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Cicatrices vivenciales

El prestigioso sello Renacimiento nos brinda el segundo título publicado por el poeta Pedro López Lara en su colección ‘Calle del Aire’. Quien esto escribe ya se refirió en una reseña anterior al primero, Singladura (2023). Autor prolífico —diez libros desde 2021— y de estilo inconfundible, su voz poética vuelve a dejar testimonio de un universo bien característico y minuciosamente armado. Incisiones es su nueva obra, donde fiel a la coherencia poética emplea una única palabra como título.

A la elegante y elocuente síntesis que proporciona el término “incisiones” se une el efecto que genera en el lector; más que solemnidad, su lectura produce una sensación de impacto. Respecto al concepto o conceptos que encierra, nos lleva en primer lugar a la acción de marcar un objeto con una herramienta cortante: ya su etimología —“corte” efectuado “dentro” de algo— puede sugerir una sensación de violencia o impacto, tanto para el sujeto de la acción como para quien la sufre, asiste a ella como espectador o la imagina; en segundo lugar, la idea de incisión como “huella” que marca a quien recibe los cortes puede referirse simbólicamente a las cicatrices vivenciales, acumuladas durante el existir y que conforman una personalidad, psique o forma de ver las cosas. Puede incluso que el protagonista, que conforma su ser a través de dichos “hitos”, devuelva esas incisiones en forma de críticas hacia el mundo, infligidas desde el desengaño respecto a cuanto le rodea. Creemos que en el significado dado por López Lara a tales “incisiones” puede haber un cúmulo de todos estos sentidos, prevaleciendo sobre ellos ese “cincelar” del autor lo que observa y describe.

Los títulos de las partes en que se estructura el libro son bien ilustrativos de esa cosmovisión, cosmología, cosmogonía o —si se quiere— “antagonía”, por cuanto el poeta emplea en su discurso una “oposición” hacia “doctrinas” y “opiniones”. En concreto, son cinco las secciones, en cuyos nombres destaca la dualidad —a diferencia del título del libro, de naturaleza monista, en los de cada capítulo existen dos términos—: Vicisitudes y tiempos; Memorial de la noche; Amor, hostilidades; Postrimerías, muertes; Ars poetica.

La primera de las partes —Vicisitudes y tiempos— nos sonará familiar, pues así titula López Lara el primer bloque de Muestrario (Huerga y Fierro Editores, 2024), su anterior poemario; de nuevo, la lógica o coherencia en el discurso poético o en el universo personal de quien escribe se hace patente. Asumiendo su contenido, resulta clara la convergencia de ambos conceptos en una sola definición: el orden de cosas que suceden a lo largo de una vida y la explican. El primer poema apunta metafóricamente a ese fuego que es la vida y al esfuerzo del individuo por mantenerlo vivo: “Éramos incendiarios, apilábamos / nuestros instantes en la hoguera”. El empleo del plural alude a la generación a la que perteneció quien narra, a su pasado o primera llama de juventud. Sin embargo, el segundo parece contraponer a ese fuego juvenil un fuego interno y consustancial, cuya acumulación puede hacer “arder” a quien lo atesora. Las distintas llamas suponen un recuento biográfico y, al hacer memoria del fuego personal, puede tener la vida presente un resultado inesperado o indeseado. En el poema XIV se vuelve sobre la idea de arder y hacer arder: “Lo de veras valioso es vivir sobre / el fuego, y consumirse al fin en él”.

El poema III se refiere a la “belleza” que presenta el mundo, en su promesa de ser mejor de lo que luego será. El desencanto, en efecto, llegará progresivamente, pues ese “esplendor”, que remite a la luminosidad —por cuanto la alimenta— de la llama previa, no termina de engañarnos. Más adelante, en el poema XII, se advierte de lo que presagia el niño respecto a lo que será su vida y que después callará. También en el poema Los datos se emplea la idea de la luz clara como elemento positivo que parece emitir el mundo, para dar a entender que ya no se contempla así, aunque de ese modo se recuerde: “Resplandecía, eso seguro”. La forma de acumular lo que verdaderamente vale la pena para rememorarlo en caso de necesidad está en el poema V: “Sé exactamente dónde / escondí lo importante. / Y sé que sigue ahí, / tesoro demorado, esperándome”. En el poema XLI, a esto se lo llama “mercancía nostálgica”. En contraposición, también existirán “instantes sin sustancia ni interés” que conformarán el “telar insípido” del poema XLIV. La fortuna vital se pone sobre la mesa en el poema VI como factor igualmente esperanzador, recurriendo a la protección mítica de los dioses: “Pero te sonrieron una vez, inolvidablemente”.

Lo inescrutable del camino que se transita en el existir aparece en el poema VII, siendo a su vez reflejo de la confusión de lo que queda por andar y de lo que ya se ha realizado: “rutas que sin reconocerse / se entrecruzan a veces y extrañadas sienten / un susurro de pisadas, antiguas, que no entienden”. Ese pasado nos acusa haciéndonos responsables de lo hecho a través de los recuerdos, como sentencia el poema VIII. Se trata de una lucha con nosotros mismos, en el poema IX: “No quiero hablar con ellos. / Supongo que sobre eso versan, / que es de eso de lo que se quejan / los absurdos mensajes que recibo de mí mismo”. Si en el poema XXX los individuos son “animales de inculcados hábitos” que “fuera del zoo” se sienten “desamparados”, en el poema XVl se describe el tiempo como recuento de lo anterior y lo actual que podrá ser tramposo en la memoria, pues esta tiene su propio tiempo, “sus calles que recorre ensimismado”. En el XVII se alude a lo vulgar del presente, justificándose así “su clara / tendencia a profesar en el pasado”. Como partícipes de un puzle, tratamos de componer una imagen con las piezas de lo que ya fue, mientras el destino se va haciendo “pedazos” —poema XIX—. En el poema XXVI aparece el “mosaico” del tiempo, donde colocamos “teselas al azar, / sin un modelo previo al que atenerse, / crecientemente atónitos al vislumbrar / la imagen increíble que se va formando”. El factor incontrolable dentro y fuera de nosotros surge como espada de Damocles, lo no escrito y azaroso del destino, en el poema XI: “Pende sobre nosotros el croupier. / Deja caer algunas cartas”. Son los naipes quienes “dirimen” la jugada como un “asunto privado” en el poema XXIX. A pesar de todo ello, el poema XLII nos obliga a reconocer que nosotros también participamos, actuando en ocasiones con un mal envite que determinará muchas cosas: “Digno de lamentar es sobre todo el desperdicio / de aquella astral, irrepetible, baza”.

En el poema XIII se juega al engaño recíproco entre el ser y la existencia: “La vida se hace de nosotros una idea falsa. / Y nosotros, corteses como somos, / le correspondemos”. El poema XXIII habla de las falacias con las que reconstruimos nuestra historia, tratando de mentirnos para sobrevivir a nuestro propio pasado: “Lo más común es que el sobreviviente / renuncie a tanta y tan confusa herencia, / y se hilvane en una historia cualquiera”. No obstante, ya en el poema XVIII se nos advierte de que “los perros del pasado” son liberados “una vez al año”, recordándonos “quién sigue siendo aquí el amo”. Tal vez el problema esté —como apunta el poema XXXIII— en el no saber apreciar lo que se tiene delante, evitando mirar el “prodigio” que se nos ofrece.

El segundo bloque del poemario, Memorial de la noche, abre ante nosotros el cúmulo de atributos que ostenta el universo de lo nocturno y su influencia en el individuo. Leyendo este tramo resulta inevitable pensar en Baudelaire o en Novalis. En el poema inicial, se hace hablar a la noche personificándola; esta se dirige al lector como una especie de Mefistófeles, informándole de lo que le puede ofrecer (“Yo te prometo, mientras sigas / en mis dominios, la inmortalidad”), y dando a entender lo que le puede quitar (“El precio lo conoces ya”). En los siguientes poemas la temática parece derivar hacia ese pacto fáustico hecho por los seres mortales al imbuirse en la nocturnidad. Así, en el poema LXI se “recuerda” la realidad como lugar habitado por “gentes que apostaban cada una de sus vidas / a una insólita carta y, satisfechos, la perdían”. En el poema LXII se afirma: “Hay noches a las que sería indigno / sobrevivir. Noches que reclaman para sí / la vida que han envenenado y abarrotan”. Como vemos, la noche es sobre todo tentación, ya adopte unas formas u otras, como las “odaliscas” del poema LXIII que “supieron bailar, / bellísimas, para nosotros”. Su visión se juzgará como “delirio”. Tras tanta negrura está también la “epifanía” que hay que saber buscar. Lo asegura el poema LXIV: “Es el trabajo oscuro / de innumerables noches”. Lamentablemente, y pese a su luz, no podrá ser recordada (“De ella tan solo queda la conciencia / terrible, irrefutable, de que ha sido”). Suceden finalmente la despedida y el desengaño, en el poema LXIX: “Noche, tú y yo fuimos amigos, / de esos —pero constaba así en el trato— / que cuando llega el desenlace se traicionan”.

El título del tercer bloque, Amor, hostilidades, plantea ya una fuerte dicotomía —aunque entre los conceptos empleados pueda haber un solo paso, tan lejos y tan cerca—. Comienza esta parte con un engañoso refulgir amoroso, en el poema LXXII: “Giraba el mundo en torno nuestro, / y era radiante. Es cuanto recuerdo”. Continúa ese motivo en el siguiente poema, cuyo título resulta bien ilustrativo: Así era. En el poema LXXV emerge la idea del amor cruel, un arquetipo que remite a la femme fatale del cine negro o a las sirenas homéricas, expresado con cierto masoquismo irónico: “Echas de menos las mujeres. / No a todas o cualquiera. Solo a aquellas / que sabían susurrar al oído / las terribles canciones. / Aquellas que después bailaban, inclementes, / jugándose tu vida al ritmo de ellas”. Es inevitable recordar aquí a las anteriores odaliscas nocturnas. Con el poema LXXVI acude la revelación de lo efímero del amor, así como la habitual negativa a reconocerlo: “Se disipa luego, / y lo hace minuciosamente, por completo. / Mienten —son multitud— quienes afirman / que lo añoran […] // . Mienten, sí, porque saben / que lo perdido los incluye y quieren / —somos así— continuar viviendo”. En el poema LXXVII surge una ingeniosa contraposición a lo anterior, pues el emisor acepta irónicamente ese acabamiento del amor: “En el estante / de los amores caducados, no hallé el nuestro. / Hablé con el bibliotecario, / que, diligentemente, tomó nota, prometió gestiones”. En el poema LXXIX retornan las agudas contradicciones: “Andábamos tú y yo, por separado, / en busca de nosotros. / Luego el proceso se repite, pero justo al revés”, frente a las cuales la voz poética parece rebelarse: “¿Pero esto qué es: / una magia absurda, un acertijo, un dilema / seudofilosófico, un fraude autoinstalable, / algún error en el sistema? // ¿En qué sistema?”.

Desde el Eros, pasamos al Thánatos en la cuarta parte, Postrimerías, muertes. El poeta finge subir a la barca de Caronte para atravesar la Estigia y poder desde la otra orilla echar la vista atrás, hacia lo que ha sido. El poema CIII habla precisamente del recuento: “No olvides anotarlo al margen, / escolio y jeroglífico: / fuiste feliz más de una vez”. Esa laguna lúgubre adopta una apariencia hermosa en la Venecia “universal” —por su único verso— del poema CXXIX: “Lentamente hacia entonces —le diré al gondoliere—“. El pasado retorna físicamente en el poema CIV: “Esa sombra que vuelve —la fatiga en sus ojos—, / buscando amparo o tal vez compañía, / yo la conozco, no fraterna, filialmente. / Abro las manos y le digo: Mira, es cuanto tengo. // Ella asiente en silencio y se acomoda / al pie de lo que fuimos”. Árbol, estatua o edificio vital, lo que se erige en este poema muestra su cansancio en el CVI: “Cuando se llega a cierta edad, / los pecados se cometen sin ganas. / Falta el escalofrío que signaba / la fe, la transgresión, la pérdida del alma”. Es el final y, como en el libro del Apocalipsis, todo debe quedar fijado. Lo dicta la propia experiencia, según el poema CVII: “Míralo todo bien, porque muy pronto / desaparecerá. // Nadie nos hizo esa advertencia”.

Queda tiempo en ese recuerdo de lo anterior para retomar lo que “fuimos”. En el poema CXI el autor se desdobla y dice así: “Decidle a aquel que fui que he vuelto. / Que vaya disponiendo / algún rincón tranquilo en que charlar / de cómo era todo aquello, los viejos momentos. // Sin prisas, largamente. / Si hay algo que nos sobre, es el tiempo”. La renuncia a desaparecer siempre estará presente, la no asimilación de la muerte. Lo advertimos en el poema CXVIII: “Al fin, nada sabemos, ni tenemos ya nada / que decir, / nadie a quien decirle nada. / Por eso es triste que aun entonces algo, / algo entrañablemente nuestro, / quiera y se avenga a proseguir”. El final de la vida permite dejar a un lado cualquier fingimiento frente a los demás, como leemos en el poema CXIX: “Puedes dejar de sonreír. El cámara / ha terminado su trabajo y se retira ya”. Queda la perdurabilidad del recuerdo por encima de la carne, lo que dejamos en los otros (poema CXXII): “Nosotros y la muerte. / El dilema es sencillo: / se trata de saber / quién sobrepasa a quién”.

Llegamos al último tramo del poemario, Ars poetica, formado por un compendio de textos en que se reflexiona acerca de la propia poesía y que constituyen en su conjunto una especie de manual de instrucciones poético. Comenzamos con el poema CXXXI, donde se remite a la caprichosa inspiración, desaparecida tantas veces cuando se busca y obtenida cuando no se pretende en otros casos. Hay que aceptarla siempre, debido a su carácter milagroso: “La palabra se entrega cuando no la buscamos. / Su teatralidad innata la lleva a diseñar / la puerta por la cual hará su entrada, / también el vestuario y la escenografía: / Voilà, lo ves, soy un regalo”. La escritura debe conllevar ciertos atrevimientos, como atestigua el siguiente poema: “El poema ha de incurrir en algún riesgo, / del que conseguirá salir después, aunque no ileso. / Debe el poema convertirse en algo / que supo ser herido”. En otro texto se incide en lo que diferencia al poema breve del extenso: “Es el poema largo una excursión / que anuncia y satisface a veces / expectativa y giros, sinuosos percances. // El breve, en cambio, es solo precipicio”. La lección de humildad llega en el poema CXXXVII, donde se alecciona al poeta sobre su función de mero transmisor de lo que busca quien le lee: “Tus sentimientos —créeme— a nadie importan. // Lo que el lector anda buscando son palabras / que suenen bien y tejan un diván, / hagan después brotar en él, acogedores, / el sueño o la amnesia”. Esta crítica al ego de los poetas se repite en el poema CXL (Los profundos): “Buceadores del abismo, emergen luego, / cubiertos de algas y otras porquerías, susurrando / que han descubierto algo, / que están al fin en posesión de algún secreto. / Que en cuanto ignoren lo que es van a ponerlo en verso”. En otro poema se recurre a la metáfora del escritor como pescador, como alguien que, más que “buscarlo”, permite que el hallazgo ocurra: “Puede el poema a veces ser revelación, / algo que alguien o algo transfiere. // Dicho así, queda bien, pero lo cierto es / que tales magias son poco frecuentes. / Por lo común, se trata simplemente de algo / que cae en una red, de un pez que atrapa / un pescador vulgar, sin dotes telepáticas, / que se limita a ejercer su oficio: ser paciente”. Es una idea relacionada con el texto final del poemario, en el que se habla de la imposibilidad de la propia poesía: “Hoy no podré abastecer / de versos este poemario. / Hoy es un día en que la vida / no se posa, se hinca. // La vida, que no tiene nada que decir, / excepto esto: / No soy versificable”.

Final apoteósico y consecuente de estas “incisiones” poéticas, con las que Pedro López Lara retorna —aunque nunca se fue— a su fórmula de humor, crítica y rotundidad expresivas. La sorpresa constante que nos ofrece es meritoria en sumo grado, pues se alcanza sin renunciar en ningún momento a un imaginario conocido ya por el lector, pero al parecer inagotable. Su voz poética es depurada, concisa y —valga la redundancia— incisiva. Damos desde aquí las gracias al autor por hacernos creer —una vez más— en la poesía.

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Autor: Pedro López Lara. Título: Incisiones. Editorial: Renacimiento. Venta: Todostuslibros.

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