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Conchita Montes, la señora de un paraíso perdido

Conchita Montes, la señora de un paraíso perdido

En mi dichosa infancia, en el Madrid pretérito, había señoras que aunque aparentaban ser del Régimen, no lo eran. A menudo incluso lo padecían, como cualquier disidente. Las recuerdo flotando en esos aromas de Myrurgia —Maja, Maderas de Oriente…— que, cuando eran de la familia o alguno de sus hijos te llevaba a comer a su casa, te dejaban al saludarte con un beso en la mejilla. Las tengo entre las mejores personas que he conocido en la vida, como si no hubieran pasado esos cincuenta y muchos años desde que celebraban lo que había crecido, exhortándome a estudiar y a ser bueno. Temo haberlas defraudado cuando creo volver a verlas al admirar a Conchita Montes en las películas de Edgar Neville, casi todas localizadas en un Madrid, siempre pretérito, pero aún más remoto que el mío: Domingo de carnaval (1945), donde intentó recrear el Madrid del pintor expresionista español José Gutiérrez-Solana a través de sus encuadres; El marqués de Salamanca (1948), sobre el impulsor del lujoso barrio; Mi calle (1960), una polifonía vecinal sobre el medio siglo que se fue en un lugar impreciso, imaginario, de La Latina, entre la llegada del tranvía y la del autobús…

Para el gran Edgar Neville, Madrid siempre fue un paraíso perdido, que tuvo en la gran Conchita Montes su señora. Sí señor, el maestro y su musa nos hablaban de ese Madrid eterno, aunque tan denostado, criticado y acosado como el Madrid de cualquier época por la izquierda española que, en el derribo de mi amada ciudad, sintetiza el derribo de esa España de la que abomina.

"Descubrí a Conchita Montes a finales de los años 80, con motivo de las revisiones de las que fue objeto su filmografía cuando le fue concedida la Medalla de Oro al Mérito a las Bellas Artes en 1989"

Sólo por ese casticismo —en la secuencia de la mascarada de Domingo de carnaval, más próximo al expresionismo alemán que a cualquiera de las innumerables versiones de La verbena de la Paloma que jalonan la historia del cine patrio— puede hablarse de la perfecta simbiosis que hubo entre Edgar Neville y Conchita Montes como de una heterodoxia respecto a la ortodoxia de la pantalla autóctona, más proclive al ruralismo. Pero son más las cuestiones que permiten abundar en este sentido y concluir que esta singularísima actriz, que hizo de su fina ironía el mayor encanto de sus interpretaciones, sin caer por ello en modo alguno en la monotonía, fue toda una heterodoxa en la España de su tiempo. Y no digamos desde la perspectiva de esa interpretación actual que, como tantas cosas en nuestro siglo, busca el marchamo de su autenticidad en la exaltación de la vulgaridad de la gente más sencilla.

Descubrí a Conchita Montes a finales de los años 80, con motivo de las revisiones de las que fue objeto su filmografía cuando le fue concedida la Medalla de Oro al Mérito a las Bellas Artes en 1989. Me sorprende que ahora, que tanto se airea a todas las mujeres de antes, que brillaron en el pasado por el valor de su obra y por su independencia, apenas se hable de ella. Bien es cierto que los 80 fueron los años de “aquel PSOE”, que lo llama ahora Virgilio Zapatero en las memorias que le dedica, y aquel PSOE era mucho más abierto y conciliador en su política cultural que el de ahora. Sí señor, aquel PSOE del 89 no mostraba este encono hacia Madrid del de Pedro Sánchez. Todo lo contrario. Y eso que, como el de ahora, aquel PSOE del 89 también confiaba el ministerio de cultura a un antiguo comunista. Pero Jorge Semprún —Federico Sánchez en la clandestinidad—, el ministro que concedió su distinción a Conchita Montes, era un comunista tan heterodoxo que en 1965 fue expulsado del PCE por los estalinistas, y las autoridades franquistas, pese a las reticencias de algunos de los prohombres del Régimen, acabaron por extenderle un pasaporte a su nombre.

"Hay constancia de su amistad con José Ortega y Gasset y Eugenio D’Ors, o de que Gregorio Marañón fue el prologuista de El damero maldito, uno de los libros más celebrados de tan singular actriz"

Conchita Montes fue, siempre y bajo cualquier circunstancia, una mujer independiente que hizo en todo momento lo que le vino en gana. Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo —autores de la única biografía que la recuerda, Una mujer ante el espejo (Bala Perdida, Madrid 2021)— la describen como alguien que rompió todas las reglas en la España de su momento, aquella donde las personas como ella sólo podían llegar a ser “señora de…”.

Nacida en el Madrid de 1914, su primera vocación fueron las letras. No hay noticia de que pasase por la Residencia de Señoritas de la calle Fortuny o cualquier otro de los centros, en la senda de la Institución Libre de Enseñanza, donde se formaban las jóvenes de la burguesía ilustrada. Pero sí hay constancia de su amistad con José Ortega y Gasset y Eugenio D’Ors, o de que Gregorio Marañón fue el prologuista de El damero maldito (50 dameros inéditos) (1944), uno de los libros más celebrados de tan singular actriz. Pero no adelantemos acontecimientos.

"Cuando finalmente pudo verse Frente de Madrid en la España democrática se comprendió el desdén que el Régimen dedicó a la cinta"

Se licenció en Derecho con el propósito de iniciarse en la carrera diplomática. Al final acabó estudiando Filología Hispánica en el Vassar College de Poughkeepsie (Nueva York). Su inglés era tan perfecto que incluso llegó a intimar con Charles Chaplin en el Hollywood de los años 30. Fue allí, en Estados Unidos, donde se aficionó a los crucigramas dobles, que ya en 1944 traería a España dentro de las páginas de La Codorniz —paradigma de la edad de oro de la prensa satírica patria— a instancias de Miguel Mihura. También fue allí, al conocer Hollywood, cuando empezó a interesarse por el cine.

Corresponsal durante la guerra de algunas publicaciones de corte falangista, conoció a Edgar Neville cuando escribieron juntos el guion de Frente de Madrid (1939), que ella misma protagonizaría. Integrante, junto a Sin novedad en el Alcázar (Augusto Genina, 1940) del díptico que la Italia fascista dedicó a la mayor gloria del bando franquista en la Guerra Civil, el rodaje tuvo lugar en Roma unos meses antes del fin de la última de nuestras contiendas fratricidas. De modo que Conchita Montes, tras descubrir el cine en Hollywood, debutó en él en Cinecittà.

"Esa fraternidad que se da entre dos enemigos al compartir su último trance es una apuesta por la paz, un voto en contra del sempiterno cainismo de los españoles"

Frente de Madrid está ambientada en el Madrid de las checas, en el Círculo de Bellas Artes, en la calle Fomento, en 49 casas del pueblo socialistas…; el Madrid de las sacas de la cárcel Modelo; aquel Madrid donde, cualquiera de las cuadrillas de asesinos, que tenían todos los partidos políticos y sindicatos que defendían mi amada ciudad cuando tan heroicamente resistía los bombardeos franquistas, perfectamente podían matar a alguien en las madrugadas de la Pradera de San Isidro, por ir o haber ido a misa antes de la guerra. En fin, la filiación del primer largometraje de Neville —como la de su productor italiano, Baldassare Negroni— es inequívoca. Con todo, cuando finalmente pudo verse Frente de Madrid en la España democrática —se dio por perdida durante décadas, y las copias que muy restringidamente circulan ahora tienen su origen en una encontrada fortuitamente en Italia— se comprendió el desdén que el Régimen dedicó a la cinta. En su última secuencia, tras contarnos que los republicanos dan muerte a Carmen (Conchita Montes), luego de haber descubierto que es una quintacolumnista, Neville nos presenta a Saverio (Fosco Giachetti) yendo a buscar la muerte, desesperado tras haber sabido de la de su novia. El combatiente franquista cae mortalmente herido en la tierra de nadie que deja el frente de la Ciudad Universitaria. Junto a él yace un soldado republicano que ha corrido la misma suerte. Esa fraternidad que se da entre dos enemigos al compartir su último trance es una apuesta por la paz, un voto en contra del sempiterno cainismo de los españoles, que a buen seguro no gustó al franquismo. Ésa debió de ser la causa de que el Régimen condenase Frente de Madrid al mismo olvido que habrían de condenar Rojo y negro (Carlos Arévalo, 1942) y por el mismo motivo. ¿Qué duda cabe?

De vuelta a la capital, donde ya habían pasado —y hasta las cavas— los franquistas, lo que aguardaba a Conchita Montes y Neville era la España del nacionalcatolicismo, aquella en la que el pecado era tan perseguido como la disidencia. Bien es cierto que aquel país de los rosarios, las vigilias y las procesiones a las que las señoras de… indefectiblemente iban con la típica mantilla, conoció su apogeo cuando acabó la guerra mundial, con la autarquía, cuando aislaron a España las democracias, como se aísla ahora a las dictaduras comunistas. Pero ya a comienzos de los años 40, en la España del hambre pura y dura, la del nacionalcatolicismo apuntaba maneras. Excusaré decir lo que se pensaba entonces de las parejas de hecho, como era el caso de la formada por nuestro cineasta y su musa, cuando sólo “los rojos”, que les llamaban las señoras del rosario y la mantilla, hacían esas cosas. Máxime cuando los “amancebados”, además de no pasar hambre, vivían tan desahogadamente como esa alta burguesía que —de no contar con gente asesinada arbitrariamente por los chequistas o muertos de cualquier otra forma en aquella carnicería, que se llevó a varios miles— no parecía haber pasado ni la guerra.

"Decididamente, yo, que en cuanto a las divinidades también soy todo un materialista, me quedo con esas damas madrileñas que la actriz recreó como ninguna otra"

La muchacha de Moscú (1941), la segunda colaboración de Conchita Montes con Neville, es mucho más piadosa. De hecho, a mí se me figura todo un precedente de ese cine pío —La mies es mucha (José Luis Sáenz de Heredia, 1948), Marcelino pan y vino (Ladislao Vajda, 1954), Molokai, la isla maldita (Luis Lucia, 1959)…— que acabaría desplazando al de exaltación patriótica y castrense —¡Harka! (Arévalo, 1941), Raza (Sáenz de Heredia, 1942), ¡A mí la legión! (Juan de Orduña, 1942)…— en la cartelera de la autarquía. Aunque también es una coproducción con la Italia fascista, es ajena a la “cruzada”, como aún llamaba el Régimen a la guerra. En esta ocasión, la actriz recreaba a una joven —Nadia—, quien, como su mismo nombre nos sugiere, es una comunista moscovita. Corresponsal de la prensa soviética en Pompeya, verá resquebrajarse su materialismo ante lo que una oración puede obrar sobre la lepra del tipo del que se ha enamorado: Paolo Wronski (Amedeo Nazzari). Decididamente, yo, que en cuanto a las divinidades también soy todo un materialista, me quedo con esas damas madrileñas que la actriz recreó como ninguna otra.

Pero, hay que insistir, además de inspiración de Neville, Conchita Montes fue otras muchas cosas. Lo primero, ya digo, una mujer con cuya independencia no pudo ni el franquismo. Hizo lo que le dio la gana —y siempre con un talento y una ironía sobresalientes— cuando ninguna, ni las burguesas ni las más desfavorecidas, lo hacían. En La Codorniz, sin ir más lejos, se estrenó escribiendo críticas sobre las diferentes traducciones del inglés que se publicaban en España. Ella misma vertió al español Desde el paraíso (1949), una pieza teatral del inglés J. B. Priestley. Su actividad escénica fue notabilísima, aunque habrán de ser los expertos en las tablas quienes se ocupen de ella. A estas líneas solo incumbe el cine.

"El asunto de La vida en un hilo, la única de todas las realizaciones de Neville aquí citadas que gozó en su momento de una buena acogida por parte de la crítica y el público, gira en torno a una mujer"

Su colaboración con Neville prosiguió en Correo de Indias (1942), un drama romántico localizado en un barco a la deriva, uno de aquellos que en los días del Imperio cubrían el servicio postal entre España y sus colonias en las Indias. Después llegó Café de París (1943) y La vida en un hilo (1945), la obra maestra. Alta comedia, como pudieran serlo las de Gregory La Cava, George Cukor, Howard Hawks o cualquier otro comediante del Hollywood de los años 30, que a buen seguro entusiasmaban a la pareja, hoy es un clásico de la comedia autóctona, dignidad que alcanzan pocos filmes en una pantalla con tan buen humor como la nuestra.

El asunto de La vida en un hilo, la única de todas las realizaciones de Neville aquí citadas que gozó en su momento de una buena acogida por parte de la crítica y el público, gira en torno a una mujer, Mercedes. Acaba de enviudar y, en el tren que la lleva de regreso a Madrid, su paraíso perdido, rememora lo infeliz que ha sido en los quince años de matrimonio con el ingeniero que construía puentes, Ramón (Guillermo Marín), que tuvo por marido. Pero el destino habrá de darle una segunda oportunidad. Por un fabuloso prodigio, Madame Dupont (Julia Lajos) muestra a Mercedes lo que habría sido su vida si hubiera aceptado subirse a un taxi, en el que un caballero —Miguel Ángel (Rafael Durán)— se ofreció a llevarla al salir de la floristería un día que llovía. Ella, en cambio, rechazó el ofrecimiento y sí se subió al coche del señor que le hizo la misma oferta acto seguido. Éste no fue otro que Ramón, ese tipo taciturno y aburrido que habría de ser su marido. La vida burguesa junto al esposo se nos muestra en una serie de flashbacks; la vida bohemia, que hubiera podido ser junto a Miguel Ángel —quien, como su nombre nos da a entender, es un escultor más diletante que consagrado—, se nos descubre en otros tantos flashforwards. Prolepsis que, de hecho, acabarán por suceder: cuando el tren llega a Madrid, a la estación de Atocha, ya en el paseo de las Delicias, Mercedes vuelve a encontrarse con Miguel Ángel 15 años más viejo. Pero esta vez sí acepta subirse a su taxi.

Conchita Montes fue una de las más genuinas representaciones de la heterodoxia del cine de su tiempo y de la sociedad española de entonces.

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