Hay lugares cuya historia adquiere un marchamo tan legendario que cuesta pensar que todavía forman parte de la realidad. Cuando Palmira me dijo que había reservado mesa en la Venta de Vargas, aprovechando la casualidad que nos reunió a unos cuantos amigos en Vejer de la Frontera, me sonó igual que si me hubiese anunciado que haríamos una excursión nocturna a Comala o que a la caída de la tarde nos citaríamos para contemplar el crepúsculo en alguna pradera con vistas a los horizontes de Yoknapatawpha. La Venta de Vargas era el territorio mítico en el que se había vuelto infinito el cante, la tarima que ahogaba en alcohol las voces desgarradas de los mejores apóstoles de los márgenes, la caverna de risas y sudor, de pistolas y cuchillos, donde había refulgido la estela de unos cuantos de los más grandes en veladas que uno quería imaginar larguísimas, perturbadoras, extenuantes. Un espacio confinado en un tiempo abolido y a la vez eterno, ése donde habitan los mitos, y cuya existencia se da por constreñida al imaginario que conforma ese mapa que cartografía los lugares donde tan felices pudimos ser, pero que consideramos adscritos a un pasado que sólo nos pertenece en términos sentimentales y no literalmente biográficos.
Pero encontramos la Venta de Vargas tan a las afueras de San Fernando que ni siquiera fue necesario introducir en el ordenador del coche sus coordenadas: antes de que pudiéramos buscarla ya la habíamos encontrado. Fue atravesar su puerta y respirar los ecos de otra época, sentirse partícipe de una liturgia pagana a la que le han ido menguando los fieles pero sabe mantener a salvo la esencia de sus ritos, vertebrados en torno a un santoral laico cuya deidad más venerada extiende su sombra por todos y cada uno de los salones en los que a esas horas se comía y se bebía como si estuviera el fin del mundo a la vuelta de la esquina. A José Monje Cruz se lo admira tanto en estos pagos que hasta le han construido un museo a la misma vera del restaurante con tablao que le debe buena parte de su fama, pero no teníamos tanto tiempo como para apreciar toda su sustancia y preferimos dar un paseo por el pueblo hasta que los relojes marcaran la hora de sentarnos a la mesa. Era una tarde tórrida de agosto y el sol desplomaba todo su rigor por unas calles desiertas en las que sólo resonaban nuestras voces y las de los parroquianos que entraban o salían de las tabernas. Parecía San Fernando, con sus aires coloniales, un paraje varado en algún margen olvidado de la historia, un poblado del Salvaje Oeste que observaba con suspicacia los pasos desorientados de los pasajeros que, recién llegados y perdidos, buscaban un refugio fresco en el que ponerse a salvo del verano. Estaban bajadas todas las persianas del hotel Roma y cerradas a cal y canto las puertas de la iglesia de San Pedro y San Pablo. El teléfono móvil nos informó de que seguía abierto el cementerio. No quedaba demasiado lejos, tan sólo unos diez minutos de asfalto derretido y flores derrengadas en las macetas que de cuando en vez se iban asomando a las cornisas. Llegamos ante la tapia al mismo tiempo que una familia gitana, cuyos miembros cruzaron el umbral con una emoción parecida a la que deben de experimentar los peregrinos que por primera vez ponen sus pies en tierra santa. La tumba se dejaba intuir al fondo, a la izquierda, y para llegar a ella había que cruzar todo el camposanto, pequeño y a su manera bello, como un puerto propicio al abrigo de los náufragos. Se dispusieron a su alrededor como se congregan los fieles en torno al altar. Dos mujeres dejaron unas flores sobre la lápida y después una de ellas se arrancó a cantar —la mirada puesta en la escultura que, dentro de una hornacina, reproducía la efigie y la actitud del maestro—, mientras la otra ejecutaba unos tímidos pasos de baile. Sus maridos y sus hijos y sus hijas, sus padres y sus madres, sus tíos y sus tías y sus sobrinos y sus sobrinas, les dedicaron al finalizar un aplauso intenso que resonó también a mayor gloria de su destinatario. Luego uno de los hombres se acercó a la escultura y le tendió un Winston, «va por ti»; nosotros pusimos rumbo a la salida con la emoción crepitando aún en la sangre, meditando que muy bien lo tiene que haber hecho uno en la vida para que treinta años después de su último suspiro lo recuerden con la devoción con que estas buenas gentes se conmovían ante la tumba de Camarón.


Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: