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Cómo retratar un domingo por la tarde

Cómo retratar un domingo por la tarde

La nueva novela de Jorge Alacid, continuación de Los seres queridos, aunque con argumento independiente, tiene como protagonista a un periodista que, tras entrar a trabajar en el gabinete de prensa del alcalde, se pone a buscar personas desparecidas.

En este making of Jorge Alacid cuenta cómo escribió Las horas muertas (Pepitas).

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23 de abril en Barcelona. Rosas y libros. En el Arco de Triunfo voy a conocer al lector número cero de Los seres queridos, a quien tanto debo. Gilles aparece por el puesto de Pepitas con su aire de duende gentil, saluda a Víctor, luego a mí. Me habla en un español que se va cayendo a trozos, precipitando las palabras para que, como en un proceso natural de decantación, digan lo que tienen que decir. Le comento que siempre estaré en deuda con él. Julián Lacalle, el editor, se fía de sus recomendaciones como si fueran una especie de evangelio laico y literario. Cuando le devolvió el original de la novela, le participó de su entusiasmo con tanto fervor que fue casi directamente a la imprenta, previas correcciones, así que nos damos un abrazo con una intensidad especial por mi parte. Un gesto de agradecimiento infinito que, sin saberlo yo, activaba Las horas muertas, cuyo alumbramiento nace a partir de la confidencia que me traslada: “Tienes que seguir escribiendo, no puedes dejar ahí a Viberti”. Y como ve que sus palabras me confunden, prolonga el abrazo: “Has conseguido lo más difícil, crear un personaje. Tienes que escribir otra novela”.

"La sombra tutelar de Vázquez Montalbán no sólo me guiaba. También me daba el punto de seguridad que necesitaba para que la novela fuera progresando"

El viaje en coche desde Barcelona a Logroño media unas cinco horas. Paro en un área de servicio donde no tienen Coca-Cola, solo Pepsi. ¿Es una señal? De niño, cuando iba a Barcelona con mis padres, me encantaba que en los bares sólo hubiera Pepsi, invento desconocido por Logroño. Sí, era una señal. Acababa de sellar un contrato de fidelidad con Gilles con mi padre ejerciendo de médium desde el más allá, para devolverle la fe que había depositado en mí. La comparación no es muy pertinente, pero me vino a la cabeza (siempre me acompañaba en algún rincón de mi conciencia) la carta de Camus a su profesor cuando ganó el Nobel. Aquellas líneas inolvidables: “Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que yo era”… etcétera. Algo del espíritu de esa frase latía en las palabras con que Gilles me despidió, parecidas a las que otros lectores me habían dirigido cuando leyeron Los seres queridos y me animaron a continuar avanzando. ¿Hacia dónde? Ni idea.

"Yo quería retratar un mundo donde siempre fuera domingo por la tarde. Cuando todas las horas son muertas"

Me fui haciendo cábalas durante el viaje, porque soy sensible a esta clase de comentarios, sobre todo cuando vienen de (casi) perfectos desconocidos, que no tienen que exagerar la lealtad hacia quien apenas conocen. Suenan sinceros como sonaban las palabras de Gilles, crepitando en mi corazón mientras avanzaba por la autopista y ya sabía que escribir Las horas muertas era una obligación moral contraída con el lector número cero, con los que vinieron después y con la memoria paterna. Ya entonces quería contar lo que luego pasé a limpio, durante un proceso de escritura feliz y soleado como aquella mañana del Día de Sant Jordi. Una historia de desasosiego, por donde transita un grupo de personajes que no saben quiénes son, inquietos por un presente que les confunde y un futuro que les acongoja. El misántropo Viberti cabalgaba de nuevo, esta vez en compañía de un escudero (Goñi) que me permitía el juego tan gozoso de practicar el choque de opuestos. Pensé en Carvalho y Biscúter. La sombra tutelar de Vázquez Montalbán no sólo me guiaba. También me daba el punto de seguridad que necesitaba para que la novela fuera progresando.

Más o menos ya sabía hacia dónde se dirigía Las horas muertas. No tenía mapa pero sí brújula. Escribía siguiendo el mandato que me había trasladado el editor cuando le confié que estaba en marcha: que fuera autónoma, con personalidad propia. Que tirase del hilo de Los seres queridos pero que ese hilo fuera invisible. Quien hubiera leído la primera novela tendría como recompensa cuanto Gilles había alentado, pero quien descubriera en Las horas muertas a Viberti y el alma que habita en sus páginas sintiera que cortaba la cinta inaugural de una narración que pretendía como la anterior desnudar una atmósfera muy especial: el clima moral de la España de la Transición. Yo quería retratar un mundo donde siempre fuera domingo por la tarde. Cuando todas las horas son muertas.

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Autor: Jorge Alacid. Título: Las horas muertas. Editorial: Pepitas. Venta: Todos tus libros.

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