literatura cinéfila"

Los exhibidores más astutos lo comprendieron: el nuevo modelo de negocio estaba en los multicines. Su acierto fue indudable. Junto a sus pares a gran escala, las multisalas de mucho aforo y más de una docena de pantallas que animan los centros comerciales de las afueras de nuestras ciudades —los megaplex, en el lenguaje de la industria y la afición—, los minicines son los únicos que han llegado hasta nuestros días, en que, tras una agonía de cuarenta años, la pandemia ha venido a rematar a aquella maravilla que fue la exhibición cinematográfica a la antigua usanza.

Con todo, quiero recordar que, al comienzo, al principio del fin, cuando la cartelera de otrora empezaba a declinar, no faltaron exhibidores que optaron por una fórmula nueva que a mí me ganó. Radicalmente opuesta a ese cine comercial —al que, más o menos, había respondido la programación de los cines de barrio que se cerraban—, se trataba de una suerte de filmotecas que fueron a llamar “cinestudios”. Gestionados y frecuentados por jóvenes cinéfilos —mi entrega empezaba entonces—, su programación —siempre doble y en sesión continua— se reducía única y exclusivamente a nuestro bienamado cine de autor, preferentemente en versión original. Todas las proyecciones iban acompañadas de esa hoja de sala, sobre la cinta en cuestión, que los filmófilos tenemos en tan alta estima. En el vestíbulo nunca faltaba un tenderete de libros, donde podían adquirirse las primeras traducciones españolas, casi siempre en Alianza o Fundamentos, de los clásicos de la literatura cinéfila: El cine según Hitchcock, de Truffaut, Fritz Lang en América, de Peter Bogdanovich, la Historia del cine universal, de Georges Sadoul…

"En 1979, cuando se anunció en el Griffith la proyección de More, me faltó tiempo para asistir a sus cinco primeros pases"

Mi cinestudio favorito era el Griffith, un local destartalado de la plaza de San Pol de Mar. Si lo tengo entre mis más caros recuerdos es porque en su pantalla descubrí una película que, transcendiendo mi itinerario cinéfilo, tocó de lleno mi experiencia personal. Se titula More, data de 1969 y hoy vengo a escribir sobre el gran Barbet Schroeder, su realizador. Basta un somero apunte del argumento de El valle (1972), su segunda cinta, para dejar constancia de lo alucinado y heterodoxo de su cine: Viviane (Bulle Ogier), la mujer del cónsul francés en Melbourne, conoce accidentalmente a Olivier (Michel Gothard) mientras busca plumas exóticas para su boutique parisina. Totalmente fascinada con Olivier, decide unirse a la comuna de hippies de la que éste forma parte y todos juntos parten en busca de un valle de Nueva Guinea, un lugar mítico que sólo puede verse en días determinados. El resto del año permanece oculto —oscurecido— por las nubes. De ahí que Pink Floyd titulase Oscured By Clouds el álbum en el que registró su banda sonora.

Cierto, en un principio, el cine del gran Schroeder me atrajo porque los scores de sus dos primeras cintas eran, respectivamente, la tercera y la séptima entregas de Pink Floyd, mi banda favorita con anterioridad a su popularización con The Dark Side of the Moon (1973). Antes muerto que gregario, mis Pink Floyd fueron aquellos en los que Syd Barrett perdió la cabeza, los de la psicodelia y cierto placer de entonces que el buen entendedor adivinará. De modo que, en 1979, cuando se anunció en el Griffith la proyección de More, me faltó tiempo para asistir a sus cinco primeros pases.

"Aún recuerdo la voz en off de Charlie (Michel Chanderli), siguiendo al ataúd de Stefan, cuando éste se convierte en la última víctima de Stelle"

Cuarenta años después, en febrero del 19, tuve oportunidad de acudir a un encuentro con Barbet Schroeder, celebrado en la Filmoteca Española con motivo de una retrospectiva que se le dedicaba. Preguntado por la filmación de aquella cinta, recordó: “Fue en 1968, aún no se había muerto Franco y la rodé en mi casa de Ibiza en la clandestinidad. Cuando la acabé, ya en 1969, llamé a Pink Floyd porque eran mi banda favorita de entonces. A ellos, que habían pasado el verano anterior en Formentera, la película les gustó mucho y les pareció una buena idea componer la música, lo que hicieron en apenas una semana. Después les dio rabia que el disco en que la grabaron se vendiera mucho más que The Piper at the Gates of Dawn y A Saucerful of Secrets, sus dos primeros álbumes, en los que habían estado trabajando un año”.

Llegado a More por su música, en sus secuencias descubrí una historia de amor fatal: el que Stelle Miller (Mimsy Farmer) inspira a Stefan (Stefan Brückner) en la Ibiza de los hippies auténticos, mientras la toxicomanía, que aún se creía una experiencia liberadora, va apoderándose de sus vidas.

Muy por el contrario, el que Stelle me inspiró a mí mismo en aquellos planos fue un amor platónico, como suelen serlo los de sus admiradores por las actrices. Pero también como aquel con el que me magnetizaban algunas chicas de finales de los años 70. Porque fue el caso de que en la vida real me gustaban las jóvenes como ella, que olían a pachuli —aquel aroma embriagador de puro dulzón— y se daban a esas embriagueces que el buen entendedor adivinará.

"More, junto con Los amantes crucificados (Kenji Mizoguchi, 1954), es mi película de amor favorita"

Aunque cuando se hicieron populares negué a Pink Floyd como se niega a un dios, aquella primera proyección en el Griffith de More me caló tan profundamente que Mimsy Farmer, Ibiza —o más concretamente Formentera— y el propio Schroeder desde entonces ocupan un lugar privilegiado en el Olimpo de mi mitología personal. Aún recuerdo la voz en off de Charlie (Michel Chanderli), siguiendo al ataúd de Stefan, cuando éste se convierte en la última víctima de Stelle tras ser encontrado muerto de una sobredosis en Dalt Vila: “Aquellos bastardos se creyeron que se suicidó y le negaron un entierro religioso. Era invierno, pero el sol brillaba como en verano”.

El italiano Alberto Moravia, que como el comunista a carta cabal que fue abominaba del rock, de los hippies auténticos, porque a su juicio no eran revolucionarios, y de la deriva hedonista de la sociedad occidental a partir de los años 60, puso reparos a More. Aun así, en un volumen en el que criticaba “ciento cuarenta y ocho películas de autor” bajo el título de En el cine (Plaza & Janés, Barcelona 1979, pág. 191), estima: “En realidad, los dos amantes no se destruyen con la droga, sino con el amor, que es notoriamente un hecho destructivo si se lleva hasta determinados extremos (…).Vale [More] como descripción veraz de un tipo particular de pasión basada sobre una forma de vida extrema y decadente que precisamente en las Baleares tuvo, con la pareja Sand-Chopin, una primera manifestación ejemplar hace más de un siglo”.

"De nuevo en Europa, su carrera transcurrió por cintas próximas a sus primeras inquietudes. Así llegó el documental El abogado del terror (2007)"

More, junto con Los amantes crucificados (Kenji Mizoguchi, 1954), es mi película de amor favorita. Ya desde los comienzos de mi itinerario cinéfilo, Schroeder se convirtió en uno de mis cineastas de cabecera. No había acabado de descubrirle como realizador en cintas como El Valle, Maîtresse (1976) y otras maravillas de antaño, cuando supe de él como el gran epígono de la Nouvelle Vague, junto a Jean Eustache, que fue productor de Eric Rohmer, Jacques Rivette y el propio Eustache. Es una lástima que a la cartelera comercial española, siempre al servicio del adocenado agotamiento del Hollywood de las últimas décadas, haya llegado poco más que su derrotero estadounidense.

En efecto, el gran Schroeder cruzó el Atlántico para emplazar su tomavistas por primera vez en Barfly (1987). A mi juicio, aquella adaptación de Bukowski es lo mejor de su experiencia norteamericana. “La rodamos en tan sólo veinte días, porque Menahem Golan puso mucho menos dinero del que prometió”, recordó el realizador en su visita a Madrid. “Tuve que reducir el guión a lo esencial. Afortunadamente, ya tenía cierta práctica en estos rodajes rápidos, adquirida durante unos trabajos previos para la televisión”.

El resto del Schroeder americano —El misterio Von Bülow (1990), Mujer blanca soltera busca (1992), Asesinato 1, 2, 3 (2002) …— ya me interesa menos. De nuevo en Europa, su carrera transcurrió por cintas próximas a sus primeras inquietudes. Así llegó el documental El abogado del terror (2007), un acercamiento a un personaje inquietante que, en cierto sentido, viene a ser lo que Général Idi Amin Dada: Autoportrait (1974), sobre el abominable dictador ugandés a los comienzos de la filmografía del gran Schroeder. Incluso he creído entender, sin haber tenido aún oportunidad de verla, que Inju, la bête dans l’ombre (2008), podría ser parangonable con Maîtresse.

Pero la más sorprendente de todas estas concomitancias, que se registran entre el final y el principio de la filmografía de Barbet Schroeder, es el regreso a su casa de Ibiza, donde rodó More, para la filmación de Amnesia (2015), su testamento fílmico.

"Fue la madre de Schroeder una violonchelista alemana que se negó a volver a hablar la lengua de Goethe porque para ella era la lengua de los nazis"

Hombre cosmopolita donde los haya, nació en Teherán en 1941 porque su padre, un geólogo francés, estaba empleado en Irán. Mas la infancia del cineasta transcurrió en Colombia. De ahí que una de sus cintas más celebradas sea La virgen de los sicarios (2000), sobre la novela de Fernando Vallejo. De ahí también que hable español. Fue la madre de Schroeder una violonchelista alemana que abandonó la patria del Reich de los mil años antes de la guerra y se negó a volver a hablar la lengua de Goethe porque para ella era la lengua de los nazis. Instalada en Ibiza, junto al resto de la numerosa colonia alemana que siempre ha habido allí, llegó mucho antes que los primeros hippies. A finales de los años 40, creo entender.

En cualquier caso, la madre de Schroeder no volvió a hablar alemán. Olvidó deliberadamente cuanto a su país se refería. Esa es la amnesia a la que alude el título de la última película de su hijo. Pero también a la famosa discoteca de la isla. Ya en las postrimerías del amado siglo XX, su sintonía con un joven compatriota, contratado para pinchar discos allí, hizo que la ya anciana antinazi se reconciliara con su idioma, volviéndolo a hablar.

Aunque no podía ser de otra manera, pues el tiempo discurre inexorable para todos, era todo tan rabiosamente joven en More —“los jóvenes han cambiado el mundo rechazándolo”, escribe Moravia al comienzo de su crítica— que, cuando estuve a unos pasos de él, no se me pasó por alto que Schroeder ya es un anciano. Como lo es Mimsy Famer y los que aún quedan vivos de Pink Floyd. Ancianos como empiezo a serlo yo. Las nubes ya solo pueden ocultarnos ese camino con destino al Sol poniente que marca el final.

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