Lo pregunto porque hace unos cuantos días, en una terminal de Madrid Barajas, escuché cómo una pareja discutía sobre la existencia, o no, de la isla de San Brandán. Un atolón que aparece y desaparece a capricho, sin atender a las necesidades de los millones de influencers que se desplazan a las Islas Canarias a posturear un rato. Es decir, una isla cabrona. Aquella conversación, que se encendía por momentos como si de política nacional se tratase, terminó por conmoverme. Y es que, pese a mil y un impactos digitales y tertulias que luchan intrépidamente por lobotomizarnos mente y espíritu, somos, en esencia, tipos con tanto o más asombro que aquellos que poblaban campos, villas y ciudades en el siglo XIII. Naturalmente, yo, que escribo estas líneas mientras atiendo a través de mis auriculares las merengonas letras de Juan Luis Guerra, también lo soy. ¿Os pensáis que no iba a buscar la isla esa del demonio de tener un catalejo y estar rascándome la barriga en la playa? ¡Por supuesto! Es más, no tengo pruebas, pero tampoco dudas, de que iría, cual Indiana Jones, tras las huellas del fraile que dio originalmente con el peñasco y que resultó ser, según se dice, el lomo de una gigantesca ballena.
Lo reconozco, soy un hedonista y tengo mucha culpa de lo que está pasando. Esta fiebre medieval que nos pica a todos la he puesto de moda sin querer queriendo. “Oye, Fabio, voy a Estados Unidos, ¿qué me recomiendas?”. Hombre, pues… jubón, capacete y, como Hernando de Soto, buscar las Siete Ciudades que fundaron, se cree que por allí, un grupo de obispos que salieron de la vieja Iberia huyendo del tsunami islámico. Claro que también podrías seguir los pasos míticos de la Fuente de la Eterna Juventud y ponerte en la piel de Ponce de León, pero con bebida isotónica y gafas de sol pintonas. Ambos relatos —también el de la Isla de San Borondón o San Brandán—, hunden sus raíces en tiempos muy, pero que muy lejanos. Mucho antes del primer hit de Dua Lipa, mucho antes de que Coppola estrenase El Padrino, mucho antes de que la PanAm se sacara de la manga el 747, y es más: en lo que refiere a la Fuente de la Eterna Juventud… ¡Mucho antes de que naciera el propio Jesucristo! Porque hubo un griego muy ambicioso y con melena, de los que amanecen sintonizando Rock FM, que se lio la manta a la cabeza yéndose a buscar el manantial a las entrañas de Oriente.
¿Qué tienen los mitos que nos pican tanto? De esto entiende mucho una mujer que me da mil vueltas escribiendo y pasea su estilo por los pasillos de esta editorial, Zenda. Pero como ella —MJ Solano— no está aquí ahora, os lo voy a decir yo: los mitos se escapan a nuestro marco lógico. Se anclan en la infancia sobre la que evolucionan los elementos y las sociedades y preservan la entidad primigenia de lo que somos. Esa y no otra es la clave de la obsesión que nos despiertan. ¿Pero cómo cuernos no ir en busca de algo que nos mantendría en nuestro peak físico —perdón por la lexicofilia de redes sociales—, con lo guapos que somos algunos? ¿Cómo no ir al encuentro de una metrópoli levantada con pepitas y planchas de oro del tamaño que puede tener el ego de Morante después de triunfar en Las Ventas? Imposible, oigan. Cuando los españoles cruzamos ese “viejo mar profundo” —dice la famosa folía— custodiado por los atlantes de Poseidón, lo hicimos gracias a un ¿genovés? que amalgamó, como el mejor alquimista, un espíritu mesiánico, deseo de aventura y, hete aquí, los mapas más señeros realizados a lo largo de ¡mil años! Fíjate tú, ¡pudiendo ser moderno! Gracias a él, España rebasó las columnas de Hércules llevando a gala el mito, mientras que asentaba otros tantos en paisajes pletóricos. ¿Se derrumbó entonces el mundo antiguo o sólo se transmutó mientras seguía su curso hacia el futuro? Lo segundo más bien, porque ni la Razón, tan diociochesca y peripuesta en su “siglo de las luces”, quiso hurtar, aun pudiendo, la palpitante llama del acervo medieval. Ahí estaba, como un bumerán escolástico que, pese a los recelos académicos, fue la centinela de aquello para lo que la propia Ilustración no tenía: inspiración.
Los que llegaron después, exasperados por medir la vida con compás, decidieron soltar la mano a los formalismos para reencontrarse con el tacto emotivo del amor cortés y la miscelánea excitante del honor y la piedad. Reinventaron el periodo que nos ocupa con un imaginario que ahora se ha fortalecido en un escaparate medievalista en el que poder escoger a la carta. ¿Sois más de medievalcore, castlecore y knightcore? Son algunas de las corrientes que hoy parten la pana y nos ayudan a no ser devorados por el aturdimiento tiktokero. ¿Qué por qué nos gusta la Edad Media? Porque nos parapeta frente a la superficialidad y nos recuerda que nada se gana perseverando en nuestras propias fronteras —sí, amigos, el feudalismo es un mar de tópicos—. Porque nos estimula para que entendamos lo prodigioso que es observar sin mayor quehacer. Porque nos vuelve sencillos y hasta nos devuelve algo tan atávico y humano como es tener miedo, que pese a lo que uno pueda pensar, nos hace bastante menos idiotas. Todo ello en una cotidianidad que se justifica, precisamente, por la tradición mítica. Ah, por cierto, que no querría quedar como un bellaco: si queréis entender mucho, pero que mucho la Edad Media, seguid a doña Consuelo Sanz de Bremond, que para eso está en medios sociales, guerreando contra las perogrulladas con más ahínco que los beligerantes en Las Navas.




Un mito es una verdad fundamental, vestida por las encantadoras adiciones poéticas de ese juego del teléfono que es la tradición (que significa transmisión) oral. No hay que confundir la verdad con la hojarasca, pero tampoco pueden separarse. La Fuente de la Eterna Juventud fue descubierta hace siglos. Otra cosa es que los hombres quieran enterarse.