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Carlos Boyero: «Autocensurarme es mi mayor pavor, pero no van a poder conmigo»

Carlos Boyero: «Autocensurarme es mi mayor pavor, pero no van a poder conmigo»

A Carlos Boyero (Salamanca, 1953) le resulta complicado convivir consigo mismo. Le hizo la cruz al poder de niño chico, en el internado de Salamanca, donde también le estalló una “gran crisis que dura hasta el día de hoy”. Le quedan pocos entusiasmos al crítico de cine de El País: los amigos, los recuerdos, las buenas películas, los buenos libros. El periodista Borja Hermoso no lo puede definir mejor: Boyero es un vestigio, el “resto arqueológico en vida de una era que ya se está yendo”. Zenda le entrevista en un hotel de Gran Vía por su nuevo libro, No sé si me explico (Espasa, 2024), una especie de autobiografía anarka, un tierno, cruel y, sobre todo, sincero vomitorio de vivencias, reflexiones, filias y fobias de un tipo que siempre ha ido con el yo por delante: “El estilo es la persona, y es fundamental, como lo es que se te entienda, que el lector no se pierda”. Conversamos con un cordero con piel de lobo.

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—Señor Boyero, ¿de qué refugia un buen libro o una buena película?

—De la vida, de lo grisáceo, de lo práctico. Me da igual que la película o el libro sean realistas: el arte siempre te provoca ensoñación.

—¿Un hombre que lee y ve cine es mejor que uno que no lo hace?

"Soy de los que pueden tirar un libro contra la pared si me estoy encabronando"

—Tiene una existencia más rica y más completa. Para mí, esas cosas son maravillosas. No son sólo un refugio ante la intemperie, sino que te donan sensaciones. Si son buenos, sensaciones increíbles; si te parecen una mierda… soy de los que pueden tirar un libro contra la pared si me estoy encabronando. No sigo. Sólo lo he hecho en algunas ocasiones, y con resultados positivos.

—¿Por ejemplo?

—Con una novela de Torrente Ballester: La saga/fuga de JB. No podía con ella. Alguien me dijo: “Inténtalo otra vez”. Y la segunda vez me pareció maravillosa. Pero, por ejemplo, con el Ulises de Joyce no he podido. Sólo hay una parte al final…

—El monólogo de Molly Bloom.

—Me parece fascinante. Sus pensamientos, ese torrente sin comas de todo lo que se le pasa por la cabeza… Mi vida no la concibo, y hablo de las cosas buenas de mi vida, sin el cine y sin la literatura. Con el cine bueno; con el malo, soy de los que se van de las películas a la mitad y, luego, los críticos se meten mucho conmigo diciendo: “¿Cómo pudo largarse y contarlo, además?”. No tengo ningún problema de conciencia.

—Si yo le digo Julio Verne, ¿usted qué me dice?

"Ese hombre se inventó todo: el viaje a la Luna, los submarinos… Julio Verne era un escritor maravilloso"

—Que es mi infancia. Es el contar aventuras, el contar cosas excepcionales con un lenguaje y una imaginación que me provocaba embrujo. Podría citarte si no la obra entera de Julio Verne, gran parte de ella, porque escribió muchísimo. Eran territorios desconocidos en los que siempre ocurrían cosas. Ese hombre se inventó todo: el viaje a la Luna, los submarinos… Era un escritor maravilloso. No he vuelto a él, pero mi infancia está muy marcada para bien por la lectura de un tal Julio Verne. Ahí otros, como Stevenson, pero Verne te permitía soñar, ser el protagonista de cosas que no vivías en tu vida real. Una vez fui a Nantes, él era de allí, y la recorría diciendo: “Por aquí se movía Julio Verne, con su cabeza funcionando continuamente imaginando aventuras e historias”. No sé si era gran literatura lo que él hacía, pero su capacidad para fabular e inventarse nuevos mundos era maravillosa.

—¿Y si le digo Fernando Savater?

—Que sus libros me parecen antológicos, que un par de ellos me tocan por todos los lados: La infancia recuperada y Criaturas del aire. Savater es un género: cualquier artículo, cualquier ensayo…, escribiera lo que escribiera, yo aprendía cosas. Incluso escribía sobre cine, aunque parecía que su mundo empezaba y se acababa en King Kong. Era un enamorado del cine de aventuras, de las películas de miedo y de freaks. Savater también fue el señor que me descubrió a Cioran, que me apasiona. Me descubrió infinidad de cosas. Y su forma de narrar, la inteligencia que aplica, su cultura… Siempre le estaré agradecido, aunque en estos tiempos…

—Se haya convertido en un nombre maldito en su periódico.

—Se ha convertido en eso para mucha gente. Pues yo le muestro todo mi afecto, toda mi admiración y mi agradecimiento. Afortunadamente, su obra es larguísima, ha escrito mucho Fernando, yo la tengo enterita en mi casa y voy a volver a ella siempre. Espero que siga publicando libros, sí.

—Usted cuenta que escribe cada vez menos, que, “antes, en El País, publicaba mucho, pero ahora publico muy poquito”. ¿Por qué?

—Son los tiempos. Cuando me contrató El País, hace diecisiete años, firmé para hacer bastantes cosas: más columnas, críticas de cine, artículos relacionados con el cine o con la cultura, escribía la última página de Babelia dos veces al mes, y hacía un chat.

—Un chat que ya hizo en El Mundo.

"¡Yo, que no tengo internet y que no entiendo de estas cosas, fui un pionero!"

—Sí. Hice el chat, creo, durante dieciocho años entre El Mundo y El País. Con mucho y sorprendente éxito (risas). Era divertido. No existía el proceso de elaboración de la escritura. Hacerlo era jodido. ¡Yo, que no tengo internet y que no entiendo de estas cosas, fui un pionero! Era el siglo pasado cuando empecé, debió de ser en 1996, 97 o por ahí. Me divertía, aunque a veces mandaba a tomar por culo a todo el mundo, pero a la gente le iba la marcha (risas). Era muy heterodoxo. Hablaba de todo: literatura, música, sexo, sustancias, había gente que me contaba los problemas con su novia, con su mujer… Aquello se publicó en un libro que se llamaba Alerta roja. Boyero.es, que era una recopilación por temas que hizo mi amigo Borja Hermoso, que también está en este libro. Me lo pasé muy bien con el chat.

—Cuénteme la que montó respondiendo a una pregunta sobre Benedicto XVI, por favor.

—¡Un movidón! Hacer el chat era una movida de la hostia. Había tres personas conmigo: una recogía preguntas y seleccionaba, otra me preguntaba, yo le contestaba, y otra persona lo escribía en el ordenador. Vamos, yo puedo escribir en el ordenador con dos deditos, pero no sé poner ni negritas, ni cursivas ni hostias de esas (risas). Era laborioso, pero les debía de interesar a las empresas cuando había tres personas allí conmigo. Al final, yo, el ser más antitecnológico, porque la tecnología me da mucho miedo, fui un pionero de internet.

—Y le preguntan por Benedicto XVI.

—Lo hacen papa y me preguntan qué opinaba de su apariencia. Yo no conocía de nada su labor de teólogo insigne, filósofo… Y dije lo que me parecía: que su imagen era la de un pederasta envejecido con un toque de Hannibal Lecter. Ahí descubrí lo que era esto que circula rápidamente y, en un minuto o dos, se montó la de Dios.

—Nunca mejor dicho.

—Fui al despacho de Pedro J. Ramírez y dije que mi respuesta era inocente, que era lo que me sugería la apariencia de ese señor (risas). Tuve un cirio importante con Pedro J., pero bueno, ahí seguí después de aquello, que fue tela. Con Pedro J. siempre acababa entendiéndome. Por eso estuve veinte años de mi vida con él. De Pedro J. sólo hablo con respeto y admiración.

—Ha mencionado la tecnología. ¿Qué opina sobre los últimos avances en Inteligencia Artificial?

"Una vez, alguien me puso un artículo a lo Boyero escrito por la IA, una crítica de cine. Cuando me lo leyeron, ¡no estaba nada mal!"

—¡Hostia! Eso me queda ya… Me da escalofríos. Una vez, alguien me puso un artículo a lo Boyero escrito por la IA, una crítica de cine. Cuando me lo leyeron, ¡no estaba nada mal! Le faltaba el alma, ese punto, pero había cosas con las que me podría identificar y dije: “¡Coño! Si una máquina me ha pillado el punto, vete a saber lo que puede llegar a hacer esa máquina”. Eso me da miedo, pero como me da miedo todo lo que se relacione con la tecnología. Me cuentan que a los bebés les das un móvil y lo manejan, saben darle y tal; a mí, eso me resulta milagroso, aunque no sé si milagroso para bien o para mal. Concretamente, me aterra que la inmensa de los niños y de los jóvenes, según me cuentan, no lee libros, sólo están metidos con las maquinitas esas. Será la modernidad, pero me acojona un poco.

—¿Qué tal se lleva con su teléfono inteligente?

—Antes tuve un Alcatel, luego un Nokia, dos Nokias… Los perdí. Yo me quejaba: “¡Me los han robado!”, pero me decían: “¿Quién te va a querer robar eso, si no vale nada?”. Ahora tengo un monstruo, un teléfono inteligente de esos, y la enemistad es absoluta. Tiene WhatsApp, correos… Me resulta muy heroico intentar ver los whatsapps o los correos. Veo alguno un mes más tarde… Y dicen: “Está tirao”. Estará tirao para todo el mundo, pero yo soy un profundo anormal tecnológico. Lo he sido toda la vida y lo sigo siendo ahora, que soy un viejecito.

—Con la censura no se lleva mejor.

—He conocido a esa asquerosa señora llamada “censura” toda mi vida. Y la odio. Hay muchas formas de censura.

—Entre ellas, la autocensura.

—Es mi mayor pavor: autocensurarme en nombre del miedo, de la tranquilidad…, pero creo que no van a poder conmigo. He tenido problemas siempre, desde que tenía veinte años y empecé a escribir. Ahora, tengo setenta y seguiré teniendo problemas.

—¿Cómo se digiere que a uno le censuren un artículo?

"Si te censuran es porque tienen miedo de algo o porque resulta inconveniente"

—Pues con una mala hostia importante. Me siento muy mal. En alguna ocasión, he dicho: “Pueden tener razón”. Por ser demasiado bronco o salvaje. Pero eso ha pasado muy pocas veces. Me siento muy herido cuando me censuran: con veinte años y ahora. Esa capacidad de alguien de pensar por ti, de ver qué debes decir o qué no debes decir… He creído en la libertad siempre, pero siempre lo he tenido complicado. No he sufrido nunca censuras en la radio ni en la tele, tampoco en el chat, excepto en ocasiones muy puntuales…, pero escribiendo, sí. Y me encabrono mucho. Si te censuran es porque tienen miedo de algo o porque resulta inconveniente. Yo no es que quiera meterme en problemas, es que los problemas vienen cuando dices cosas inconvenientes para los que mandan, o porque creen que puedes ofender a minorías…, a minorías que ahora son mayorías. Hay que tener mucho cuidado, pero yo sigo sin tener cuidado. No voy a cambiar ni quisiera cambiarme. Si es que soy un ancianito (risas).

—¿Firmaría emigrar a un periódico que le permitiera hacer crónica parlamentaria?

—Bueno… Es una oportunidad que han desaprovechado los periódicos conmigo. A ninguno se le ocurrió mandarme al Parlamento…

—O puede que sí…

—¡Perdón! Sí se le ocurrió, pero… Hubiera sido heavy, sospecho. Me hubiera dado motivo para escribir cosas muy divertidas, muy ácidas. Lo que no sé es si me hubiera saludado con alguno o, en general, con todos; si esas personas me dirigirían la palabra o yo a ellas. Creo que hubiera sido buena idea probar conmigo, aunque hubiera durado poco. Esa espina la tengo clavada, la verdad.

—El ecosistema actual no le agrada demasiado, ¿verdad?

—Ni el de antes. El actual no me gusta nada. Me produce una mezcla de cansancio, indignación, mu’ mal rollo. Pero mu’ malo, mu’ malo. Yo, que me he abstenido de votar toda mi vida, creo que da un poco de grima cómo está todo de polarizado: los buenos, los malos, la razón, la sinrazón… No sé si la gente lo tiene tan claro con esos discursos que se sueltan para mantenerse en el poder o para volverlo a pillar.

—¿Qué es lo que más le asquea del mundo contemporáneo?

"Me aterra salir a la calle y que me atropellen. La educación, los buenos modales, el perdón, el pase usted… han desaparecido"

—En general, como te decía, la tecnología me aterra. Me aterra salir a la calle y que me atropellen. La educación, los buenos modales, el “perdón”, el “pase usted”… han desaparecido. Veo gente con máquinas que no mira a la gente, centrados en una pantalla. Hace unos días, vi a dos que caminaban a toda hostia, como para embestirse, y venían de frente. Pensé: “¡El hostión que se van a meter!”. Y se metieron un cabezazo… ¡Se cayeron desparramados! No se pidieron perdón ni nada. A mí, en vez de ser como el buen samaritano y ofrecer mi ayuda, me entró un descojone… (risas) Lo veía venir. Luego están los de las bicis y los patinetes… Las calles me resultan hostiles. Igual me dices: “Antes tampoco es que fueran maravillosas”, pero la gente andaba por ahí, miraba los árboles, hablaba mientras andaba y tal… Ahora, seguro que va hablando, pero con una máquina.

—¿Hay algo que le guste de este mundo?

—Los mejores recuerdos que tengo. Tengo muy buenos recuerdos de muchas cosas. Los amigos. Resulta complicado verse: la gente tiene su vida y yo les veo muy poco, aunque hablo por teléfono y así. Las mujeres me han encantado desde que era pequeñito, pero ahora tengo que limitarme a mirarlas de lejos (risas).

—Escribe Sorrentino en su novela Todos tienen razón: “Queríamos poesía y lo que hemos recogido son achaques”.

—Sí, los achaques son horribles y corresponden a la naturaleza, pero he conocido la poesía algunas veces en mi vida. Y es muy bonita. Al menos, para mí. La poesía forma parte de mis recuerdos.

—“Siempre he resultado incómodo y sigo resultando incómodo”. ¿Por culpa de los curas de Salamanca?

"Mi experiencia fue traumática, los curas se comportaban de un modo feudal, con una crueldad hacia gente desprotegida, que son los niños"

—Sí, probablemente. Desgraciadamente, tuve que aprender a detestar el poder encarnado por ellos. En un internado, en aquella época, que era heavy. No sé cómo serán hoy los curas, no tengo ningún interés, no sé si existen, pero mi experiencia fue traumática, se comportaban de un modo feudal, con una crueldad hacia gente desprotegida, que son los niños… Ahí aprendí a detestar a la autoridad y, pues eso, me hicieron malo, entre comillas. Fui el malo de la clase. Era muy bueno, pero me quitaron la inocencia. A hostias y con crueldad. Tuve que descubrir, tempranamente, la injusticia, el sadismo del poder. Encima, si contabas a la familia las cosas que te hacían, igual te caía otra hostia más. A veces, cuando ocurría alguna movida en el colegio, preguntaban: “¿quién ha sido?”, no salía nadie, y decían: “Boyero, has sido tú”. ¡Algunas veces sí era yo, pero no siempre! Sí, de ahí me nació una desconfianza y un mal rollo enorme hacia el poder. Y el poder tiene tantas formas de manifestarse, puede ser tan mezquino, tan sutil… Digo yo que, en algún sitio, el poder servirá para hacer cosas buenas, pero no lo he constatado. Aunque el poder esté diciendo todo el día que no puede dormir, que están pasando todo el puto día en los más vulnerables… ¡Ellos, que son los más invulnerables, con un contrato con el Estado que les puede durar toda la vida! Hay mucha hipocresía.

—Todo aquello que vivió en el internado “explotó en mi cabeza. Me explotó concretamente a los trece años, y de pronto, en cuarto de bachiller pasé de sacar muy buenas notas a que me suspendieran en todas. (…) Ahí estalló la gran crisis que dura hasta el día de hoy”. ¿Cómo convive con esa crisis?

—Como puedo. Hay temporadas que me llevo bien conmigo mismo, incluso me gusto bastante. Son temporadas relacionadas con el amor. Y hay momentos y épocas oscuras y peligrosas. (Piensa) Tengo amigos, pero no tengo familia. Eso da un poco de vértigo. Luego, enfermedades variadas…

—¿Cuántas pastillas toma ahora?

—Doce diarias.

—De las legales.

—Claro, ¡prefería las otras! (Risas) Tengo diabetes, me tengo que estar pinchando, y vértigos, colesterol… Es una mierda ser viejo.

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—Escribe que, en su entierro, “si alguien se empeña en despedirme, que pongan una canción: “Acqua e sale”, interpretada por Mina y Adriano Celentano”. ¿Por qué esta canción en concreto?

—Eran dos personas ya mayores cuando grabaron eso. Dos personas machacadas hablando de la combinación de cosas que puede ser la vida: agua y sal. Y lo cantan con tal maestría, con tal complicidad…, es un acto de afirmación en la vida, aunque la vida sea como es, muy complicada y muy negra. Me inspira vida esa canción.

—Hablando de muerte y música, cuénteme eso de que Antonio Caño no quiso llevar a portada la noticia del fallecimiento de David Bowie porque él no lo conocía.

"No puedes dirigir un periódico, no te digo ya uno superimportante, y no saber y no tener la menor curiosidad por un tipo que se llamaba David Bowie"

—No puedes dirigir un periódico, no te digo ya uno superimportante, y no saber y no tener la menor curiosidad por un tipo que se llamaba David Bowie. Una de las cosas más grandes que le han ocurrido a la música para mí y para mucha gente. Y eso que yo me encabronaba con sus cambios de imagen, el glam y todo aquello… Digo: “¿Qué necesidad tienes? ¡Cantas como Dios! ¡Eres un compositor increíble, tienes un encanto fuera de lo normal! ¡Has cambiado veinte veces!”. Otro de mis dioses, al cual vi siete veces, era Miles Davis. Tiene una frase antológica. Invitaron a la Casa Blanca a una serie de grandes personalidades, y una multimillonaria tejana le vio, a un negro, con las pintas de Miles Davis, y le dijo: “Perdone, ¿usted por qué está aquí?”. Y le dijo: “Yo, señora, he cambiado la historia de la música del siglo XX tres veces, y usted, aparte de estar forrada, ¿ha hecho algo en su vida?”. He tenido la suerte de ver a casi todos mis dioses en concierto.

—¿Sigue yendo a conciertos?

—Sólo voy cuando actúa Van Morrison. Esté donde esté: si puedo, allá voy. Sólo iría a los que llevo viendo toda mi vida. Dicen que ahora los conciertos están llenos, que es imposible conseguir una entrada…

—Parte de esa tropa no va a disfrutar de la música, sino a hacerse la foto para Instagram.

—Pues ya me contarás… No sé cuál es el encanto de eso. ¿Sabes una cosa que no soportaba en los conciertos?

—Ilústreme.

—Las cerillitas.

—Ahora ponen la linterna del teléfono.

—¿Ah, sí? ¿Se mecen con eso? Bueno, pues que se diviertan.

—Vamos acabando, señor Boyero. ¿Cómo le gustaría ser recordado? Mejor, reformulo: ¿le gustaría que le recordaran?

"También encabronar tiene mérito. Es muy satisfactorio saber que, de alguna forma, he conectado con la gente"

—Me da un poco igual que me recuerden. Lo que sí me gustaría es saber que le he dado a la gente algo atractivo. Que me han leído o escuchado con interés. Que les he divertido. O que les he encabronado. También encabronar tiene mérito (risas). Es muy satisfactorio saber que, de alguna forma, he conectado con la gente. Eso ha estado ahí, no me lo puede quitar nadie. Es una historia tan larga y repetida… ¿Qué podéis hacer con el tal Boyero? ¿Arrinconarlo? Si es que llevo ahí toda la vida… Tampoco me puedo quejar. Aunque me gustan mucho los malditos y la estética del perdedor, de alguna forma, me digo: “No, tú no has sido ningún perdedor. En tu trabajo has tenido éxito siempre y, bueno, en la vida te han pasado muchas cosas, algunas tenebrosas, pero ahí están”. Y he disfrutado de las cosas que más me gustaban, me han dado muchos momentos de felicidad. Existe una estética del fracaso y gente que ha fracasado injustamente, con mucho para dar y expresar, y o les han entendido tarde, o no les han entendido nunca, y es lamentable y tremendo, pero no puedo aplicarlo a mi caso. No me ha ido mal, la verdad.

—¿Ha pensado en su epitafio?

—Mmm… Había una canción de King Crimson que decía: “La confusión será mi epitafio”. Ha habido confusión en mi vida, pero he estado muy seguro de muchas cosas. Que no pongan epitafio, ni que me quemen ni nada. Que el cadáver se lo coman los perros (risas). Como dice Van Morrison cantando a Bob Dylan: “Ahora todo se acabó, Baby Blue”.

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Felix
Felix
9 ddís hace

¡El cadáver que se lo coman los perros!

Boyero for ever!